EN SU ISLA DESIERTA
Nuestro héroe no es, no ha sido nunca un lector de ciencia ficción: le basta con hojear la media docena de diarios y revistas a los que está abonado para descubrir a cada paso abundancia de ejemplos que prueban la superioridad avasalladora de lo real respecto de una mediocre y ya otoñal inventiva. Sumergirse en aquellos es un ejercicio tan arriesgado como el de internarse en un campo sembrado de minas: el sujeto de esta historia se adentra en el universo de la modernidad incontrolada casi de puntillas, deteniéndose a respirar a cada paso, volviendo la mirada atrás como si se estuviera despidiendo del mundo y adicionando mentalmente los síntomas del absurdo y ya cercano final. El minúsculo planeta en que vive ha sido cebado de explosivos: mientras describe silenciosamente su órbita se ha transformado de forma insidiosa en un polvorín. El increíble azar que creara la vida orgánica en la casi invisible verruga que flota en una asfixiante densidad de galaxias está a punto de abolirse. El microcosmos del Sentier, el microcosmos de su propia vida se prolongan sin saberlo en un estado de angustiosa precariedad: el de una sentencia capital provisionalmente suspendida. En su celdilla de la Rue Poissonnière —emulando a aquellos monjes proféticos que codificaban la enciclopedia de conocimientos de su época en las inmediaciones del milenio—, el amanuense alterna sus cartas y mensajes de amor a Agnès, Katie, Magdalen o las gemelitas con avisos anónimos dirigidos a los periódicos como otros tantos manuscritos embotellados de un náufrago en alta mar. Con el despego que le procura su voluntaria marginalidad, se esfuerza en amenizar con chistes y advertencias burlonas la helada irrevocabilidad del diluvio que se avecina.