50.

En Chelsea, la noticia del embarazo dividió el hogar de los Doyle, que la guerra ya había puesto duramente a prueba. Laura se había decidido a anunciarlo a sus padres; estaba embarazada de cinco meses, ya no podía ocultarlo.

Era una tarde de domingo. Stanislas y Doff la habían llevado en coche para darle su apoyo. La esperaron en un camino cercano, fumando. Y volvió con el rostro arrasado por las lágrimas.

Richard Doyle se había tomado muy mal la noticia; no quería oír hablar de un bastardo en la familia, el bastardo de un muerto, además. Un bastardo era algo sucio, algo que haría que se hablara de ellos de forma negativa, y quizás hasta perdiera la confianza de sus banqueros. Un bastardo. Las criadas sin cabeza hacían bastardos en sus cuartuchos con hombres que no volverían a ver; después acababan de putas para poder criar a su aborto. No, a Richard Doyle le parecía que su hija no se portaba correctamente al quedarse embarazada del primero que pasaba.

Al escuchar las palabras de su padre, Laura se había levantado, con gesto adusto.

—No volveré nunca por aquí —había dicho con calma.

Y se había ido.

—¿Un bastardo? —había gritado France cuando Laura se había ido—. ¡El hijo de un valiente soldado, querrás decir!

Richard se había encogido de hombros. Conocía el mundo de los negocios, era un mundo difícil. Esa historia del bastardo le causaría problemas.

Desde ese domingo, Richard y France dejaron de dormir juntos. France pensaba a menudo que, si Richard hubiese sido un hombre bueno, le habría revelado el secreto de Palo y de su hija, pero no merecía saber en qué forma su hija honraba su apellido. Y a veces, en accesos de furia, pensaba que hubiese preferido que Richard muriese y Palo viviera.

Como Laura ya no iba a Chelsea, France empezó a visitarla en Bloomsbury. Laura vivía sola desde la partida de Gordo, Claude y Key, pero Stanislas y Doff velaban por ella. Le llevaban la cena, realizaban sus compras y no paraban de hacerle regalos para el futuro niño, que apilaban en la habitación de Gordo. Habían decidido que el cuarto de Gordo se convertiría en el cuarto del bebé. Gordo estaría sin duda encantado; iría a dormir con Claude, que tenía la habitación más grande y seguramente estaría de acuerdo.

A France Doyle le gustaba ir al piso de Bloomsbury, sobre todo los fines de semana. Mientras charlaba con su hija en el salón, Doff y Stanislas se afanaban preparando la habitación del niño, entre pintura y telas. Los dos hombres pasaban muchas horas en Baker Street, pero se las arreglaban para liberarse cuando Laura estaba de permiso, para que no se quedase sola.

Después de Ringway, Key y Rear reanudaron los entrenamientos intensivos en las Midlands, con su comando. En una propiedad inmensa que parecía una granja, siguieron una formación especializada en tiro y desactivación de minas.

En el sur de Francia, Claude se había unido al maquis. Era la primera vez que veía un maquis; le sorprendió la juventud de los combatientes, y se sintió menos solo. Estaban bien organizados y eran muy valientes. Aunque habían sufrido la crudeza del invierno, la llegada inminente de la primavera y los días calurosos les devolvía el vigor. A la cabeza del maquis, un treintañero algo alocado, llamado Trintier, dio una calurosa bienvenida a Claude y, aunque este último tenía diez años menos que él, se puso a sus órdenes. Pasaban juntos muchas horas, aislados, poniendo en marcha las consignas de Londres. El objetivo, para apoyar Overlord, era frenar el traslado hacia el norte de las unidades alemanas.

Gordo se alojaba en un pequeño edificio, muy cerca del mar, en una diminuta ciudad del noroeste de Francia. Se había unido a un grupo de agentes en cuyo seno era el único en realizar actividades de propaganda negra, ayudado a veces por algunos miembros de la Resistencia. Por primera vez desde el inicio de la guerra, pensaba en sus padres. Su familia era originaria de Normandía, sus padres vivían en las afueras de Caen: se preguntaba qué habría sido de ellos. Estaba triste. Para infundirse valor, se acordaba del hijo de Laura y pensaba que quizás había nacido para velar por ese niño.

Había oído decir a los otros agentes que había un burdel en una callejuela cercana, frecuentado por oficiales alemanes. Todos se habían preguntado si no debían planificar allí un atentado. Pero Gordo se preguntaba más bien si no debía ir a buscar un poco de amor. ¿Qué diría Laura si supiese que se libraba a ese tipo de actividades? Una tarde, cedió a la desesperación: le hacía tanta falta un poco de amor…

El 21 de marzo, el día de la primavera, Kunszer convocó a Gaillot en el Lutetia. Le hizo entrar en su despacho. Hacía mucho tiempo que no se veían.

Gaillot estaba encantado de que lo recibiera en el cuartel general, era la primera vez; y esa alegría no extrañó a Kunszer. Si Gaillot se hubiese ofuscado por tener que entrar en los despachos de la Abwehr a la vista de todo el mundo, eso lo habría salvado, porque por lo menos habría hecho de él un buen soldado. Si en el primer contacto, tres años antes, Gaillot se hubiese negado a colaborar, si hubiese sido necesario amenazarle y obligarle, eso lo habría salvado, porque al menos habría sido un buen patriota. Pero Gaillot no era otra cosa que un traidor a su patria. A su patria, a su única patria, la había traicionado. Y, por ese motivo, Kunszer lo detestaba: representaba a sus ojos lo peor que aquella guerra podía producir.

—Me hace mucha ilusión estar aquí —declaró Gaillot, muy contento, al entrar en el despacho.

Kunszer le miró sin responder. Cerró la puerta con llave.

—¿Qué tal va la guerra? —preguntó el visitante para romper el silencio.

—Muy mal, vamos a perderla.

—¡No diga eso! ¡Hay que mantener la esperanza!

—¿Sabe, Gaillot, lo que le van a hacer cuando hayan ganado la guerra? Le matarán. Y siempre será menos duro que lo que nosotros mismos hemos hecho.

—Me marcharé antes.

—¿Y adónde?

—A Alemania.

—A Alemania… ja. Mi querido Gaillot, Alemania va a ser arrasada.

Gaillot se quedó mudo, atónito. Era importante que Kunszer fuese optimista. Se animó de nuevo cuando el alemán le dio una palmadita en el hombro como a un viejo amigo.

—Venga, Gaillot, no se preocupe, vamos a ponerlo a salvo.

Gaillot sonrió.

—Brindemos. Por el Reich —propuso Kunszer.

—¡Sí, brindemos por el Reich! —exclamó Gaillot como un niño.

Kunszer instaló a su visitante en un cómodo sillón, y se volvió hacia su mueble bar. De espaldas al francés, vertió agua en un vaso, como si fuese alcohol, y añadió el contenido de un frasco opaco: una materia blanca y granulosa que parecía sal. Cianuro potásico.

—¡Salud! —exclamó Kunszer entregando el vaso a Gaillot.

—¿Usted no bebe?

—Más tarde.

Gaillot no se ofendió.

—¡Por el Reich! —repitió una última vez antes de vaciar el vaso de un trago.

Kunszer observó a su víctima hundida en el sillón, le daba pena. Quizás sufriría convulsiones; después su cuerpo quedaría paralizado, sus labios y sus uñas se volverían violeta. Antes de que su corazón dejase de latir, Gaillot permanecería consciente unos minutos, rígido como una estatua. Una estatua de sal.

El francés, lívido, parecía ya inmovilizado, respirando con dificultad. Entonces Kunszer abrió su armario secreto y sacó su Biblia. Y mientras el traidor moría lentamente, le leyó los versículos de Sodoma y Gomorra.