33.
En los primeros días de septiembre, Palo ya estaba de vuelta en Londres. El viaje había sido rápido; había pasado brevemente por España. Siempre en ese mismo hotel. Una tarde, había visto llegar la inmensa silueta nerviosa de Faron. Agitado, como de costumbre. Habían pasado algún tiempo juntos, ociosos. A Palo le parecía que, al final, Faron no era mal tipo. Le asombraba que el coloso, llamado a Londres para informar de su misión, no pareciera contento de beneficiarse de un tiempo de descanso: le habría gustado encadenar, le dijo, y que le hubieran enviado directamente a París. En lugar de eso, había tenido que atravesar medio país para ir a esconderse en España y volver con los Rosbifs. Una pérdida de tiempo, de dinero y de energía: a esas horas ya habría hecho saltar algunos trenes. No soportaba la idea de plegarse a las órdenes de Londres como un perrito faldero. Se consideraba superior a los otros agentes y quería más reconocimiento. Había puesto a punto nuevos métodos de combate que pronto se enseñarían en las escuelas de formación, pero solo los desvelaría si el Estado Mayor dejaba de obligarle a ir y venir como una peonza. Ir y venir estaba bien para los Claude y los Gordo, poco seguros de sí mismos, pero él se movía en una dimensión superior; hacer informes para burócratas o vagar por Londres, donde se aburría como una ostra, no le hacía ninguna gracia.
En medio de la noche, el Hudson de la RAF se posó en suelo inglés. En el instante en que las ruedas tocaron tierra, Palo se sintió invadido por una dulce quietud. Volvía tras seis meses pasados en diversas misiones en Francia, sin interrupción. Estaba agotado: el Sur, siempre el Sur. Solo le enviaban al Sur, y cuanto más iba, más tenía que volver para ver a sus contactos, era un círculo sin final. Tenía ganas de que le enviaran una vez a París. Solo una vez. Hacía exactamente dos años que se había marchado de París, dos años en los que no había vuelto a ver a su padre. Le parecía que todo había cambiado tanto… Sobre su torso, más ancho, la cicatriz había empequeñecido.
En un anexo del aeródromo, sirvieron a Palo y a Faron una comida caliente. Después un coche los condujo hasta Londres. Nada más instalarse en el asiento de cuero, se durmieron, Faron soñando con el Lutetia, y Palo con Laura; esperaba que ella también hubiese vuelto, no aguantaba más no tenerla entre sus brazos.
Cuando Palo volvió a abrir los ojos, el coche atravesaba las afueras de Londres. Faron seguía durmiendo, con el rostro aplastado contra la ventanilla. El conductor los llevaba hasta Portman Square para que informaran sobre sus respectivas estancias en Francia. Era el final del amanecer, un amanecer azul como el de aquel día de enero, un año y medio antes, en el que él y los otros aspirantes habían llegado a la estación de Londres de regreso de la escuela de Lochailort. Le invadieron los recuerdos.
—Déjeme en Bloomsbury —ordenó entonces al conductor.
—Debo llevarlos a Portman Square…
—Lo sé, pero antes tengo algo que hacer en Bloomsbury. Después iré hasta Portman Square en metro. No tendrá problemas, se lo prometo.
El conductor dudó un instante. No quería ni desobedecer las órdenes ni contrariar a ese joven agente. ¿Y qué diría el gigante de aspecto poco simpático que dormía sobre la banqueta?
—¿Dónde en Bloomsbury? —preguntó.
—Al lado del British Museum.
—Le esperaré. Dese prisa.
Palo asintió con la cabeza en un gesto rápido sin dar las gracias. Es lo que Rear hubiese hecho.
Al llegar a la puerta del piso de Bloomsbury, Palo levantó el felpudo, febril. La llave seguía allí, escondida en las ranuras del marco metálico. Abrió la cerradura y empujó lentamente la hoja de la puerta. Cerró los ojos un instante, veía a Gordo y a Claude en plena conversación, a Laura esperándole, oía ruido, alegría. Pero cuando encendió la luz del recibidor, todo estaba desierto. Los geranios de Claude se habían secado, y el polvo se acumulaba sobre los muebles. Hacía mucho que nadie pasaba por allí. Decepcionado y triste, recorrió las habitaciones, despacio, invadido por la nostalgia. En la cocina, completamente vacía, encontró un paquete de las pastas de Gordo, a medio empezar. Se comió una. Después se dirigió a los dormitorios, todos oscuros y desesperadamente vacíos. Le esperaba su cama, se acostó en ella y respiró las sábanas para recuperar el olor de Laura. La echaba tanto de menos… Pero hasta los olores habían huido. Melancólico, visitó la habitación de Gordo, vio su libro de inglés en la mesita de noche. Lo abrió al azar y, sin mirar la página, repitió como una oración: «I love you». Pobre Gordo. ¿Qué habría sido de él? Perdido en sus pensamientos, Palo creyó sentir una presencia en el piso. ¿El conductor?
—¿Hay alguien? —exclamó.
No hubo respuesta.
—¿Faron? —volvió a intentar.
Silencio. Después oyó pasos en el parqué y, en el marco de la puerta, vio aparecer a Stanislas, con la sonrisa en los labios.
—Agente Palo… Parece usted en plena forma.
—¡Stan!
Palo corrió hacia su viejo compañero y le abrazó.
—¡Stan! ¡El bueno de Stan! ¡Tengo la impresión de que ha pasado una eternidad!
—Ha pasado una eternidad… Seis meses. Seis largos meses. He contado cada día. He contado cada maldito día que Dios me ha impuesto vivir en la angustia de saberos lejos.
—¡Stan, qué contento estoy de volver a verte!
—¡Y yo! ¿No debías ir directamente a Portman Square para informar?
—Sí. Pero quería venir aquí…
—Me lo imaginaba… He visto a tu chófer, y a Faron maldiciendo. Les he dicho que se fueran. Yo te llevaré.
Palo sonrió.
—¿Cómo estás?
—Si supieras cómo odio quedarme en Londres sabiendo que estáis allí. He rezado, Palo, he rezado todos los días.
—¿Sigues en las oficinas?
—Sí, pero he ascendido.
—¿Qué tipo de ascenso?
—Muy alto.
—¿Cuánto de alto?
Stanislas hizo una mueca traviesa.
—No me hagas preguntas que no puedo contestarte.
Se rieron. Luego se hizo el silencio.
Palo no se atrevía a pedir noticias. Hizo un esfuerzo.
—¿Cómo están los demás?
—Bien.
—¿Y Laura? Laura… Dime, Stan, ¿Laura está…?
—Tranquilízate, Laura está bien. Está en el Norte.
El chico lanzó un suspiro de alivio. Agradeció al destino su buena suerte y se volvió a sentar, esta vez sobre la cama de Gordo, con el corazón acelerado.
—¿Y el resto? ¿Hay noticias?
—Key, Claude y Gordo están bien. Haciendo un buen trabajo, incluso.
Palo juntó las manos, aliviado, risueño. Se los imaginaba en ese instante, en la cima de su profesión. Sus queridos compañeros, ¡cómo los quería!
—¿Y ese viejo zorro de Aimé? Supongo que también en forma.
El rostro de Stanislas se oscureció. Posó las manos sobre los hombros del chico.
—Aimé ha muerto.
Al principio, Palo no reaccionó. Después sus labios, y todo su cuerpo, empezaron a temblar. Habían perdido a Aimé, al padre. Una lágrima rodó por su mejilla, luego otra, y al tiempo llegaron los sollozos.
Stanislas se sentó al borde de la cama y pasó un brazo por el hombro de su joven camarada.
—Llora, hijo mío, llora. Ya verás como te sienta bien.
Aimé había muerto en un encuentro con una patrulla, cuando se disponía a perpetrar un sabotaje ferroviario. En Francia, las operaciones del SOE estaban en pleno apogeo.
Pasaron unos días. Palo y Faron se instalaron juntos en Bloomsbury, Faron ocupó la habitación de Key, aunque Stanislas seguía pensando que hubiera sido mejor que se contentaran con las casas de tránsito del SOE, para evitar los fantasmas.
Los dos hombres empezaron a aburrirse rápidamente; estaban solos, sin saber qué hacer. Londres, sin el resto del grupo, no era en verdad Londres. Palo ocupaba su mente caminando, al azar. Paseaba desde el piso hasta Portman Square, e iba a comer con Stanislas. Una tarde, llegó hasta Chelsea. Quería darle a France Doyle noticias de su hija.
Al verlo, France no pudo evitar estallar en sollozos.
—Ay, Palo, espero que no me traigas una mala noticia.
Le abrazó. Hacía meses que se roía las uñas, aunque recibiese con regularidad esas estúpidas cartas del ejército, no-se-preocupe-todo-va-bien.
—Laura está bien. Vengo a tranquilizarla, señora.
Se instalaron en un saloncito del primer piso para estar tranquilos. Bebieron té, se miraron mucho pero hablaron poco. Había demasiado que decir. Palo se fue cuando ya terminaba la tarde, tras rechazar la invitación a cenar: Richard no debía verle, no podía permanecer mucho tiempo allí. Era malo para él, para France, y además estaba estrictamente prohibido.
Tras su marcha, France permaneció en el saloncito, inmóvil, mucho tiempo. Pensaba en su hija, en Palo, y para mantener el ánimo pensó en el futuro. Podrían casarse, ya tenían la edad. Ella se ocuparía de todo, tenía tantas ideas… La ceremonia tendría lugar en Sussex, donde los padres de Richard poseían una mansión, una hermosa propiedad que con toda seguridad pondrían a su disposición. La unión se celebraría en la capilla vecina, y la oficiaría el vicario, quizás el obispo. Después, los invitados, conducidos hasta los jardines de los abuelos, quedarían maravillados por la fiesta y el fasto. Se levantarían inmensas carpas blancas sobre el césped impecable. Bufé frío, bufé caliente, productos de la tierra y productos del mar, gastronomía francesa por todas partes y foie gras en todas sus variantes. Fotógrafos, recuerdos para todos. Hasta podrían rodar una película. Si hacía buen tiempo, instalarían una pista cerca de la gran fuente, frente al estanque y los cisnes, y bailarían hasta el amanecer. Sería en verano. Quizás el verano próximo. Palo y Laura estarían magníficos.