65.

Eran las doce en punto cuando llamaron a la puerta del piso. El padre saltó de alegría y agarró su maleta. ¡Su hijo había vuelto! Había aguantado bien todas esas semanas aunque no tenía noticias de Werner, ni postales, nada; semanas, quizás meses, ya no sabía. Había hecho un esfuerzo por no inquietarse y por conservar la moral; se había informado lo mejor que pudo del desarrollo de la guerra en el Pacífico, que su hijo dirigía desde Ginebra. Le había esperado, fiel. Cuando había tenido que salir, no había cerrado la puerta con llave. Qué alegría, ¡qué inmensa alegría volver a ver a su hijo! «¡Paul-Émile!», gritó el padre precipitándose para abrir mientras agarraba su maleta con fuerza. «¡Paul-Émile!», exclamó de nuevo mientras giraba el pomo, feliz. Pero su rostro se paralizó al abrir: ninguno de los hombres del descansillo era su hijo. El padre los miró fijamente, con la decepción clavada en el vientre.

—Buenos días, señor —dijo el de más edad.

El padre no respondió. Lo que quería era a su hijo.

—Me llamo Stanislas —continuó el que había hablado—. Pertenezco al ejército británico.

—Adolf Stein —encadenó el segundo—. También del ejército británico. Mis respetos, señor.

El rostro del padre recuperó inmediatamente el color.

—¡Magnífico! ¿Los ha enviado mi hijo? Claro, lo comprendí nada más verlos. ¡Menuda cara traen! ¿Vienen de Ginebra? ¿Dónde está mi hijo, entonces? ¿Viene para acá? Tengo lista la maleta. El tren de las dos, no lo he olvidado.

Doff miró a Stanislas; no entendían nada, pero el padre parecía tan contento… Era algo inesperado para ellos.

—Entren, entren, señores. ¿Quieren comer?

—No lo sé… —respondió Stanislas.

Doff no dijo nada.

—¿Cómo que no saben? Eso quiere decir que tienen hambre, ¡no teman molestar! Estos ingleses, siempre tan educados. Una nación formidable, sí señor. Vamos, no sean tímidos. Entren, espero que haya bastante, no había previsto que fuesen dos.

Los dos visitantes se dejaron guiar por el padre.

—¿A qué hora viene Paul-Émile?

Doff y Stanislas volvieron a callar, estupefactos, al principio sin encontrar fuerzas para responder. Después Stanislas articuló:

—Paul-Émile no vendrá, señor.

La decepción se dibujó en el rostro del padre.

—Ah, bueno… Es una lástima… No consigue sacar tiempo. Es por culpa del Pacífico, ¿verdad? Maldito Pacífico, a ver si los americanos pueden arreglárselas solos.

Los dos agentes se miraron, perplejos, mientras el padre desaparecía un instante en la cocina, para volver con un plato y cubiertos adicionales.

—No puedo… —murmuró Doff a Stanislas—. Es demasiado difícil… No puedo.

—¡A comer! —llamó el padre, con una bandeja humeante en las manos.

Se sentaron a la mesa, pero Doff, devastado ante la idea de lo que iban a hacerle a ese padre, se levantó de pronto.

—Discúlpeme, señor, pero… me ha surgido una urgencia. Acaban de llamarme. Es una falta de educación por mi parte marcharme así, pero se trata de algo excepcional.

—¡Una urgencia excepcional! ¡No hay problema! —exclamó, vivaracho, el padre—. ¡Es normal! ¡Ya estoy acostumbrado con lo de Paul-Émile en el Pacífico! La guerra es algo serio, día y noche. Hay que ser flexible.

Doff se volvió hacia Stanislas, avergonzado por su cobardía, pero su compañero, con una señal de la cabeza, le tranquilizó: él se encargaría de anunciarle la noticia.

—¿Estará usted de vuelta para el postre? ¿O para el café?

—Seguramente… En caso contrario, ¡no me esperen!

No volvería nunca.

—En cuanto al café, no tengo más que del falso, claro está. ¿Le parece bien?

—Sí, falso, auténtico, ¡cualquier cosa estará bien!

Y salió a toda prisa del piso.

Bajó las escaleras a trompicones. Se sentó en los primeros peldaños, junto a la entrada; en el chiscón, la portera le miraba fijamente.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Teniente Stein, ejército británico.

Se presentó como militar para que le dejase en paz.

—Disculpe, oficial. Es que a veces entra algún merodeador.

Doff no escuchaba; se arrepentía de haber dejado que Stanislas cumpliera solo aquella insoportable misión.

La portera seguía mirándole; no hablaba, pero su sola presencia le molestaba, quería estar solo. Enseñó su carné.

—Ejército británico le he dicho. Puede volver al trabajo.

—Estoy descansando.

Suspiró. Ella continuaba vigilándole, intrigada. Acabó preguntando:

—¿Es usted agente inglés? ¿Como Paul-Émile?

El rostro de Doff se oscureció de pronto.

—¿De qué está hablando?

—¡Oh, no quiero problemas! Solo me preguntaba si estaba en el mismo servicio que el pequeño Paul-Émile… Eso es todo.

Doff se quedó de piedra: ¿cómo sabía la portera el vínculo entre Palo y los servicios secretos? La mujer ya entraba en la portería, pero él se levantó.

—¡Espere! ¿Qué sabe usted de Paul-Émile?

—Sé lo que tengo que saber. Quizás más que usted… Ha vivido siempre aquí, con sus padres. A la muerte de su madre, incluso llegué a ocuparme un poco de él. El padre no debe de recordarlo, porque ya no me da aguinaldo. El pobre está perdiendo la cabeza… Después de lo que pasó con su hijo, es normal, pensará usted.

Doff frunció el ceño. ¿Cómo diablos sabía lo de Palo, si ni siquiera el padre parecía estar al corriente?

—¿Y qué pasó con Paul-Émile?

—Bueno, ya debe de haberse enterado, si está usted aquí. Porque es usted un agente como él, ¿no?

—¿Quién le ha contado todo eso?

—Bueno, lo dijo el alemán. Cuando detuvieron a Palo, aquí. En este pasillo. El alemán dijo a Paul-Émile: «Sé que es un agente británico». Entonces, como usted me ha dicho que está en el ejército de los Rosbifs, he pensado que conocería a Paul-Émile. Eso es todo.

A Doff le asaltaban las preguntas: ¿la portera había visto a Palo allí? ¿Con un alemán? Así que Palo había venido a París a ver a su padre… Pero ¿por qué? Doff pensó un instante en ir a buscar a Stanislas, y después cambió de idea. Propuso a la portera entrar en la portería para poder hablar con más tranquilidad; ella estaba encantada de que alguien se interesara por fin en ella, y además un atractivo soldado.

Doff se sentó y la portera, excitada, le ofreció café auténtico que guardaba para las grandes ocasiones. Le parecía que el militar era un hombre muy guapo: tenía una voz profunda, era encantador. Y encima, teniente del ejército de Su Majestad. Era mucho más joven que ella, que podía ser su madre, pero también sabía que los jóvenes sienten especial predilección por las mujeres maduras. Se encerró un instante en el cuarto de baño.

—Hay que ver lo bien que hablan francés los ingleses… —declaró el padre, al que ya le había parecido asombroso el buen francés de Werner.

Stanislas no reaccionó. Continuaron comiendo en silencio. Primero el plato principal, luego el postre. El padre no volvió a hablar hasta que terminaron.

—Y bien, dígame… ¿Por qué está usted aquí?

—Para hablar de su hijo. Tengo una mala noticia, señor.

—Ha muerto, ¿verdad? —dijo el padre de pronto.

—Sí.

Se lo estaba imaginando desde que ellos habían aparecido. O quizás desde siempre. Los dos se miraron fijamente. Su hijo había muerto.

—Lo siento, señor —murmuró Stanislas.

El padre permaneció impasible. El tan temido día había llegado: estaba muerto, ya no volvería. Ninguna lágrima rodó sobre el rostro del hombrecillo, ningún grito salió de su boca. Todavía no.

—¿Qué sucedió?

—La guerra. Siempre esta maldita guerra.

La cabeza del padre se giró hacia él.

—Hábleme de mi hijo, oficial. Hábleme de mi hijo, hace tanto tiempo que no lo he visto, tengo miedo de haber olvidado todo.

—Su hijo era valiente.

—¡Sí, valiente!

—Un gran soldado. Un amigo fiel.

—¡Fiel, siempre fiel!

—Le llamábamos Palo.

—Palo… ¡Qué bonito!

El padre sentía cómo el nudo insoportable del duelo se cerraba en torno a su cuerpo, poco a poco. Apenas podía respirar, como si pronto el mundo se fuese a detener por completo. Una larga fila de lágrimas rodó por sus mejillas.

—¡Siga hablando, oficial! ¡Siga! ¡Siga!

Y Stanislas se lo contó todo. Le habló de las escuelas, de Wanborough Manor, Lochailort, Ringway, Beaulieu. Le habló del grupo, de las extravagancias de Gordo, de los momentos difíciles pero llenos de coraje. Le contó los tres años que habían pasado juntos.

—¿Y también estaba Laura, su novia? —preguntó de pronto el padre.

Stanislas detuvo su relato en seco.

—¿Cómo conoce usted a Laura?

—Paul-Émile me lo contó.

El viejo piloto abrió los ojos como platos.

—¿Cómo pudo contárselo?

—Me habló de ella cuando vino aquí.

Stanislas no salía de su asombro.

—¿Vino aquí? ¿Cuándo?

—En octubre, el año pasado.

—¿Aquí? ¿En París?

—Sí, sí. ¡Qué alegría volver a verle! Era un bonito día. El más bonito. Vino para que nos marchásemos juntos. Pero no le seguí. Quería esperar un poco. Hasta el día siguiente al menos. Habíamos quedado en que volvería, pero no volvió.

Stanislas se dejó caer hacia atrás, contra el respaldo de la silla. ¿Qué había hecho Palo? ¿Había venido a ver a su padre? ¿Había venido a París para ver a su padre? ¿Había comprometido la seguridad de sus compañeros por ver a su padre? Pero ¿por qué, Dios mío, por qué?

Las lágrimas caían por el rostro del padre, pero su voz seguía siendo digna.

—Sabe, no me preocupaba. No demasiado. Gracias a sus postales.

—¿Sus postales?

El padre sonrió tristemente.

—Tarjetas postales. ¡Y qué postales! Siempre tan bien elegidas.

Se levantó y fue a buscarlas a la chimenea. Las extendió sobre la mesa, delante de Stanislas.

—Cuando me anunció su partida, era… —reflexionó un instante— septiembre del 41. Le pedí que me escribiese. Para tener menos miedo por él. Y cumplió su promesa. ¿Ha dicho usted fiel? Ese era él: fiel.

Stanislas, atónito, leía una a una las postales, con el pulso tembloroso. Las había a decenas, aunque en su mayor parte eran de Kunszer. Pero eso Stanislas no lo sabía. Lo que constataba era que Palo había violado todas las reglas de seguridad; conocía las consecuencias, pero eso no le había detenido.

—¿Cómo llegaron estas postales?

—Aparecían en mi buzón. Sin sello, en un sobre. Como si alguien las hubiese dejado allí…

¡Palo! ¡Qué había hecho! Stanislas sintió ganas de derrumbarse de desesperación: el que había considerado como a un hijo los había traicionado; ni siquiera su Palo había sido un Hombre. Temblaba al pensarlo. Palo había vuelto a París para ver a su padre. La Abwehr seguramente le esperaba; debían de haberlo seguido, y había arrastrado a Faron en su caída. Y Laura, embarazada. Se los había puesto en bandeja a los alemanes. ¿Debía llamar a Doff? No. Nunca. Ni Doff ni nadie podía saberlo jamás. Aunque solo fuese por Philippe, para que no sintiese vergüenza de su padre, como él mismo ahora. Ya no sabía qué pensar. ¿Debía renegar de aquel a quien había querido como a su propio hijo?

—¿Dónde quería llevarle Palo? —preguntó Stanislas.

—A Ginebra. Decía que allí estaríamos a salvo.

—¿Por qué no se fueron?

—Yo no quería marcharme de inmediato. No de aquel modo. Quería decir adiós a mi piso. A mis muebles. Como ya le he dicho, habíamos quedado aquí, el día siguiente. Para comer y coger después el tren de las dos. Hasta Lyon. Y le esperé, Dios mío, cuánto le esperé. Nunca volvió.

Stanislas miró al padre, que sollozaba. Pero no le daba pena. Su hijo había venido a buscarle en el momento más crítico de la guerra, y el padre había preferido decir adiós a sus muebles. En el fondo, Stanislas esperaba que Palo hubiese sido arrestado ese día. Esperaba que no hubiese sido al día siguiente, al volver con su padre para intentar convencerle de que se fuesen. Aquello habría significado que Palo no era capaz de rebelarse contra su padre. La indispensable rebelión del hijo frente a su padre. Sin duda a Palo le habían dado miedo los peores últimos días: los últimos días de su padre. Pero los últimos días de nuestros padres no debían ser de tristeza, sino de futuro y de permanencia. Porque durante el último día de su padre, Palo estaba empezando a andar el camino para ser padre él mismo.

—¿Qué va a ser de mí ahora? —se desesperó el padre, que ya no quería vivir.

—Palo ha tenido un hijo.

El rostro del padre se iluminó.

—¿Con Laura?

—Sí. Un precioso varón. Tiene casi seis meses.

—¡Eso sí que es una buena noticia! ¡Soy abuelo! Es un poco como si mi hijo no hubiese muerto, ¿verdad?

—Sí. Un poco.

—¿Y cuándo podré ver a ese niño?

Stanislas mintió:

—Un día… pronto… En este momento está en Londres, con su madre.

Laura no debía conocer al padre. No debía saber nunca lo que había hecho Palo. De vuelta al hotel, le mentiría, le diría que ya no había padre, haría lo que fuese, llegaría a un acuerdo con Doff, sin explicarle tampoco nada, porque nadie debía saberlo nunca. Y, si era necesario, mataría al padre para mantener el secreto. Sí, ¡lo mataría si fuese necesario!

—Cuénteme los detalles de esa historia —ordenó Doff a la portera cuando por fin volvió, con una bandeja, la cafetera y galletas.

Notó que se había perfumado.

—¿Los detalles de qué? ¿De la muerte de la madre?

—¡No! De esa historia con el alemán. Haga memoria, es importante.

La portera se estremeció de excitación; ¡tenía una conversación importante!

—Fue hace un año, capitán. En septiembre, recuerdo bien el día. Yo estaba en mi sillón, ese sillón. Sí, eso es.

—¿Y después?

—Escuché algo de jaleo en el pasillo, allí, justo delante de la portería. Sabe, coronel, los muros de esta casa son delgados, y la puerta es como de cartón. Cuando el portal del edificio se queda abierto mucho tiempo en invierno, siento el viento y el frío que se cuelan en mi salón, sí señor, como de cartón.

—Así pues, escuchó ruido en el pasillo…

—Exactamente. Voces de hombres, en francés y en alemán, ni siquiera me hizo falta pegar la oreja a la pared. Entonces abrí la puerta, muy suavemente, diría que apenas la entreabrí, quiero decir, lo justo para ver… Lo hago a menudo, no para espiar, sino para asegurarme de que no hay merodeadores. Así que miré y reconocí al pequeño Paul-Émile al que hacía tanto tiempo que no veía. Y después vi también a un hombre que le apuntaba con un arma, un tipo repugnante al que ya conocía porque había venido a hacerme preguntas, aquí.

—¿Qué tipo de preguntas?

—Preguntas sobre Paul-Émile, su padre, y sobre Ginebra.

—¿Ginebra?

—Porque el hijo estaba en Ginebra, en la banca. De director, creo. Pero yo no le dije gran cosa, lo suficiente como para que me dejase en paz.

—Pero ¿quién era ese tipo?

—Un policía francés, dijo la primera vez. Aunque después, cuando volví a verle en el pasillo, con su pistola y hablando en su frisón con otros dos tipos que no había visto nunca, comprendí que era alemán.

—¿Sabe su nombre? —le interrumpió Doff, quien, en aquel momento, había empezado a tomar notas en un cuadernillo de piel verde.

—No.

—Bueno. Continúe…

—Después, mi general, ese sucio alemán metió a Paul-Émile en el cuarto de la basura, justo a la izquierda de la entrada. Ya no podía verle, pero oí cómo le daba una paliza, y le decía que eligiera. Decía —imitó un grosero acento germánico—: «Sé que es usted agente inglés, y que hay otros agentes en París, tendrá que elegir». Dijo eso más o menos, pero sin acento, porque hablaba francés sin acento, y de hecho por eso nunca desconfié cuando dijo que era policía francés.

—¿Elegir qué?

—Si Paul-Émile hablaba, el alemán no haría daño a su padre. Si no hablaba, el padre terminaría como un polaco, o algo así.

—¿Y?

—Habló. No lo oí todo, pero Paul-Émile habló, y se lo llevaron. Y ese sucio alemán volvió a menudo por aquí. No me pregunte la razón, porque no sé nada, pero en todo caso sé lo que he visto. Luego, en el momento de la Liberación, desapareció, evidentemente.

Doff se quedó sin habla: Palo había entregado a Faron, había entregado a Laura. A su amada. No, era imposible… ¿Cómo había podido enviar a Laura a la muerte? ¡Qué caos había generado Palo viniendo aquí! ¿Y por qué? Doff decidió que nadie debía saberlo nunca, ni Stanislas ni nadie. Guardaría el secreto toda su vida; Philippe no sabría la verdad sobre su padre.

Se sentía mal, tenía calor, le dolía la cabeza; se levantó con un brusco impulso, y a punto estuvo de derribar la bandeja y el café auténtico que no había bebido.

—¿Ya se va, mi general?

Doff miró seriamente a la portera.

—¿Ha contado ya esta historia a alguien aparte de a mí?

—No. Ni siquiera al padre. Tenía demasiado miedo del alemán, que volvía una y otra vez.

—¿Sabe usted guardar un secreto?

—Sí.

—Entonces no hable a nadie de esto. Nunca, a nadie. Olvídese de esta historia, llévesela a la tumba… Es secreto de Estado, secreto mundial.

Ella intentó protestar en vano; Doff adoptó un tono autoritario y amenazador, y articuló lentamente:

—Debe guardar el secreto. Si no, ¡la haré fusilar por alta traición!

Ella abrió los ojos como platos, horrorizada.

—¡Pum! —gritó Doff imitando la ejecución, los dedos en forma de pistola—. ¡Pum! ¡Pum!

Ella se sobresaltó con cada detonación. El alemán le había hablado igual, un año antes. Decididamente, los militares eran unos tipos asquerosos.

Stanislas bajó las escaleras y salió del edificio. Sobre la acera, Doff fumaba un cigarrillo mientras le esperaba. Se miraron y suspiraron a la vez.

—Ya está —dijo Stanislas.

—Ya está —respondió Doff.

Silencio.

—¿Cómo se ha tomado la noticia?

—Lo aguantará…

Doff asintió con la cabeza.

—Sabes, Stan, creo que voy a cerrar el caso… Ya está dicho todo, no necesitamos volver por aquí. Es culpa del destino.

—Sí, sí, cerrar el caso. Culpa del destino. Nada que añadir, y no volver por aquí. Maldita guerra…

—Maldita guerra.

Dieron unos pasos en dirección al Sena.

—Vaya con Palo. Un auténtico héroe, ¿verdad? —añadió Stanislas.

—Claro, un héroe.

No volvieron directo al hotel. Necesitaban tomar un trago.