MAXIEDITORES Y SUPERAGENTES

El turista que visita l’Etoile puede hacerlo por gran variedad de motivos: subir a lo alto del arco y contemplar la hermosa perspectiva de los Campos Eliseos; escuchar las explicaciones del guía sobre el origen y vicisitudes del popular monumento; asistir a la emotiva ceremonia en la que los excombatientes reavivan la llama; o bien, como fue el caso de un desenvuelto viajero transalpino, para sacar inopinadamente una sartén de la mochila, poner en ella unas gotas de aceite, arrimarla a la flama y hacerse un huevo frito.

El protagonista de nuestro relato —identificable a distancia gracias a su impermeable y sombrero de fieltro— escucha con ese aire suyo de ausencia y lejanía, de estar pensando siempre en otra cosa —afortunadamente para él no ha sido inventado todavía el detector de ideas—, el discurso un tanto teatral, innecesariamente enfático de un cicerone cuya principal particularidad física es la enorme verruga, casi el bulbo, que obscenamente le crece entre las cejas.

La idea de embellecer la actual Place de l’Etoile mediante la edificación de una obra grandiosa se remonta nada menos que a la época de Luis XV, cuando el ingeniero (¿había ya ingenieros? se pregunta) Ribart de Chamont propuso erigir en 1758 un elefante triunfal rematado con la estatua del monarca… Durante las obras de allanamiento de la colina entonces existente en el lugar en que nos hallamos, Gabriel y Perronet (nuestro héroe se había agachado días antes, como para anudarse el inexistente lazo de sus mocasines, en la acera de la Avenue Gabriel a espiar en realidad a una niña que orinaba inocentemente en cuclillas, con las braguitas tiradas hacia los muslos) propusieron construir en el centro un obelisco de mármol blanco… En 1798, el ministro del interior abrió un certamen para escoger el motivo de decoración de la plaza: concurrieron a él trece proyectos, entre ellos el de la reproducción de una graciosa vulva impúber (él seguía aún mentalmente en la Avenue Gabriel)… Por fin, Napoleón, a su regreso de Austerlitz, ordenó que…

Pero sus palabras —y las divagaciones errátiles de nuestro héroe— son paulatinamente sofocadas por la charanga militar y la convergencia en torno a la sagrada llama de multitud de delegaciones venidas de todos los rincones del país con sus banderas, escudos, emblemas y trajes regionales: alsacianos, gascones, normandos, saboyanos, aglutinados en núcleos vistosos, con sus tocas, blusas, faldillas, calzones, abarcas. Instrumentos musicales también: cornamusas, gaitas, tambores, platillos. Camarógrafos de la televisión filman su llegada sucesiva mientras ocupan el lugar asignado por el febril maestro de ceremonias: formando círculo alrededor del sepulcro donde fuera inhumado un día veintiocho de enero el célebre Soldado Desconocido. Sesenta años atrás, cuando la gran mayoría de los aquí presentes no había nacido aún, un hijo de esta noble tierra vertió generosamente su sangre por nosotros, sí, nosotros, para que los representantes de las generaciones que iban a sucederle pudiéramos pronunciar con orgullo el nombre bienamado de la patria. El orador ha acallado la charanga y, en un rapto retórico, tutea al Desconocido y anuncia que pronto, en cosa de minutos, dejará de serlo: el tiempo de levantar la lápida que lo cubre e izar solemnemente su féretro. ¡Un pool internacional de gigantes de la edición ha decidido publicar conjunta y simultáneamente en veinte países una biografía ilustrada del Soldado destinada a convertirse, en razón de la lógica expectación reinante, en el best-seller del siglo! Sus ofertas, transmitidas a los responsables culturales por otros tantos superagentes, han barrido a fuerza de royaltis y derechos de explotación secundarios los últimos reparos y dudas del Gobierno. Las inversiones necesarias al lanzamiento y gastos publicitarios ascienden a varios millones de dólares y se rumorea que el negocio interesa asimismo a los ejecutivos de una poderosa multinacional. La baza que se ventila es mayúscula: la región a la que perteneció el ilustre Soldado saldrá beneficiada no sólo en términos de honor y gloria, sino también de actividad industrial, comercio, turismo y artesanía. Centenares de miles de visitantes acudirán a su patria chica; recorrerán devotamente en zapatillas, para no arañar el suelo, las modestas pero pulcras habitaciones de la casa en que nació; adquirirán en los proliferantes almacenes consagrados al culto del héroe gran variedad de recuerdos y gadgets: camisetas y gorros con su efigie, ceniceros y bustos conmemorativos, pisapapeles de cristal con el paisaje del pueblo, botellines de licor con su nombre, pósters en blanco y negro o color, discos, medallas, tarjetas postales. Restaurantes y hoteles serán bautizados en función de sus señas personales y efemérides: el menú turístico aconsejado a los clientes incluirá sus platos favoritos o reproducirá exactamente los que consumió el día en que besó por última vez a su madre. Superproducciones GaumontHollywood-Cine Cittá filmarán los episodios más notables de su carrera en interiores y escenarios auténticos. En la arrebatiña que seguirá a la divulgación de los rasgos y detalles de su vida más íntima, editores de menor cuantía espulgarán el círculo parental, amistades, reclutas, flirteos, en busca de elementos susceptibles de originar addendas, comentarios, glosas, revisiones, polémicas. Sin olvidar, claro está, al público infantil: desde el soldado de plomo al tebeo. Un mercado de infinitas ramificaciones, cuyo producto bruto resulta difícil de evaluar. Las distintas delegaciones aguantarán con meritorio estoicismo la exasperante lentitud de la ceremonia de exhumación: el dictamen médico-histórico puede acabar en lo que dura un guiño con el atraso secular de la comarca o su coyuntural economía deprimida. Mientras promotores inmobiliarios y comerciales se previenen para la compra inmediata del área agraciada con equipos de telecomunicación portátil, los aficionados al Tiercé o las quinielas inauguran el turno frenético de las apuestas:

Será bretón.
Será picardo.
Será corso.
Será provenzal.
Será angevino.

Las músicas han cesado y el silencio impresiona. Ancianos cargados de medallas y condecoraciones obtenidas en alguna de las dos guerras mundiales, África e Indochina, miembros y simpatizantes de las milicias patrióticas de Charles Martel con sus emblemas y estandartes, turistas japoneses venidos en package-tour retienen el aliento y se oye volar a un mosquito y tres moscas: guardias municipales en uniforme de gala y chascás gloriosamente emplumado están depositando el ataúd sobre el embaldosado de mármol. Con gran solemnidad, conscientes de la trascendental importancia de sus gesto y movimientos, proceden a retirar las clavijas y puntas que aseguran el cierre de las esquinas reforzadas de la caja. Cuando al fin abren ésta y levantan la tapa, sus rostros reflejarán al punto una mezcla de incredulidad y desconcierto. El maestro de ceremonias se precipita a mirar y cae fulminantemente desvanecido.

El interfecto

¡Dios mío!
¡Qué horror!
¡No puede ser!
¡Quién lo hubiera dicho!

bueno, el Soldado Desconocido se llama, es decir, pudiera llamarse, por ejemplo, Samba Konté, Moriba Sidibem o Seku Kamasoko, pues, como el regocijado visitante del morabito se apresura a comprobar de visu, es, maravillosamente conservado por cierto, con dentadura y todo, un robusto negro.

Pánico, confusión, gritería. Escombatientes y turistas sollozan y los milicianos de las falanges de Charles Martel juran borrar con sangre la afrenta.

¡En medio del llanto y desesperación generales, el pool de editores y superagentes decidirá entrar inmediatamente en contacto con el autor de «Raíces»!

Paisajes después de la batalla
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