NO ME VENGA USTED CON EL CAMPO

El peripatetismo de nuestro héroe es exclusivamente urbano. Abandonadlo, con un falacioso pretexto, al borde de la cuneta, junto al espléndido bosque de Fontainebleau o en un precioso y ameno prado normando y si, después de horas o minutos de espera, según el tiempo que dure lo que para él será siempre una broma pesada y de mal gusto, pasáis a recogerlo, lo encontraréis en el mismo lugar en que se apeó a orinar o asistir de espectador, dada su absoluta ignorancia en achaques de mecánica y lamentable y general incapacidad de resolver cualquier tipo de problemas, a la presunta reparación del motor o sustitución de una rueda pinchada: de espaldas a las vacas idílicas o inspirados robles, contemplando con una mezcla de ansiedad, tozudez y rabieta el concreto o alquitrán de la carretera.

El paisaje natural le desagrada: la suave melancolía del otoño y lo que las personas sensibles y exquisitas denominan su «sinfonía de colores» no arrancan en su alma pedestre y espíritu estrujado y reseco sino bostezos cavernosos; la nieve le horroriza y, por no verla, se pone gafas oscuras y cierra obstinadamente los ojos. Primavera y verano son peores aún: el polen y vilanos errantes le dan asma, los insectos le abruman con mortificantes picaduras. Al comienzo de su vida en común, la esposa —a quien, entre paréntesis, no hemos tenido todavía el gusto de conocer como si, por una razón ignorada, se avergonzara de ella o, celoso como un turco, la mantuviera reclusa en sus aposentos a fin de sustraerla a nuestras miradas— había intentado convertirle sin éxito en un adepto de los placeres campestres: aire limpio, atmósfera saludable y tónica, un sentimiento panteísta, de comunión universal. A ella le gustaba —y el lector obtiene por fin alguna información en lo que toca a su carácter y aficiones— acariciar el tronco rugoso de los castaños o arces, aspirar el denso aroma de la tierra: cuando veía alguna flor, la cortaba inmediatamente con sus tijeras, para hacer un ramo y adornar la casa; si se trataba de un fruto —aun de aquellos desconocidos y potencialmente peligrosos—, se lo llevaba al punto a la boca. En el interior del automóvil, vestido con una camisa de hilo y arropado con la bufanda según la estación y circunstancias climatológicas, él aguardaba pacientemente a la conclusión de aquellos arrebatos líricos, examinando el plano, guía de metro o nomenclatura de las calles de alguna ciudad: París Nueva York Berlín El Cairo Estambul Amsterdam.

Para el sujeto del relato —¿habrá que llamarlo como se suele, Fulano hijo de Mengano y nieto de Zutano o Perengano?—, sólo la cives, su perímetro urbano, contiene la idea de espacio. Lo demás —llanos, montañas, valles y, por resumir, los elementos y accidentes naturales— es una prolongación informe, confusa e insignificante de aquélla. Cualquier mapa o carta de una capital conocida o ignorada le procura mayor estímulo y acicate que un parque o reserva zoológica de sesenta mil millas cuadradas. En una capital como en la que —después de haber ido dando tumbos de un continente a otro a causa de su vida profesional— actualmente vive —o, en la terminología de su esposa, vegeta—, puede emprender, sin moverse de su buhardilla gatera, la busca y rastreo de los espacios perdidos que configuran su escenografía mental o salir al proliferante, madrepórico caos callejero y domesticar territorios nuevos por una simple decisión de su voluntad. Las paredes de las casas del Sentier, los blancos y embaldosados corredores del metro, ofrecen toda suerte de propuestas e invitaciones a quien quiera o sepa leerlos: mítines, reuniones, veladas, mesas redondas organizadas por agrupaciones culturales, políticas, sindicales, religiosas. Imposición de manos, esoterismo hindú, coros del Ejército de Salvación, comedias y recitales para indígenas e inmigrados, sesiones de denuncia o confraternización, actos y asambleas de protesta sobre Polonia, Afganistán, Salvador, la junta argentina, los militares turcos, solidaridad con palestinos, armenios y kurdos, un llamamiento por la libertad de Ucrania, la lucha revolucionaria de corsos y moluqueños e incluso —algo como para que se le haga a uno la boca agua— una manifestación de apoyo —con exposiciones, discursos, música y diapositivas— al único país que mantiene la antorcha de la esperanza y en esta época de infame oportunismo y liquidación por derribo de ideologías bastardas, presenta para todos —nosotros y ustedes— un modelo válido, atractivo, sencillo: ¡Albania!

Paisajes después de la batalla
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