LAS LÁGRIMAS DE POLONIA
A veces, la nostalgia. Recordar sus buenos tiempos de gacetillero, precipitarse a cubrir, con un bloc y un bolígrafo, la noticia del día: ¿Un atentado de los Comandos Secretos contra el Genocidio Oteka? ¿Un rapto espectacular de los Maricas Rojos? ¿Una conferencia de prensa del Gaffo? ¿Un amor contrariado de Julio Iglesias? No: ¡una manifestación! ¡Los anhelos de libertad del pueblo polaco han sido una vez más anegados en sangre! ¡Un brusco y violento zarpazo del oso polar ha dado de nuevo al traste con nuestros sueños de una sociedad regida al fin por un modelo socialista justo y democrático! Sin saber bien por qué, el triste apátrida de la Rue Poissonniére ha recibido una invitación telegráfica al acto de protesta contra la instauración de la ley marcial en Varsovia: a la noble y altruista expresión de solidaridad del mundo cultural parisiense con la perseguida y silenciada intelligentzia de orillas del Vístula. Su inveterado egoísmo, el duro e insensible caparazón de escamas formado por un cuarto de siglo de mítines y marchas contra Franco y Pinochet, pro Argelia y Vietnam, Hungría, Checoslovaquia, Afganistán, El Salvador o Argentina, nos hacen temer por un momento que el telegrama, enviado probablemente por error a su domicilio —su nombre ha sido borrado desde hace años de la lista de corresponsales en activo—, no vaya a parar —como tantas otras solicitudes y llamamientos a su embotada conciencia poli tica y moral— al cesto de los papeles: que, en vez de proclamar su santa cólera contra unos abusos y tropelías que ofenden e indignan a la humanidad entera, se prepare, con delectación sibarita, a una nueva y fantasiosa sesión de iconografía con las gemelitas o Agnés. Por fortuna para nosotros y los posibles lectores de estas páginas —a quienes tan escandalosa conducta sublevaría con razón, barriendo así los últimos vestigios de indulgencia y conmiseración por tan miserable y ruin personaje—, el apático e impasible sujeto conserva con todo un pequeño rescoldo de magnanimidad. Después de vacilar unos minutos —el tiempo de orinar como siempre en el lavabo, limarse las uñas, cerciorarse ante el espejo de que no le ha crecido una verruga y contemplar desde la ventana de su estudio el casquete de mazapán de la Ópera— le vemos prevenir por escrito a la invisible esposa su gallarda resolución de protestar. La gabardina y sombrero de fieltro con que habitualmente se identifica no serán vistos esta tarde por la Rue de la Lune, la Place du Caire o la Porte Saint Denis; una vez en la calle, ocupada todavía por los forofos del proyecto de sociedad disneyana, torcerán a la izquierda de la taquilla del Rex y recorrerán sin prisas la caleidoscópica acera del bulevar: babel lingüístico, inmediatez física, pomo y karate en sesión continua, superposición de movimientos y gestos, febrilidad, efervescencia, desorden. La Ciudad —esa Ciudad única y total, mezcla creadora y bastarda de las ciudades que conoce y ama, en la que no deja de pensar en el curso de sus interminables paseos— parece impulsarle por sus venas y arterias, orientarle a los centros nerviosos que condensan su ritmo incesante y actividad. Mientras acude a manifestar por Polonia —la martirizada Polonia, objeto ya de sus cuitas y oraciones, cuando vestía calzones cortos y llevaba una cartera a la espalda: una imagen sublime y ridícula para quienes le conocen hoy—, manifiesta en realidad por esa Medina no aséptica ni higienizada en la que la calle es el medio y elemento vital, un escenario dotado de figuras y signos donde metecos e ilotas, forasteros e indígenas aprovechan gozosamente el espacio concedido a sus cuerpos para tejer una red de relaciones y deseos exuberante y feraz; por la emergencia, en las perspectivas cartesianas y ordenadas de Haussmann, de brechas y fragmentos de Tremecén y Dakar, El Cairo y Karachi, Bakomo y Calcuta; por un BerlinKreuzberg que es ya un Estambul del Spree y una Nueva York colonizada por boricuas y jamaiquinos; por un futuro Moscú de uzbecos y chinos y una Barcelona de tagalos y negros, capaces de recitar de memoria, con inefable acento, la Oda patriótica de Maragall.