34.
Ahora se sabía el camino de memoria. Venía de la estación de Lyon, en su bicicleta, y llegaba al Barrio Latino por el Boulevard Saint-Germain, bordeando el Sena. Le gustaba el Sena.
Era la mejor época del otoño, llevaba un vestido ligero y, en una bolsa de tela, en la cesta de su bicicleta, el sobre que Palo le había confiado un mes antes. Había cedido; había decidido entregarlo a pesar de todo. No podía quedárselo solo para vengarse de Palo: estaban en guerra, y quizás la guerra la necesitara. Sabía bien que, en el sobre, las palabras, sin duda anodinas, formaban códigos insospechados que anunciaban un bombardeo, o incluían información de máxima importancia. No llevar aquella carta la convertiría en una traidora y quizás comprometería el curso de las operaciones de la Resistencia. Así que había cedido, pero la próxima vez que Palo viniese, le amenazaría y le pediría llevar a cabo tareas más importantes. Podía hacer mucho más que ese ridículo recado que le habían asignado. Poseía un montón de cualidades, era discreta, fiable, y hasta tenía un arma. Mientras pedaleaba por el Boulevard Saint-Germain se palpó ligeramente la parte alta de su muslo derecho, cubierto por su vestido, allí donde llevaba ceñida la funda con la pequeña pistola que Faron le había entregado.
Kunszer había pasado parte de la tarde mirando la fotografía de su Katia. La había enmarcado, para que no se estropease. Durante todo el día había estado bendiciendo a su pequeña Katia y maldiciendo a los ingleses. Aunque hacía todo lo posible para mantenerse ocupado, en aquel momento se ahogaba dentro de su despacho. Ya no soportaba el Lutetia. Quería salir, caminar un poco. Caminar le sentaría bien. Se dirigió al Boulevard Raspail, y bajó hasta el cruce con Saint-Germain. Se aflojó la corbata, abrió el primer botón de su camisa. Vagó por Saint-Germain a la sombra de los árboles; estaba demasiado abrigado para lo bueno que estaba haciendo aquel septiembre. Sudaba.
Encontró una terraza y se sentó en ella. Tenía sed. Pidió una bebida fría y se dejó llevar contemplando a los paseantes. Pensaba en Katia. Se sentía solo.
Marie acababa de dejar el sobre en el buzón. Una vez cumplido el encargo, montó rápidamente en su bicicleta. Tomó de nuevo el Boulevard Saint-Germain, en dirección a la torre Eiffel. Siempre había gente en el bulevar, era fácil fundirse entre la multitud, tal y como Palo le había dicho.
En la terraza, Kunszer observaba el ajetreo del bulevar. Era una buena distracción. Ante él pasó una joven muy guapa, en bicicleta. Tendría quizás unos veinticinco años, se parecía a Katia. Kunszer sintió cómo su corazón se aceleraba, latía con más fuerza; tenía ganas de correr tras ella, ganas de amarla, aunque solo fuese para olvidar a su Katia. Hablaba francés sin el menor acento, podía abordarla. Ella nunca sabría que era un asqueroso alemán. Podrían ir juntos al cine. Tenía ganas de sentirse atractivo de nuevo. Se levantó de su silla, quería conocer a esa joven francesa.
Un viento ligero atravesó entonces el bulevar. Apenas hizo estremecerse las hojas de los plátanos. Pero unido al impulso de la bicicleta, levantó por una fracción de segundo el vestido de Marie. Y Kunszer, que no había dejado de mirar a la joven, vio entonces el cañón de un arma.