SÍNTOMAS DE PÁNICO

Hay que rendirse a la abrumadora evidencia: África empieza en los bulevares. El trecho comprendido entre el Rex y la Porte Saint Denis se ha convertido desde hace algún tiempo en un auténtico mercadillo o bazar ambulante: los moradores de los pulcros y asépticos barrios burgueses, desinfectados a fuerza de reglamento y formol, se aventuran prudentemente, casi a hurtadillas, en la intrincada disposición de un ámbito que, en vez de ser cuadriculado a tiralineas, se pliega espontáneamente a los caprichos del azar e improvisación. Las consabidas alfombras donde senagaleses o mauritanos ofrecen su pacotilla, los embalajes de cartón sobre los que los fulleros apuestan al juego de los tres naipes, los bancos de madera ocupados por ruidosos y gregarios corrillos de inmigrados se afirman descaradamente a la luz del día, sin temor a redadas e incursiones policiales: las tímidas y cada vez más raras apariciones de la fuerza pública son acogidas con toda clase de proyectiles por la heteróclita población meteca y el ululante yuyú de la mujeres asomadas a las ventanas de los inmuebles vecinos. Los sótanos y buhardillas abandonados por los indígenas cobijan misteriosas festividades rituales: circuncisiones realizadas por muftis y barberos, danzas de iniciación sexual, exorcismos, esponsales, nupcias, jaculatorias. A veces, los invitados salen a la calle agitando monigotes vestidos con caftanes; otras, pasean en un carromato los presentes recibidos por la novia e interrumpen con su algazara y el eco de sus panderos el ritmo caótico de la circulación.

Claxonazos, barullo, inmediatez promiscua no incomodan en absoluto al peripatético sujeto de esta narrativa: el guirigay de voces, encabalgamiento y superposición de planos, mescolanza de sensaciones y olores captados simultáneamente, en toda su riqueza y fecundidad, estimulan, al contrario, sus dotes creadoras. Su territorio, su querencia, su antro, se extienden, como hemos dicho, de Pigalle a Belleville, del Marais a la Goutte d’Or. Desde hace años, para contrariedad y desespero de nuestros lectores, descarta cualquier visita a los distritos serenos y nobles, predominantemente habitados por aborígenes, con el falacioso pretexto de que le dan asma y si se ve en el aprieto de hacerla, se provee de antemano de todo lo necesario —pasaporte, divisas, certificado internacional de vacuna— como si fuese a un safari congoleño o a una expedición científica a Groenlandia.

Pero el impacto de la crisis arroja a la calle a un ejército cada vez mayor de parados y la vida diaria del barrio secreta paulatinamente una atmósfera de angustia y precariedad: los empleados clandestinos de los talleres de confección manifiestan con pancartas políglotas contra los negreros, el ganado humano de la Place du Caire se vuelca de pronto a los bulevares y reclama, agresivo, su legalización. Los diferentes grupos étnicos se adaptan a una difícil e impuesta estrategia de enfrentamiento: la multiplicación de pintadas políticas ha transformado las calles en un vasto taller de escritura mural.

Los asiduos al despacho de bebidas del carbonero hablan a media voz de atentados, pogromos, ligas de autodefensa: frente a las sibilinas amenazas de los comandos otekas, algunos nativos emprendedores y jóvenes organizan milicias paramilitares, lucen emblemas galorromanos y celtas, conciben el mañana como un Sendero Luminoso, se acogen al patrocinio bicéfalo de Nuestra Señora y su invicto defensor Charles Martel. Al amparo de su apariencia inocua —gafas, sombrero e impermeable—, nuestro egoísta y ensimismado personaje escucha impertérrito sus proyectos de higiene y saneamiento, balanceándose en las alturas nebulosas del kif. La rutinaria consulta al horóscopo de la semana le ha llenado de tristes presagios: una infausta conjunción de astros anuncia un período sombrío para los capricornios, erizado de trampas, peligros. Aunque un tanto dudoso de los pronósticos, resolverá no obstante curarse en salud. El trayecto en metro a Barbès es distraído y corto: con su recién renovada Carte Orange, se dirigirá al antiguo prostíbulo de la Rue Polonceau confiando en la clarividencia y poderes del morabito.

Paisajes después de la batalla
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