PROGRESIÓN GEOMÉTRICA
El ratoncillo escapado de la manga de nuestro héroe ha encontrado pareja: al regreso de éste al hogar, después de uno de sus parasitarios e inútiles vagabundeos por el Sentier, hallará la escalera revolucionada. Alguien, un inquilino, acaba de descubrir una inquieta carnada de múridos en la caja del ascensor y, al dirigirse a la portería a denunciar tan pavoroso hecho, ha tropezado con una espeluznada vecina huida del sótano, con el rostro demudado por el terror. La revelación de cuanto ha visto —manifiesta, por otra parte, en la febril contracción de sus rasgos y espasmódico temblor de sus miembros— no requiere formulación alguna: media docena de activos y diminutos roedores motean de blanco su falda y retozan burlones sobre sus cabellos. Simultáneamente, por un inexplicable fenómeno de contagio ambiental o generación espontánea, infinidad de crías han surgido de golpe en los apartamentos superiores y, aprovechando los gritos y estampida de sus moradores, asoman sus cabecitas traviesas por puertas y pasillos, se adueñan de dormitorios, cocinas, salones y comedores, escurren veloces por entarimados y alfombras, corretean juguetonamente por el vestíbulo. Los chillidos y maldiciones de los fugitivos congregados en la calle se mezclan con los de quienes, procedentes de inmuebles contiguos, han abandonado también precipitadamente sus bienes y enseres a la súbita e incontenible marea de aquellos odiosos bichos. Con la misma ominosa facilidad con la que un técnico nuclear pulsa el botón destinado a poner en marcha el mecanismo desintegrador de toda especie de vida orgánica en un radio aproximado de doscientas millas cuadradas, el ademán inconsiderado de nuestro héroe de desprenderse del ratoncito culpable durante la breve y frustrada comunicación con su esposa en el ascensor ha desencadenado un acelerado e irreversible dispositivo proliferante que infectará en unos minutos el barrio entero. Mientras ciudadanos armados de escobas, bastones y toda clase de objetos contundentes se enfrentan como pueden a la invasión y con soberbia indiferencia de kamikaze una verdadera turba de animalillos se cuela por entre los automóviles atascados en la calzada y procede a roer con sus minúsculos incisivos la goma de los neumáticos, mozalbetes oscuros y agitanados, de clara estirpe tercermundista, recogen los pequeños cadáveres amontonados en arroyos y aceras y los ensartan en alambres hasta formar vistosos collares destinados al consumo turístico; otros, más desvergonzados todavía, los espetan en broquetas morunas y los venden asados, como en Calcuta, en los sombrajos y tenderetes del bulevar. Cuando el solitario amanuense se dirija a su celda procurando sortear con risible finura de saltacharquitos las bestezuelas que pululan en la moqueta, meditará con la melancolía de nuestros primeros padres —ahítos también del agridulce sabor de la manzana— sobre las secuelas imprevisibles de su pasión por Agnès. Únicamente el estudio en donde perpetra sus escritos parece haberse librado de la plaga: asomado a la ventana desde la que habitualmente contempla la panorámica de chimeneas y tejados grises del barrio, sonreirá finalmente a la vasta blancura, la increíble nevada de ratoncitos que, como el aprendiz de brujo de la leyenda, ha suscitado con su senil intemperancia y desidia sobre la menesterosa y consternada ciudad.