SER DE SANSUEÑA
Su amigo compositor había llegado a París con la diáspora hispana del 39: debía de tener entonces como unos treinta años, aunque su edad real permaneciera siempre en la bruma en razón de su coquetería en la materia y la eterna e inalterable peluca que parecía rejuvenecer con el tiempo, conforme se acentuaba el contraste con la faz de suyo marchita y la piel progresivamente arrugada. Durante la guerra había compuesto al parecer un himno a los voluntarios del frente, tal vez un oratorio para los caídos en el campo de batalla —había quien hablaba también de una canción titulada «la nana del huérfano»—, pero nadie, ni siquiera sus amigos más íntimos, habían tenido el privilegio y honor de escucharlos. El músico se ganaba la vida dando clases de idioma en una academia particular cercana a la Opera y allí le había conocido el futuro recopilador y amanuense, al varar también éste, unos lustros más tarde, en playa tan poco acogedora y amena: un melancólico profesor auxiliar para principiantes encallados en la dichosa erre, a quien el compositor, con tacto y delicadeza extraños entre sus paisanos, había confortado con su aliento y consejos durante su breve y ominosa etapa en aquel horrible lugar.
Pese a los saltos y vaivenes del recopilador-amanuense, habían seguido viéndose de vez en cuando en la tertulia de un vasto y destartalado café contiguo a la escuela: Le Napolitain. El maestro, envuelto siempre con algún impermeable o abrigo aun en los calores del verano, tenía una virtud capital a ojos de su compadre: el silencio. Durante sus apariciones en el café, permanecía obstinadamente callado después del breve y obligado intercambio de saludos de rigor: a lo sumo, contestaba a las espaciadas y en verdad poco interesantes preguntas con un monosílabo, emitía un suspiro, movía ligeramente la cabeza. Era un experto en el arte de callar y había extendido su admirable destreza al campo musical. Desde el día en que se había visto obligado a cruzar la frontera con los restos del ejército derrotado, había resuelto protestar a su manera contra aquella incalificable tropelía histórica: mientras Franco usurpara el poder no volvería a componer ni una sola nota. Su huelga artística, mantenida con voluntad inexorable, se había prolongado por espacio de treinta y cinco años. En este período, con tesón heroico, el músico había afinado maravillosamente su silencio. Las obras no escritas, sus partituras en blanco, eran un bofetón oportuno y certero en el rostro de quienes directa o indirectamente admitían, al crear, la vigencia real de un país sometido a la férula de aquel monstruoso enano. Mientras los demás ensuciaban el pentagrama con semicorcheas y fusas, doblaban la espalda, pasaban por el aro, él perfeccionaba su mutismo, enriquecía sus pausas, pulía y elaboraba la compleja y sutil arquitectura de una obra secreta, rigurosa e inflexiblemente áfona. Día tras día y año tras año, ensayaba sus movimientos con el arco del violín sin rozar jamás las cuerdas, permanecía sentado ante el piano con los brazos severamente cruzados. Su rechazo absoluto había sido escenificado en un recital de canto de la Salle Gaveau: ante la sorpresa, pasmo, estupor, consternación y furia del público, el músico había interpretado diecisiete minutos de estricto silencio, sin inmutarse por las protestas y gritos, el pataleo de la sala, la increíble barahúnda de los melómanos retrepados en sus asientos, los puños amenazadores, la deserción de un vasto sector de la concurrencia hacia la taquilla, con el obvio y mezquino propósito de exigir el reembolso de la entrada. Nuestro amanuense había permanecido en su butaca de la primera fila, disfrutando de la limpia y acendrada ejecución de la insólita partitura y, al concluir, mientras su amigo saludaba imperturbablemente al auditorio, escaso ya, pero vociferante, había prorrumpido en un frenético y sostenido aplauso, consiguiendo arrastrar con su ejemplo a un grupo de indecisos que, sin saber qué pensar de la obra titulada cabalmente «Concierto en la mayor para instrumentos de silencio», se unieron a él, con brusco y neófito entusiasmo, proclamando a voces, frente a la incomprensión de una mayoría de asistentes de gusto lamentablemente conservador y obsoleto, el valor ejemplar, innovador y revolucionario de la pieza maestra que el gran artista acababa de interpretar. Fue su última actuación, injustamente abrumada por una prensa mediocre que habló perentoriamente de tomadura de pelo; desde entonces, el músico había paseado discretamente la indemne y llamativa peluca de la academia de idiomas a su minúsculo apartamento, excepto unas breves y espaciadas visitas a la menguada y triste tertulia de Le Napolitain. Allí le había visto por penúltima vez nuestro amanuense, en completa y magistral posesión de su docto silencio, unas semanas antes de la muerte del dictador: coincidiendo con la agonía de éste, cayó enfermo, fue llevado a un hospital y perdió lentamente sus facultades, agotado quizá por su inquebrantable huelga musical. Cuando su amigo fue a visitarle el veinte de noviembre, el compositor sonreía bajo la peluca y movía penosamente los labios, como articulando las notas de su genial partitura. Al morir, en la misma hora y minuto en que los partes médicos oficiales anunciaban en Madrid el tránsito de su grotesco paisano, nuestro amanuense regresó cabizbajo y ceñudo a su casa. Llevaba siempre consigo una pequeña agenda en donde anotaba las direcciones y teléfonos de sus colegas y amigos y, en vez de tachar escuetamente, como solía, el nombre, número y señas del desaparecido, procedió a un verdadero auto de fe: la desencuadernó tras un forcejeo enérgico y, página tras página, en riguroso orden alfabético, consumó el holocausto. Las presencias más o menos familiares del pasado fueron reducidas a trizas. Había vuelto al núcleo original de su soledad: en adelante, el intercambio de notas con su mujer le bastaba. Cuando el contenido de la agenda fue sólo hojarasca, arrojó la totalidad de sus recuerdos, sin rémora alguna, a la taza del excusado.