EL MILENIO QUE VIENE
El barrio ha sido acordonado. El hosco zurrido de la sirena de alarma antincendios que suena puntualmente a mediodía el primer jueves del mes, me llenó esta vez de sobresalto. En primer lugar hoy no es jueves, y cuando me sacudió de la modorra matinal, apenas clareaba; en segundo lugar, en vez de detenerse, como siempre, al cabo de unos momentos se prolongó interminablemente, como si su mecanismo se hubiera descompuesto o quienes la accionaban quisieran poner malignamente a prueba los nervios del vecindario. Peor aún: su eco lancinante no se extendía por mera inercia sino que aumentaba gradualmente de volumen hasta convertirse en un aullido aterrador. Pensé entonces en la posibilidad de una alerta aérea, de algún ejercicio de defensa contra un hipotético y fantasmal adversario. Aunque la intensidad del sonido cubría cualquier grito o voz, advertí que los demás inquilinos del inmueble, arrancados del lecho como yo, se asomaban al patio, trataban de averiguar qué ocurría, discutían vanamente de ventana a ventana con gran despilfarro de muecas y ademanes. Mi primera idea fue descorrer el cerrojo y precipitarme al apartamento de mi mujer: presentía su angustia y deseaba mostrarle que podía contar conmigo en tan azaroso e imprevisto trance. Pero la puerta de mi estudio ha sido sellada por fuera: mis esfuerzos histéricos en abrirla no dan ningún resultado.
Por la mirilla diviso a un individuo con una especie de escafandra, careta, casco de motorista y botas de montar, plantado en medio del corredor con los brazos cruzados. Desde hace un buen rato, la sirena ha sido reemplazada con un estentóreo altavoz que ladra minuciosas consignas, empleando por turno una babélica sucesión de idiomas. Unos son fácilmente reconocibles: francés, árabe, portugués, italiano, turco; otros, corresponden a áreas lingüísticas oscuras y exóticas. Cuando se expresa en el mío, compruebo que el locutor del mensaje grabado traduce las instrucciones con acento argentino: todo el mundo debe permanecer en casa y rellenar los impresos que los comandos de choque distribuyen de puerta en puerta. Las líneas telefónicas han sido cortadas y cualquier tentativa de resistencia será inmediatamente sancionada con la muerte del infractor.
Mientras el altavoz repite incansablemente sus advertencias políglotas, examino, consternado, el volante que el guardián del piso ha deslizado bajo la puerta. El cuestionario que contiene ha sido redactado en castellano, como si las autoridades del nuevo poder militar hubieran planeado perfectamente el golpe y dispusieran ya de expedientes sobre el conjunto de la población. La hoja no proporciona en cambio información alguna acerca del móvil de sus autores. La identidad de éstos es por ahora misteriosa: lo mismo pueden ser los vindicativos comandos otekas que las milicias patrióticas de Charles Martel.
Sentado a la mesa en que ordinariamente redacto mi epistolario erótico, transcribo poemas sufís o expongo al posible lector mis visiones e inquietudes científicas, releo una a una las preguntas tocantes a mi edad, currículum, nacionalidad, religión, dentadura, color de piel, dimensiones craneales, orientación ideológica, actividades políticas, prácticas sexuales, enfermedades contagiosas, aberraciones y vicios secretos, contactos con diferentes grupos étnicos, particularidades o rasgos de carácter, condenas judiciales, desacatos a la autoridad establecida, coeficiente intelectual, aptitudes físicas, diplomas universitarios, eventual reciclaje en el futuro proceso normalizador.
Una vez cumplido el trámite —y siempre conforme a las disposiciones del bando—, debo deslizar el cuestionario ya completo por la puerta y aguardar a que el cancerbero me transmita la clave y el número que me asigne el ordenador: en otras palabras, el punto de destino subsiguiente a los requisitos del fichaje y evacuación. Con mis compañeros de grupo —seleccionados, como yo, según el tenor aleatorio de las respuestas— vamos a ser conducidos entonces a los camiones dispuestos al efecto y transportados con fuerte escolta a un lugar aislado y remoto.
No puedo despedirme de mi mujer ni intercambiar con ella mensaje alguno. Tampoco puedo llevar conmigo documentos, dinero, cartas ni fotografías: sólo lo estrictamente indispensable al aseo, una muda de ropa, un pequeño cesto de provisiones y, como aúlla por enésima vez el altavoz en este preciso instante, mi firme resolución de ser útil y obedecer sin rechistar a las órdenes y decretos de mis salvadores.