2.
Las noches de insomnio, Palo abandonaba el dormitorio donde sus camaradas, agotados por el entrenamiento, dormían a pierna suelta. Deambulaba por el caserón glacial, en el que el viento se colaba como si no hubiese puertas ni ventanas. Se sentía como un fantasma escocés, el francés errante; pasaba por la cocina, por el comedor, y luego por la gran biblioteca; miraba su reloj, después los de la pared, contando cuánto tiempo faltaba para salir a fumar con los demás. A veces, para librarse de los pensamientos más tristes, pensaba en algún chiste para divertirse a sí mismo y, después, si le parecía bueno, lo anotaba para contárselo al resto al día siguiente. Cuando ya no sabía qué hacer, iba a echarse agua sobre las agujetas y las heridas, y junto al lavabo recitaba su nombre de pila, Paul-Émile, Palo, como le llamaban aquí, donde casi todos habían adoptado un mote. Nueva vida, nuevo nombre.
Todo había empezado en París meses antes, cuando en dos ocasiones, junto a uno de sus amigos, Marchaux, había pintado cruces de Lorena sobre un muro. La primera vez había ido todo bien. Así que lo repitieron. La segunda expedición había tenido lugar al atardecer, en una callejuela. Marchaux vigilaba mientras Palo pintaba hasta que, en plena acción, había notado cómo una mano lo agarraba del hombro y gritaba: «¡Gestapo!». Sintió cómo su corazón dejaba de latir, se volvió: un tipo grande le agarraba firmemente con una mano y a Marchaux con la otra. «Estúpidos niñatos —había escupido el hombre—, ¿queréis morir por una pintada? ¡Las pintadas no sirven para nada!». Aquel tipo no era de la Gestapo. Al contrario. Marchaux y Palo lo volvieron a ver en dos ocasiones. La tercera reunión tuvo lugar en la trastienda de un café en Batignolles, con un hombre al que nunca habían visto antes, aparentemente inglés. El hombre les había explicado que buscaba franceses valientes, dispuestos a unirse al esfuerzo de guerra.
Así fue como se marcharon. Palo y Marchaux. Una red de colaboradores les ayudó a llegar a España, a través de la zona Sur y los Pirineos. Marchaux decidió entonces desviarse y pasar por Argelia. Palo quería continuar hasta Londres. Se decía que allí era donde se jugaba todo. Siguió hasta Portugal y después a Inglaterra, en avión. A su llegada a Londres, había recalado en el centro de interrogatorios de Wandsworth —parada obligatoria para los franceses que desembarcaban en Gran Bretaña— y junto a todos los cobardes, valientes, patriotas, comunistas, brutos, veteranos, desesperados e idealistas, había desfilado ante los servicios de reclutamiento del ejército británico. La Europa fraternal se hundía, como un barco construido a toda prisa. La guerra duraba ya dos años, en las calles y en los corazones, y a esas alturas cada uno miraba por su propio interés.
No permaneció mucho tiempo en Wandsworth. Lo condujeron inmediatamente a Northumberland House, un antiguo hotel situado al lado de Trafalgar Square y requisado por el Ministerio de Defensa. Allí, en una habitación desnuda y glacial, había mantenido largas entrevistas con Roger Calland, francés como él. Las entrevistas se escalonaron durante varios días: Calland, psiquiatra de profesión, se había convertido en reclutador para el Special Operation Executive, una organización de actividades clandestinas de los servicios secretos británicos, y tenía interés en Palo. El joven, ajeno por completo al destino que le estaban preparando, se había limitado a responder aplicadamente a las preguntas y a los formularios, feliz de poder aportar su pequeña contribución al esfuerzo de guerra. Si le juzgaban útil como ametrallador, pues sería ametrallador. ¡Ay! Qué bien ametrallaría desde su torreta; si era mecánico, sería mecánico y ajustaría los pernos como nadie los había ajustado jamás; si las cabezas pensantes de Inglaterra le asignaban un papel de modesto pasante en una imprenta de propaganda, llevaría las planchas de tinta con entusiasmo.
Pero Calland había pensado desde un principio que Palo reunía las condiciones para ser un buen agente del SOE sobre el terreno. Era un chico tranquilo y discreto, de rostro dulce, más bien guapo, y cuerpo robusto; era un furibundo patriota sin ser uno de esos cabeza loca que podrían llevar al desastre a toda una compañía, ni uno de esos románticos desapegados y deprimidos que quieren ir a la guerra porque desean la muerte. Se expresaba bien, con sentido y vigor, y el médico le había escuchado divertido cuando le había explicado que sí, que se dedicaría gustosamente a la impresión, pero que habría que enseñarle porque, en lo referente a la imprenta, no sabía mucho, aunque le gustaba escribir poemas y trabajaría con ahínco para hacer buenas octavillas, octavillas magníficas, que se lanzarían desde los bombarderos y que los pilotos declamarían en sus cabinas con emoción, pues, al fin y al cabo, hacer octavillas también es hacer la guerra.
Entonces Calland escribió en sus notas que el joven Palo era una de esas personas valientes que a menudo ignoran que lo son, lo que añade la modestia a sus otras cualidades.
El SOE había sido ideado por el primer ministro Churchill en persona al día siguiente de la derrota inglesa en Dunkerque. Consciente de que no podría enfrentarse a los alemanes frontalmente con un ejército regular, había decidido valerse de la guerra de guerrillas para combatir desde el interior de las líneas enemigas. Y su concepción era notable: el Servicio, bajo dirección británica, reclutaba a extranjeros en la Europa ocupada, los entrenaba y los formaba en Gran Bretaña, y después los enviaba puntualmente a sus países de origen, donde pasaban desapercibidos entre la población local, para llevar a cabo operaciones secretas en la retaguardia enemiga: información, sabotaje, atentados, propaganda y creación de redes.
Después de todas las verificaciones de seguridad, Calland había abordado finalmente el tema del SOE con Palo. Terminaba el tercer día en Northumberland House.
—¿Estarías dispuesto a llevar a cabo misiones clandestinas en Francia? —había preguntado el médico.
El corazón del joven había empezado a latir con fuerza.
—¿Qué tipo de misiones?
—De guerra.
—¿Peligrosas?
—Mucho.
Acto seguido, adoptando un tono de confidencia paternal, Calland le había explicado de forma muy sucinta lo que era el SOE, o al menos lo que la bruma de secreto que rodeaba al Servicio le permitía revelar, porque necesitaba que el chico se diese cuenta de lo que suponía una propuesta como aquella. Sin comprenderlo del todo, Palo comprendió.
—No sé si seré capaz —había dicho.
Palideció. A él, que se había imaginado a sí mismo como alegre mecánico o jovial tipógrafo, le proponían sin decírselo directamente unirse a los servicios secretos.
—Te dejaré tiempo para pensarlo —había dicho Calland.
—Claro, tiempo…
Nada impedía a Palo decir que no, regresar a Francia, recuperar su tranquilidad parisina, besar de nuevo a su padre y no volver a abandonarlo jamás. Pero ya sabía, en el fondo de su alma inquieta, que no lo rechazaría. Lo que estaba en juego era demasiado importante. Había recorrido todo ese camino para unirse a la guerra y, en aquel instante, ya no podía renunciar. Con un nudo en el estómago y las manos temblorosas, Palo había regresado a la habitación en la que estaba instalado. Tenía dos días para pensárselo.
Había vuelto a reunirse con Calland en Northumberland House dos días después. Por última vez. En aquella ocasión no le condujeron a la siniestra sala de interrogatorios, sino a una habitación agradable, caldeada, con ventanas a la calle. Sobre una mesa habían dejado té y pastas y, en un momento en el que Calland se había ausentado, Palo se había lanzado sobre la comida. Tenía hambre, no había tomado casi nada los dos últimos días, por culpa de la angustia. Y había engullido, y vuelto a engullir, había tragado sin masticar. De pronto, la voz de Calland le sobresaltó.
—¿Cuánto llevas sin comer, muchacho?
Palo no respondió nada. Calland lo miró larga y fijamente: le parecía que era un joven atractivo, educado, inteligente, sin duda el orgullo de sus padres. Pero tenía las cualidades de un buen agente y eso seguramente sería su perdición. Se preguntó por qué diablos ese maldito chico había venido hasta allí, y por qué no se había quedado en París. Y como si quisiera retrasar el destino, lo llevó a una cafetería cercana para invitarle a un sándwich.
Comieron en silencio, sentados en la barra. Después, en lugar de volver directamente a Northumberland House, pasearon por las calles del centro de Londres. Palo declamó un poema suyo sobre su padre; lo hizo sin razón alguna, ebrio por su propio caminar: Londres era una hermosa ciudad, los ingleses eran un pueblo lleno de ambición. Calland se detuvo entonces en medio del bulevar y le agarró por los hombros.
—Márchate, hijo —dijo—. Corre a reunirte con tu padre. Ningún Hombre merece lo que te va a pasar.
—Los Hombres no huyen.
—¡Vete, por Dios! ¡Vete y no vuelvas nunca!
—No puedo… Acepto su propuesta.
—¡Piénsatelo bien!
—Lo tengo decidido. Pero quiero que sepa que nunca he hecho la guerra.
—Te enseñaremos… —el doctor suspiró—. ¿Eres consciente de lo que te dispones a hacer?
—Eso creo, señor.
—¡No, no sabes nada!
Entonces Palo miró fijamente a Calland. En sus ojos brillaba la luz del valor, ese valor de los hijos que son la desesperación de sus padres.
De esa forma, durante la noche, en el caserón, Palo recordaba a menudo su ingreso en el seno de la Sección F del SOE, a la que se había unido gracias a la recomendación del doctor Calland. Bajo mando general inglés, el SOE se subdividía en diferentes secciones encargadas de las operaciones en los diferentes países ocupados. Francia contaba con varias, a causa de sus distorsiones políticas, y Palo se había integrado en la Sección F, la de los franceses independientes no ligados ni a De Gaulle —Sección DF—, ni a los comunistas —Sección RF—, ni a Dios, ni a nadie. Había recibido como cobertura un rango y un número de registro en el seno del ejército británico; si alguien le preguntaba, podía decir que trabajaba para el Ministerio de Defensa, cosa nada excepcional, sobre todo en una época como aquella.
Había pasado varias semanas de soledad en Londres, mientras esperaba el comienzo de su formación como agente. Encerrado en su cuartucho, había estado rumiando su decisión: había abandonado a su padre, había preferido la guerra. ¿A quién querías más?, le preguntaba su conciencia. A la guerra. No podía evitar preguntarse si volvería a ver algún día a su padre, a quien tanto había amado.
Todo había comenzado de verdad a principios del mes de noviembre, cerca de Guilford, en Surrey. En la mansión. Pronto haría dos semanas. Wanborough Manor y su loma de fumadores al alba. La primera etapa de la escuela de formación de alumnos en prácticas del SOE.