TEOLOGISMO DIALÉCTICO
Albania, sí, Albania.
Ya sé que los seudointelectuales cínicos, los oportunistas y escépticos de toda laya se sonreirán tal vez al oír el nombre de un país pequeño, es verdad, por su extensión territorial y número de habitantes, pero realmente grandioso y, casi diría, titánico por el ejemplo que hoy ofrece al mundo en términos de una sociedad revolucionaria avanzada en donde, gracias al mantenimiento, contra viento y marea, de una línea ideológica justa y correcta, los derechos individuales, económicos, sociales y políticos del pueblo trabajador han alcanzado cotas de libertad y democracia nunca vistas entre nosotros; una sociedad definitivamente limpia de las taras, desviaciones y prácticas revisionistas comunes a cuantos regímenes reivindican aún, con desfachatez e impudicia, la herencia gloriosa del materialismo científico para imponer nuevas y abominables formas de opresión sobre las masas, extender sus tentáculos voraces a países vecinos, repartirse el planeta con los gángsters de las multinacionales, ahogar por todos los medios el rayo de luz de la única revolución victoriosa y seguir el camino que conduce inevitablemente al despeñadero por el que han caído, caen y caerán siempre quienes ignoran las lecciones y advertencias de la Historia.
El hombre que ocupa el extremo de la tribuna, apoyado en una especie de atril, se interrumpe a colectar los breves y discretos aplausos de la asamblea reunida en la pequeña sala de conferencias: un local decimonónico un tanto venido a menos, con un crujiente entarimado a la inglesa, techo artesonado, revestimientos y zócalos de madera, paneles con pinturas alegóricas y varios bustos de hombres célebres sombríos y abatidos, con los párpados y orejas cubiertos de polvo. Las inscripciones grabadas en los zócalos resultan casi ilegibles y ni siquiera el somnoliento conserje del edificio conoce dato alguno sobre su identidad e historial.
El público se compone de una cincuentena de personas de mediana edad, vestidas con abrigos, pieles y bufandas pues a causa de un defecto de la calefacción o quizá por razones de índole presupuestaria la temperatura del salón es muy baja. Este enojoso inconveniente no parece enfriar con todo el ánimo de los espectadores. Tras las palabras introductorias del presidente de la sesión, los reunidos aguardan con una mezcla de devoción y ansiedad el mensaje de los dos bienaventurados oradores que, como indica el programa de presentación del acto, han tenido la oportunidad única, el privilegio raro, de convivir por espacio de dos meses con el glorioso pueblo trabajador de Albania: un hombre de una treintena de años, de rostro anguloso y pelo cortado a cepillo y una mujer algo mayor, con una de esas boinas ladeadas que aparecen a menudo en los filmes de guerra de los cuarenta. Cuando ésta se incorpora del asiento a verificar el buen funcionamiento del aparato proyector su figura recuerda de pronto a algún foto-grabado cursi y romántico: seca, escurrida, huesuda, como un viejo surtidor de bencina desgalichado. De vuelta a su sitio, la mujer chupa pausadamente un cigarrillo que, a diferencia de los producidos por las multinacionales yanquis diseminadoras de cánceres, ha sido elaborado por un pueblo sano y sencillo, que ignora los estragos de la enfermedad. Mientras distribuye graciosamente el contenido de una modesta cajetilla de cartón mal pegado entre los fumadores de las butacas delanteras —recordándoles la proverbial longevidad de sus recientes anfitriones, un récord mundial en la materia— su colega pone un poco de orden en los papeles y láminas que deben ilustrar paso a paso los diferentes aspectos y etapas de su ameno e instructivo viaje. Al fondo del estrado, entre la mesa y el atril, hay una pantalla para la proyección de las diapositivas así como una bandera roja con una estrella blanca de cinco puntas y un águila bicéfala de color negro. Encima de ellas, la cuatrinca de padres del materialismo científico —los dos filósofos, el calvo de la perilla y el bigotudo y socarrón georgiano— parece apadrinar discretamente la fotografía enmarcada de su fiel y aventajado retoño: ese coloso infinitamente popular que hoy asume su herencia, señalando el camino de la victoria a todas las naciones oprimidas de la tierra.
Camaradas, amigos, nuestros dos compañeros aquí presentes, recorrían hace menos de una semana este aguerrido y heroico país, compartiendo la existencia de sus hombres y mujeres, mezclados con sus técnicos, intelectuales, obreros y campesinos, visitando sus ciudades, comunas y aldeas, discutiendo libremente con soldados y dirigentes. Una experiencia apasionante y fantástica, como la de penetrar hoy en el mundo del mañana: un mundo con problemas, dificultades, luchas, pero que cuenta en su haber unos éxitos, realizaciones y conquistas propiamente fabulosos. ¡Una exaltadora perspectiva en la que, en nuestras tristes sociedades represivas, no podemos siquiera soñar!
Sentado en la última fila de butacas, el caballero de la gabardina, cuyo sombrero de fieltro descansa en las rodillas —dejamos a ustedes la tarea de adivinar quién es—, examina de reojo el rostro de los circunstantes acomodados en su hilera. Los labios, barbillas, pómulos, narices y frentes de hombres y mujeres tienen ese misterioso denominador común que marca su impronta al auditorio en las reuniones y veladas de l’Armée de Salut, los Children of God o aquellas otras, ya remotas, a las que asistía en un colegio de su país siendo niño —¡anota bien ese detalle biográfico, curioso lector!—: una beatitud o estado de gracia capaz de suavizar perfiles y aristas, esfuminar la dureza y rigor de las líneas, impregnar las fisionomías más cerriles e ingratas de un toque de alegre y fecunda receptividad. ¡Sí, a tres horas de vuelo de París, la sociedad revolucionaria, libre y democrática ha dejado de ser una hermosa quimera, una fantasía desbocada y se ha convertido en palmaria e innegable realidad! Los dos oradores de la tribuna, abandonando su aire de circunspección y reserva, dan un testimonio vehemente y apasionado de cuanto han visto, tocado y oído: la sala ha sido sumergida en una casi completa oscuridad y su dúo de voces comenta con tono profesoral las imágenes que se suceden en la pantalla: un edificio monumental y macizo, guardado por soldados (la Asamblea Popular); algunas plazas y avenidas de la capital (afortunadamente libres del ruido y polución de nuestro infecto parque de automóviles, precisa la mujer); un grupo de viviendas protegidas para obreros (murmullos admirativos en la sala); varios tractores de fabricación nacional (exclamaciones de aprobación y maravilla); un hermoso campo recién sembrado de hortalizas (antes de la revolución, su ex-dueño lo mantenía yermo); primer plano de una col socialista gigante, perlada de rocío (voces enternecidas: ¡oh, un caracolito!); campesinas, ataviadas con sus trajes típicos, recogen las frutas abundantes de un árbol (observen cómo sonríen mientras trabajan: ¡saben que no son explotadas!); planos de entrenamiento gimnástico-militar de los cadetes de la escuela de policía (allí no se les teme como aquí: están al servicio de las masas revolucionarias); varias estatuas y bustos del Líder (el pueblo las erige en todos lados de forma espontánea, para testimoniarle su amor y respeto): ¡sé que no me creerán ustedes si les digo que su fotografía, cariñosamente enmarcada, figura a la entrada de todas las casas, pero es así! ¡Un plebiscito natural, instintivo, diario, que evidencia la superioridad de este nuevo y eficaz sistema de democracia popular, perfectamente llano y directo!
Los sentimientos de emoción, concomitancia y simpatía del público están al rojo vivo. Los dos testigos han vivido los triunfos y alegrías de las masas, han comulgado con sus aspiraciones y anhelos. A diferencia de lo que ocurre en nuestras sociedades seudodemocráticas, los jóvenes no pierden el tiempo en discotecas, cines pomo, drogas, prostíbulos, máquinas tragaperras, sino que emplean saludablemente sus ocios en paseos, excursiones, deportes, lecturas. Mientras en la pantalla se suceden imágenes de un enorme panel con las fotografías de los obreros ejemplares del mes y de una biblioteca pública, con un centenar de muchachos uniformados absortos en el estudio: ¡no vayan a creer que están leyendo novelas policíacas o literatura de evasión!, dice el hombre de rostro anguloso y pelo en cepillo. Lo que consultan son tratados de ingeniería, agronomía y mecánica y, sobre todo, las Obras Completas del Líder. Una voz pretenciosa, difícil de localizar a causa de la penumbra: ¿pueden leer lo que les apetece o hay alguna forma de censura? Murmullos de reprobación general y contundente respuesta de la larga y escuchimizada mujer de la boina: ¡la censura resulta allí innecesaria porque esta clase de libros desmovilizadores y frívolos no interesa absolutamente a nadie!
La exposición de los viajeros ha concluido y, amablemente, se ofrecen a responder a las preguntas del público. Una señora gruesa, con un gran sombrero: ¿han podido ver al Líder en carne y hueso? Los testigos asienten: no sólo le han visto y estrechado la mano sino que, pese a sus múltiples y abrumadoras responsabilidades, han dialogado con él por espacio de media hora. ¡Una experiencia única, verdaderamente impresionante! ¿Cómo es? ¿En qué términos lo describirían si tuvieran que definirlo? Un hombre bueno, modesto y sencillo, que mantiene un contacto vivo y permanente con el pueblo. Entre el pueblo y él hay un fenómeno de compenetración absoluta, casi de ósmosis. ¿Una unión hipostática?, pregunta en voz baja nuestro héroe. Pero su vecino feligrés no entiende: indudablemente, ha sido educado en la escuela laica. La teología albanesa se le ha subido de golpe a la cabeza: el culto de latría, dulía e hiperdulía; los misterios de la Unidad, Trinidad y Transubstanciación. ¿Habrá un confesionario lateral junto al que arrodillarse e implorar la absolución de los pecados? Una banda militar en uniforme de gala, inmovilizada en una diapositiva fija, entona por fin una especie de Te Deum: el himno nacional. Solemne y hierático en su pose oficial, el Líder pluscuamperfecto le contempla paternalmente en las alturas mientras de pie, integrado en el ferviente concurso, pone fin, con las nobles estrofas, a aquel acto sublime de fraternidad.