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Si Shahid hubiera estado al tanto, habría tenido otro motivo, y muy cercano, para estar más tranquilo. Los policías que lo interrogaban no estaban de acuerdo sobre si aquel hombre debía estar allí o no.

Iqbal Rashid había despertado el interés de los servicios de seguridad durante un tiempo. Estaba vinculado con radicales afincados en Bruselas que se habían entrenado en Afganistán y eran conocidos por sus relaciones con grupos de Al Qaeda de Pakistán. Cuando llegó a Gran Bretaña no estaba sometido a estrecha vigilancia por el MI5 ni por el Servicio Secreto, aunque seguían sus movimientos porque era parte del régimen general que se aplicaba a los miembros de Al Qaeda y a los aspirantes a serlo. Entonces la policía belga desarticuló un plan para hundir con explosivos un transbordador del Canal de la Mancha y como los implicados en la conspiración eran personajes relacionados con Iqbal Rashid, aumentó la atención que dedicaban a este hombre. Primero fue sometido a estrecha vigilancia durante dos semanas, para ver si estaba metido en algo y en qué. Durante aquella quincena había tenido contacto con muchas personas de interés para el MI5 y se decidió vigilarlo permanentemente mientras estuviese en suelo británico. Fue por aquel entonces cuando Iqbal se reencontró con Shahid, de quien los servicios de seguridad no tenían ninguna referencia en absoluto. Cuando investigaron su historial, averiguaron que había estado en Chechenia y que allí había conocido a gente que luego se adiestró en campamentos de Al Qaeda. Empezaron a seguir los movimientos de Shahid y de Iqbal y pronto quedó claro que el belga estaba involucrado en algo que lo mismo podía ser un siniestro y bien preparado plan para volar en la fase final una infraestructura importante, probablemente el túnel del Canal, que una sarta de bravuconadas de unos jóvenes idiotas que querían impresionarse entre sí. El procedimiento normal era esperar hasta que alguien hiciera algo de manifiesta finalidad terrorista y luego detener a todos los conspiradores; era la preferencia histórica de la policía británica, que contrastaba con la tendencia estadounidense, radicalizada a raíz del 11 de septiembre, a frustrar las conspiraciones deteniendo a los implicados en las fases iniciales. Pero los jurados británicos eran reacios a condenar a personas detenidas sobre la base de estas supuestas conspiraciones en estado embrionario, así que la policía se inclinaba por ceñirse al viejo método de practicar detenciones lo más tarde posible. Y ocurrió que alguien vinculado al grupo había sido apresado mientras trataba de comprar Semtex en la República Checa y los servicios de seguridad habían tenido que elegir entre esperar a ver qué hacían los conspiradores e intervenir y buscar condenas con las pruebas que tenían. Tras discutir el asunto, y muy a su pesar, habían decidido seguir adelante con las detenciones cuando Iqbal abandonó el piso de Shahid y desapareció; y a consecuencia de todo esto Shahid se encontraba ahora en una celda de la comisaría de Paddington Green.

La implicación de Iqbal en la conspiración, si es que había conspiración, era evidente. La de Shahid no, de ningún modo, y el único indicio que había contra él era el uso de Internet en su casa durante el período en que Iqbal había estado hospedado allí. Se habían visitado sitios web yihadíes, se había enviado y recibido correo electrónico cifrado: y estos e-mails eran una prueba de que había algo turbio, una prueba tan clara como una huella dactilar, porque nadie sin intenciones sospechosas se tomaría la molestia de recurrir al secreto. Para algunos miembros de los servicios de seguridad —entre ellos Amir el interrogador asiático y Clarke, el pesado y cansado agente del Servicio Secreto— saltaba a la vista que Shahid no tenía nada que ver con lo que se estuviera planeando y que, en el peor de los casos, era una especie de idiota útil, dispuesto a dar protección y acomodo a un sujeto del que sabía que andaba metido en algo feo. Para otros, por ejemplo los funcionarios del MI5 que habían estado a cargo de la vigilancia inicial, nadie podía ser tan ingenuo. Su pasado medio yihadí más su vinculación con Iqbal el terrorista ponían de manifiesto que era un miembro importante de la trama, y si había pocas pruebas tangibles, eso no era más que un indicio de que era un tipo cauto: en otras palabras, la falta de pruebas era una prueba importante y contundente.

—Tonterías —dijo Amir—. Tonterías de principio a fin. Es una petición de principio. ¿Que no haya nada contra él demuestra que es un agente adiestrado? Vamos, hombre.

—Tiene antecedentes —dijo el enlace del MI5.

—Tiene antecedentes de la prehistoria, de hace más de diez años. Se fue a Chechenia. Cojonudo. No hay nada más. Ningún otro antecedente. Nada de nuestro personal de la mezquita, nada en los informes sobre su viaje, ningún comportamiento raro. Sería un agente durmiente muy extraño el que no hace nada durante un decenio. Cuando estuvo en Chechenia, Al Qaeda no existía. O sea que todo son bobadas.

—Hasta que encontremos a Iqbal Rashid no irá a ninguna parte —dijo el hombre del MI5.

Y así quedó la situación. Shahid había estado encerrado diez días y podían retenerlo durante otros dieciocho sin ser acusado.

Capital
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