INTERMEZZO TELEVISIVO

A veces, en sus vagabundeos perrunos por el Sentier, nuestro capricornio se detiene a tomar un refresco en el despacho de bebidas del carbonero. Los parroquianos de éste —una docena y pico de indígenas, muy aficionados al consumo de calvados— se reúnen junto a la barra de cinc para comentar invariablemente a lo largo del día los pequeños acontecimientos y novedades que constituyen la habitual comidilla del barrio: enfermedades, accidentes, muertes, traspaso de locales, calaveradas de algún mayorista judío con una mujercita de escasa virtud. Luego, agotado el tema, puestos los puntos en las íes y las tildes en las eñes, la conversación de aquel pintoresco grupo de nativos y náufragos, como quien dice, en su propio suelo, deriva, también inalterablemente, a los cambios introducidos en la fisionomía del lugar por la paulatina y taimada penetración de los metecos: las pintadas incomprensibles de las paredes, el número increíble de morenos con quienes se cruzan en la calle, el mercadillo de braceros bangladesís y paquistaneses que transforma la Place du Caire y las galerías adyacentes en una ruidosa y abigarrada sucursal de Karachi o Tizi Uzú. Verlo para creerlo: mientras esa gente se infiltra en los hoteles y viviendas, ocupa la calzada con sus carritos atestados de cajas y carga o descarga mercancías frente a los pequeños, pero florecientes negocios de géneros de punto, peletería o confección, ellos, los aborígenes, se sienten cada día un poco más perdidos y extraños en la vasta e incontenible marea. Pronto seremos nosotros los extranjeros, repite uno de los bebedores de calvados acodados en el cinc: al paso que vamos, acabarán por hacerse los amos y echarnos afuera. Sus sombríos pronósticos y rencorosas quejas son avalados por los demás bebedores del grupo con taciturna resignación: sí, el Sentier ya no es el mismo de antes; ahora, los nativos se sienten ovejas en corral ajeno y el aspecto cada vez más exótico del barrio les llena de confusión. El día menos pensado cambiarán hasta los rótulos de las calles y, definitivamente avasallados, no tendrán más remedio que liar el petate o seguir el ejemplo de ese misterioso comando de adeptos de Charles Martel, cuya sonada victoria en Poitiers aparece evocada a menudo con tiza en los muros, bajo las pintadas en árabe. ¡La Resistencia, sí señor: como en la época de los alemanes!

La cháchara de los clientes se mezcla en la cabeza de nuestro melancólico personaje con la que mana del pequeño y antiguo televisor plantado en una esquina del local. La mujer del carbonero vive pendiente de él y no deja de mirarlo, como hipnotizada, mientras friega los vasos o sirve una nueva copa de calvados al viejo militante comunista o al jubilado de las gafas. Pero el chocolate que hoy le ha vendido el camello en un café del Faubourg Saint Martin es, probablemente, más concentrado y fuerte que de ordinario; bruscamente, percibirá el timbre de una voz que no tardará en reconocer como la propia y, al levantar la vista de la odiosa mesita de plástico en la que bebe su menta con sifón, se contemplará a sí mismo en la pantalla: resplandeciente, seráfico, recién condecorado, con la apariencia de uno de esos politiqueros antillanos que, con guayabera y bigote, imponían la marca de su irradiante sonrisa con anterioridad a la dinastía del Líder Máximo. Su imagen —según comprueba en seguida, aliviado— es la de un hombre brillante, de una serenidad a toda prueba y una buena educación sin un solo resquicio, que responde en un francés perfecto —y no con el lamentable acento suyo— a las preguntas más impertinentes que ha escuchado jamás: ¿qué diferencia haría, por ejemplo, entre usted y Rastignac? Nuestro héroe —el de la pantalla— sonríe como dando a entender que no hay grosería más detestable que la que abusa de la buena educación del adversario, y cambia elegantemente de conversación: según me consta por incontables conversaciones privadas, mi gran amigo, el Président Papus, se siente dolorosamente afectado por. Poco a poco, los periodistas que empezaron el programa predispuestos contra él se ponen de parte suya: nuestro héroe —el de la pantalla— evoca almuerzos con gente importante, recepciones oficiales en aeropuertos en el salón de invitados, las confidencias de Madame Papus, en petit comité, a un grupo selecto de amigos. Su lógica incisiva deshace argumentos e insidias de sus adversarios, sus ojos clarividentes, convencen y seducen. Nuestro héroe —el de la pantalla— modula admirablemente las erres mientras asciende a las alturas de la estratosfera, ligero y feliz como un globo aerostático.

¿El secreto de su éxito? —El apoyo constante de mi mujer.

Cuando la imagen se desvanece en el televisor, el ordinariamente silencioso individuo del rincón sorprenderá a los asiduos del carbonero con un fervoroso y contundente bravo, muy bien dicho, dirigido a sí mismo. Encandilado con el brillo de su propia victoria, decidirá in situ prolongar el serial, la saga de su vida, con la ayuda eficaz de un pastelito de maaxún.

Paisajes después de la batalla
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