TRAS LAS HUELLAS DE CHARLES
LUTWIDGE DODGSON
Las dos gemelitas duermen o fingen dormir a la sombra de un abeto, vestidas idénticamente y en posturas casi simétricas: el codo y la porción superior del cuerpo reclinados en una estera, las cándidas y encantadoras cabezas sobre un puf de terciopelo. Sus cabellos, recogidos en un lazo, son de un color leonado; los botines oscuros descansan en la hierba. Sobre ésta, y en la porción de la estera visible entre sus rodillas, desdichadamente cubiertas con los pliegues de la falda, hay una raqueta y una pelota blancas. A la izquierda, en primer término, una pamela del mismo color con un gracioso y llamativo lazo negro.
Frente a un muro de viejos ladrillos, mal oculto por exigua y desmedrada enredadera, la niña se apoya en el respaldo de una silla con las manos enlazadas en actitud de plegaria. Su rostro absorto, de líneas absolutamente perfectas, expresa una seriedad y melancolía precoces mientras contempla algún objeto situado ligeramente a la derecha. Los cabellos caen en cascada sobre sus hombros y un vestido negro, muy holgado y moteado de blanco, la cubre del cuello a los pies, indultando solamente los brazos a la altura del codo. La increíble combinación de rasgos infantiles y adultos sorprende y encanta: nuestro mirón imagina la delicada terneza de sus tesoros, sin poder apartar la vista de ella.
En un sillón lleno de chucherías y adornos, la chiquita rubia, enfurruñada, le observa con expresión huraña sujetando entre las manos un caballo de cartón, como si temiera que, no contento con escudriñarla con sus ojos de sátiro, fuera además ladrón de juguetes y se dispusiera a arrebatárselo.
Recostada en la pared desconchada, los pies desnudos en el bordillo de un macizo de flores, la criatura le mira con malicia. El vestido de volantes, irregular y como desgarrado, deja al descubierto los hombros y una parte del pecho. El brazo izquierdo en jarra; el derecho, igualmente arqueado, sostiene en la palma de la mano un objeto borroso, esfuminado por la blancura del traje: una fruta, quizás una manzana, que podría dar de pronto, como un aleve y conciso proyectil, en medio de su cara congestionada. ¡En su ya larga carrera de escrutador no sería la primera vez que le acaeciera semejante percance!
Sentada en el suelo, en un rincón —como excluyendo toda posibilidad de huida—, la niña viste una especie de camisón de dormir blanco que contrasta con su cabello moreno y rizado. Su rostro soñador, las manos inmóviles en el regazo, la tela arrugada del vestido sugieren la existencia de una sensualidad incipiente, tal vez la velada invitación a un adiós todavía desconocido: algo como para robar el sueño al imaginario catador y estimular bruscamente su apetito.
Aunque ninguna de ellas ha cumplido diez años, todas muestran, a su manera, una endiablada coquetería. La belleza impúber de sus rasgos, sus gestos y ademanes armoniosos, su inocente y prodigiosa malicia embargan de dicha al espectador y lo sumen en un mar de sentimientos agitados que mezclan la noble fruición del esteta con la ya menos confesable calentura. Convocadas a uno de esos exiguos y tristes jardines públicos que suele visitar en sus paseos matinales por la ciudad, se aproximará furtivamente a ellas después de asegurarse de que ninguna de las cargantes madres acomodadas en los bancos de madera espía el tejemaneje que se trae entre piernas al amparo de su robusta y sólida gabardina.
¡Eh, chiquitas, venid a ver lo que tengo! ¿Hay alguna que quiera jugar con ella y comérsela a besos?