19.

Estaban a mediados de diciembre: habían pasado nueve meses desde la última escuela de entrenamiento. Se había hecho pronto de noche; la jornada había sido corta, uno de esos malos días de invierno cuya oscuridad prematura y súbita hace perder la noción del tiempo. Hacía frío. El coche avanzaba lentamente, cortando la oscuridad, con los faros apagados. Se adivinaban con facilidad los campos y los prados desnudos alrededor, y al conductor no le costaba nada seguir su camino: era una noche clara de luna llena, perfecta para que los aviones pudiesen volar a ojo.

Al lado del conductor, un hombre con gorra manipulaba nervioso el seguro de su ametralladora Sten; sobre la banqueta trasera, los otros tres pasajeros habían tenido que estrecharse unos contra otros. Ahora podían sentir los latidos del corazón del que tenían al lado, y los corazones latían con fuerza. Solo Zueco parecía relajado. A su lado, Palo retorcía los dedos en el bolsillo del pantalón; cuanto más lo pensaba, más le daba la impresión de que aquel comité de recepción estaba mal organizado. No tendrían que haberse desplazado todos juntos: hubiese sido más prudente usar dos coches, o enviar una avanzadilla en bicicleta. Todos en el mismo vehículo significaba estar a merced de la primera patrulla. Y además, no iban lo bastante armados. Aparte del hombre de la metralleta, Zueco y él tenían un Colt reglamentario, y el conductor un viejo revólver. No era suficiente. Deberían haber llevado con ellos al menos a dos tiradores con Sten; podrían quizás enfrentarse a policías franceses, pero no a soldados alemanes. Zueco percibió la inquietud del joven agente y le hizo una discreta señal con la cabeza para tranquilizarle. Palo se relajó un poco: Zueco tenía experiencia, había recibido formación como responsable de los comités de recepción de aviones de la RAF.

Los británicos habían dictado estrictas directivas después de que algunos de los responsables de los comités de recepción hubiesen llevado a toda su familia a asistir a un aterrizaje o que, peor aún, los comités se hubiesen presentado con la mitad de su pueblo para ir a aplaudir la llegada de un avión inglés en un ambiente de fiesta popular. Desde entonces era obligatorio asistir a un curso de una semana en Tangmere impartido por pilotos del 161 Escuadrón de la RAF para todos los responsables, y se habían dado consignas desde Londres: ni familia, ni amigos. Solo los miembros del grupo necesarios para el aterrizaje y cada uno en un lugar concreto, a riesgo de que los indeseables fuesen abatidos por el piloto, si este no decidía dar media vuelta sin aterrizar.

Aunque parecía calmado, Zueco no se sentía seguro y se maldecía a sí mismo. Ay, ¡había sido demasiado imprudente! Era consciente de ello, todos estos detalles habían sido repasados una y otra vez durante sus diferentes formaciones. Pero sobre el terreno todo era distinto. Habían recibido el mensaje por la BBC, el avión llegaría esta noche. Primero había dudado; le faltaban dos de los hombres que normalmente se encargaban de la seguridad en el aterrizaje. Pero no tenía elección: las malas condiciones meteorológicas en el canal de la Mancha ya habían obligado a anular el vuelo dos veces. Había reemplazado a sus dos tiradores por uno solo, un tipo fiable pero poco curtido. Zueco ahora se arrepentía, sobre todo al escuchar el molesto ruido de la metralleta que manipulaba el hombre de delante: un tirador nervioso no es un buen tirador. Y su seguridad dependía mucho de él.

La camioneta se detuvo por fin al borde de la carretera, en medio de ninguna parte. Los cinco ocupantes bajaron sin hacer ruido. El conductor sacó su viejo revólver de la guantera y se lo caló en la cintura; se quedó al lado del vehículo, con los sentidos alerta, mientras Zueco repetía sus órdenes a sus otros dos subordinados, que desaparecieron en el inmenso campo en barbecho. El primero, el hombre de la metralleta, se subió a una loma, a unos doscientos metros; se tumbó en la hierba húmeda y montó su Sten, escrutando la noche detrás del visor, en busca de señales sospechosas. El segundo, que era el ayudante de Zueco, plantó tres antorchas en el suelo para balizar la pista en forma de «L», con la punta de la letra señalando la dirección del viento. Zueco, con una linterna eléctrica apagada en la mano, se aseguró de que sus directrices eran escrupulosamente respetadas y comprobó dos veces más la dirección del viento. Palo se impacientaba, inquieto. Zueco esperó unos largos minutos más, consultando su reloj, y después dio la orden de encender las antorchas. En un instante, la pradera desierta se transformó en una pista de aterrizaje, y Zueco contempló con orgullo su aeródromo secreto. Era una parcela de unos doscientos o trescientos metros de ancho y casi un kilómetro de largo, uno de los mejores sitios de la región para recibir a un avión: allí había aterrizado incluso un bombardero Hudson. Para el Westland Lysander que debía llegar esa noche, bastaría la mitad de la pista.

Como exigían las consignas de la RAF, Palo y Zueco se colocaron al final de la «L», y el asistente permaneció más alejado, a su izquierda. Esperaron. Varios minutos. Palo nunca se había sentido tan vulnerable, inmóvil en la noche; con la maleta colocada a sus pies, acariciaba con la mano derecha la empuñadura de su Colt.

El conductor, bastante apartado de la pista, tiritaba, de frío y de miedo; hacía mucho tiempo que su revólver no le tranquilizaba. No le gustaba quedarse así, solo. A distancia, hizo una seña con la mano al hombre de la metralleta, pero este no respondió. Su angustia aumentó.

Pasaron otros diez minutos, de una lentitud insoportable. Zueco, que hasta entonces había contenido el nerviosismo, miraba sin cesar detrás de su hombro, en dirección a la metralleta y al chófer. Temía que no fuesen capaces de reaccionar en caso de que surgieran problemas. ¿Por qué no había retrasado el vuelo? El miedo invadía a todos, y aumentó cuando los pájaros que piaban en los arbustos desnudos se quedaron de repente en silencio. No era buena señal.

El avión seguía sin llegar. Desde la loma, el hombre de la metralleta gritó a Zueco que ya no vendría y que deberían marcharse antes de que los alemanes les cayesen encima. Zueco le mandó callar de forma cortante. Estaba a punto de renunciar, los iban a atrapar.

Y por fin, desgarrando la tranquilidad de la noche, un zumbido ligero. Detrás de los árboles, apareció la silueta de un Westland Lysander de la RAF que rozaba las copas de los árboles. Zueco, alumbrando con su linterna, compuso en morse el código de reconocimiento. El pequeño avión describió un círculo en el cielo para situarse en la dirección del viento y se posó sin dificultad en la improvisada pista. Era el momento más crítico: el ruido podía haber llamado la atención de una patrulla, había que ser rápidos. El Lysander avanzó hasta la altura de Palo y Zueco; efectuó media vuelta por la derecha para situarse esta vez contra el viento, con la pista ante él y los motores encendidos, listo para despegar. La puerta de la cabina se abrió y salió un hombre. Zueco le recibió con deferencia. El recién llegado era alguien importante. Sin perder tiempo, Palo lanzó su maleta en el habitáculo y estrechó la mano de Zueco.

—Gracias por todo.

—Buena suerte.

—Buena suerte para todos vosotros.

Palo sacó su Colt y se lo tendió a Zueco.

—Toma, quizás te sea útil.

—¿No lo necesitarás?

Palo tuvo la audacia de sonreír.

—Ya me darán otro.

Se metió en la minúscula cabina y cerró la puerta. Sin esperar más, el piloto empezó a rodar sobre la pista; había permanecido en el suelo apenas tres minutos. El avión aceleró, no necesitó más de cuatrocientos metros para despegar. Desde la carlinga, Palo contempló la inmensidad del paisaje. Era diciembre, y volvía a Londres. Por fin.

Salieron de la casa, invisibles en la oscuridad. Habían pasado en ella un día y una noche. Era una bonita villa, con un gran ventanal que daba al mar y un acceso directo a la playa. Las cinco siluetas caminaron en silencio sobre la arena, todas con una maleta en la mano. A la cabeza, el responsable del comité de recepción; su maleta contenía un S-Phone. Antes de internarse en la oscuridad, había registrado a cada uno de los agentes según salían; no podían llevar ni objetos luminosos, ni sombrero. Los objetos luminosos podían revelar la presencia del grupo a cientos de metros a la redonda, y los sombreros podían volar, perderse, y traicionar la perfecta coreografía que tenía lugar en esa playa.

La minúscula columna cruzó la lengua de arena muy cerca del agua. En pocas horas habrían desaparecido, y la pleamar habría borrado las huellas de sus pasos. Caminaron hasta una gran roca con forma de obelisco, y después se agazaparon en la oscuridad. El responsable sacó su S-Phone del equipaje y lo encendió. Había que esperar. Era el momento más duro. Esperar, mucho tiempo, en el mismo lugar. Vulnerables.

A treinta millas de la costa, la cañonera disminuyó su velocidad y el capitán desconectó los motores principales para seguir navegando solo con los auxiliares. El barco no hacía casi ningún ruido, su estela era discreta; se dio la orden de no hablar, ni siquiera encender un cigarrillo. La cañonera había salido de Torquay. Los tres agentes que partían hacia Francia y su acompañante habían llegado de Londres dos días antes; se habían alojado en un pequeño hotel junto al mar y habían fingido como tapadera que estaban de permiso. Hasta se les había vestido de uniforme, para que la ilusión fuese perfecta. Después habían embarcado en el puertecito, como si nada, en un barco ordinario y, discretamente, al caer la noche, habían sido transbordados a una de las cañoneras del SOE, junto a los contenedores con su equipaje. Su embarcación había puesto rumbo a Francia, con la antena de su S-Phone mal disimulada sobre el techo de la cabina.

El capitán se puso en contacto con la playa por medio del S-Phone: todo estaba en orden. Largaron el ancla, que se hallaba unida al barco no por una cadena sino por una cuerda al lado de la cual, armado con un hacha, se mantenía un miembro de la tripulación dispuesto a cortarla en cuanto fuera necesario. Lanzaron al agua una barca, en la que subieron los tres agentes, vestidos con capas que los protegían de salpicaduras que podían traicionarlos más tarde. Dos marineros manejaban la embarcación remando en silencio.

Sobre la playa, los cuatro agentes que abandonaban el terreno permanecían al borde del agua, febriles. Pasó media hora antes de que la barca embarrancara por fin sobre la arena, tirada los últimos metros por los marineros que habían saltado al agua; no hubo palabra alguna, los tres recién llegados se quitaron rápidamente su ropa impermeable, la arrojaron en el fondo de la barca, y se fueron con el responsable en dirección a la villa, mientras los cuatro salientes ocupaban la embarcación. De inmediato la barca partió, tragada por la noche.

Cuarenta minutos más tarde, cuando todos habían subido ya a bordo, la cañonera enfiló mar adentro. La operación había durado en total poco más de una hora. En la noche, una de las siluetas, elegante y fina, se acodó en la baranda de popa y contempló la costa francesa que se alejaba. A su lado, una enorme sombra posaba un brazo alrededor de sus hombros con infinita delicadeza.

—Volvemos a casa, Laura —dijo Gordo.

Faron daba vueltas y vueltas por el apartamento, presa del pánico. Entraba y salía de las habitaciones invadido por los nervios, alternando los vistazos por la mirilla de la puerta de entrada con los que hacía por la ventana del salón, mientras mantenía las cortinas echadas y las luces apagadas para que no le viesen. También verificó varias veces que la puerta estuviese bien cerrada, que los refuerzos que había colocado en las bisagras aguantasen. Se sentía agotado. Le estaban buscando, lo sabía, pero al menos nadie conocía su rostro. Recogió algunas cosas en el salón, acarició el metal de su adorada Browning, hizo el gesto de desenfundarla, frente al espejo, para tranquilizarse. Si le cogían, los mataría a todos. Después fue a registrar la cocina en busca de comida: cogió dos latas de conserva de la despensa, y se tumbó en el sofá para comérselas. Pronto se quedó dormido.

En el avión, ya cerca de Inglaterra, Palo volvía a pensar en los últimos meses. Los días de guerra habían sido largos. Nunca olvidaría su primer salto en paracaídas. Había sido en abril. La caída le había parecido más larga que durante los entrenamientos de Ringway; aunque en realidad seguramente había sido más corta. Era una bonita y clara noche, y la luna redonda golpeaba con destellos luminosos los pequeños estanques que percibía en el suelo. Todo estaba muy tranquilo.

Había aterrizado sobre un campo en barbecho; el olor de las flores salvajes envolvía el ambiente, y en las charcas que había visto brillar desde el cielo se oía un alegre croar. Era una magnífica noche de primavera. La temperatura era suave y una brisa ligera traía con ella los olores deliciosos de un bosque cercano. Estaba en Francia. No lejos, había adivinado las siluetas de los dos agentes que habían saltado con él; Rear, el responsable de la misión, y Doff, el operador de radio, ya se afanaban sobre el lugar de su aterrizaje. Palo soltó entonces la pala atada a su tobillo y enterró su traje, su casco y sus gafas.

Rear era un americano procedente del Campo X, el centro de formación del SOE en Ontario para América del Norte. Tenía treinta y dos años y una larga experiencia sobre el terreno, primero como militar, y después como agente del SOE. Su padre había sido agregado consular en París; de niño, había vivido allí varios años y hablaba perfectamente francés. Era un hombre afable, más bien fuerte, con el pelo muy corto y el rostro redondo; llevaba gafas pequeñas y una perilla bien recortada. Siempre desprendía tal sensación de calma que desconcertaba a sus interlocutores: cuando Palo le conoció en Londres, había sentido miedo por él. Tras unos días preparando la misión juntos, le había cogido muchísimo cariño.

Adolf, al que llamaban Doff, tres o cuatro años más joven que Rear, tenía la doble nacionalidad austriaca y británica, y hablaba un francés perfecto; era operador de radio de la Sección F desde hacía año y medio. Atractivo, elegante, siempre encantador y con un carácter muy agradable, sufría en cambio de cierto nerviosismo que calmaba con un dudoso sentido del humor.

Los tres hombres habían volado desde la base de Tempsford, en Bedfordshire, de la que partían todos los vuelos del 138 Escuadrón de la Royal Air Force, destinado a las operaciones del SOE. Poco antes de su partida, habían conocido al coronel Buckmaster, el nuevo director de la Sección F, un inglés, antiguo director general de Ford en Francia. La noche era tranquila. «Buena suerte», había dicho Buckmaster entregando un presente a cada uno. A Palo le había correspondido una pitillera llena. Buckmaster hacía siempre un pequeño regalo a los agentes que partían en misión, para demostrarles su amistad, y también porque podría servirles de moneda de cambio. El estuche tenía cierto valor y los cigarrillos eran un producto precioso.

—No me los fumaré —había dicho Palo para demostrarle lo mucho que le había emocionado el gesto.

—Pues hará muy mal —había sonreído Buckmaster.

Tempsford era sin duda el aeródromo más secreto y más sensible de la RAF. Como última medida de seguridad, le habían dado un aspecto de vasta pradera y su edificio principal era una vieja granja, Gibraltar Farm, con pinta de viejo almacén, en la que los agentes pasaban sus últimos instantes. Nadie, ni siquiera los habitantes del pueblo cercano, tenía la menor idea de lo que se tramaba delante de sus narices. El oficial del SOE al mando de la Air Section Liaison había acompañado a Palo, Rear y Doff y les había entregado su plan de vuelo y algunas instrucciones, antes de pasar revista al material que llevaban. Y después, en sus últimos instantes sobre suelo británico, les había dado dos clases de píldoras: bencedrina, que los mantendría despiertos en caso necesario, y la píldora L, la píldora del suicidio —cianuro potásico—, para el caso de que perdieran toda esperanza.

—¡La píldora del espiche! —había exclamado Doff al recibir la suya, envuelta en un minúsculo trozo de goma.

—¿También sirve para matar? —había preguntado Palo.

—Solo para matarte a ti mismo —había respondido Rear con su tono tranquilo e indiferente—. Podría pasar que quisieses morir.

La píldora L permitía a un agente capturado y en peligro matarse en vez de sufrir las torturas en los sótanos de la Abwehr o revelar informaciones cruciales.

—¿Cuánto tiempo tarda uno en morir? —había preguntado Palo.

—Uno o dos minutos.

Mientras hablaban, Doff, en el fondo de la granja, fingía tragarse la píldora lanzando gemidos agudos y rodando por el suelo.

Después, habían embarcado.

Doff había sido el primero en saltar del Whitley sobre Francia; mientras se colocaba encima de la trampilla, había gritado al jefe de salto: «¡Soy Adolf Hitler! ¡Achtung los boches! Hitler, mein Lieber!». Rear le había mirado, contrariado, y le había asegurado a Palo que ese era su estado normal.

Cuando se reunieron en la pradera desierta, justo después del aterrizaje, Doff llevaba su Colt 45 en la mano, para tranquilizarse. Así que pocos segundos después había estado a punto de cargarse al explorador del comité de recepción que venía a su encuentro. Rear había lanzado largos insultos obscenos, conminando al pianista a que dejara de hacer el tonto con sus armas; por lo visto no era la primera vez. Después, rápidamente, unos cuantos hombres más habían surgido de entre las sombras y habían cargado en dos camionetas la docena de pesados contenedores de material lanzados al mismo tiempo que los tres pasajeros. Un coche había conducido a Palo, Rear y Doff hasta una casa segura, mientras que el explorador se aseguraba de haber borrado bien las últimas huellas de su llegada a suelo francés.

Habían permanecido en Francia solo unos días, lo justo para hacer una toma de contacto y enseñar a la red que los había recibido a manejar las metralletas Sten que formaban parte del cargamento. Palo había observado con admiración cómo Rear impartía explicaciones sobre los fallos de las Sten; había tomado ejemplo de sus posturas, de sus entonaciones. Un día sería también un agente experimentado, responsable de misiones. Después habían cruzado a Suiza por la frontera de Basilea. Su misión principal consistía en asegurar el buen funcionamiento de una red de evasión hacia Gran Bretaña, que pasaba por Suiza, la zona libre y España. Se habían instalado algún tiempo en Berna, donde el SOE disponía de una antena, para enviar mediante su red las máquinas suizas necesarias para la producción militar inglesa.

En Berna, Palo y Doff se habían alojado en un hotel del centro. Rear estaba en otro establecimiento. Las consignas de seguridad les obligaban a no vivir juntos y a no mostrarse los tres en público. Palo se encontraba con Rear todas las mañanas durante un paseo al borde del Aar, y pasaba la mayor parte del día con él. En cuanto a Doff, se dedicaba por completo a su papel de operador de radio y solo participaba indirectamente en la misión. Se reunía con Palo al final de la tarde, para cenar. Le tenía cariño. Y en su pequeña habitación de hotel, tumbados en sus dos estrechas camas, fumando cigarrillos suizos, hablaba con Palo. Hablaba de sí mismo. Una noche, le contó lo que era el miedo.

—Esto no es Francia. En Francia tenemos miedo, todo el tiempo, todos los días, todas las noches. ¿Sabes lo que es el miedo?

Palo asintió con la cabeza. Desde su aterrizaje había experimentado una especie de angustia sorda que ya no le había abandonado.

—Lo sentí cuando llegamos —dijo—. La primera noche.

—No, eso es una mierda. Te estoy hablando del miedo que te roe, que te hace dormir mal, vivir mal, comer mal y no te deja un minuto de reposo. El miedo, el auténtico miedo, el de los perseguidos, el de los odiados, el de los ofendidos, el de los ocultos, el de los exiliados, los insumisos, el miedo de los que van a morir si los descubren aunque en realidad no valgan gran cosa. El miedo a existir. Un miedo de judío.

Doff encendió un cigarrillo y ofreció uno a Palo.

—¿Alguna vez has vomitado de terror, Palo?

—No.

—Pues eso. Sabrás lo que es el miedo de verdad cuando te haga vomitar.

Hubo un silencio. Después Doff prosiguió:

—Es tu primera misión, ¿verdad?

Palo asintió con la cabeza.

—Ya verás, lo más duro no son los alemanes, ni la Abwehr, es la humanidad. Porque si solo tuviésemos que temer a los alemanes, sería fácil: a los alemanes se les ve venir de lejos, con su nariz chata, su pelo rubio y su fuerte acento. Pero no están solos, nunca lo han estado: los alemanes han despertado los demonios, han avivado las vocaciones del odio. Y en Francia el odio también es popular, el odio al otro, envilecedor, sombrío, que desborda en todo el mundo, en nuestros vecinos, nuestros amigos, nuestros parientes. Quizás hasta en nuestros padres. Debemos desconfiar de todo el mundo. Eso será lo más difícil: esos instantes de desesperación en los que tendrás la impresión de que no puedes salvar a nadie, que todo el mundo se seguirá odiando, que la mayoría morirá de muerte violenta, por lo que son, y que solo los más discretos y los mejor escondidos morirán de viejos. Ay, lo que vas a sufrir, hermano, al descubrir lo muy despreciables que son nuestros semejantes, hasta nuestros padres, repito. ¿Y sabes por qué? Porque son cobardes. Y un día lo pagaremos, lo pagaremos porque no habremos tenido el valor de levantarnos, de protestar contra los actos más abyectos. Nadie quiere gritar, nadie; gritar jode a la gente. Bueno, en realidad no sé si les jode, o les da pereza. Pero los únicos que gritan son aquellos a quienes están pegando, y es por los golpes. En cambio, nadie grita de rabia, nadie grita para armar jaleo. Siempre ha sido así, y siempre lo será: la indiferencia. La peor de las enfermedades, peor que la peste y peor que los alemanes. La peste se erradica, y los alemanes, nacidos mortales, acabarán muriendo todos. En cambio, la indiferencia no se combate, o es muy difícil. La indiferencia es la razón misma por la cual nunca podremos dormir tranquilos; un día perderemos todo, no porque seamos débiles y nos aplaste alguien más fuerte, sino porque hemos sido cobardes y no hemos hecho nada. La guerra es la guerra. La guerra te hará ser consciente de las verdades más terribles. Pero la peor de todas, la más insoportable, es que estamos solos. Y seguiremos estando solos. Los más solos entre los solos. Solos para siempre. Y habrá que vivir a pesar de todo. Sabes, durante mucho tiempo pensé que siempre habría Hombres para defendernos, otros. He creído en esos otros, en esas quimeras, los he imaginado llenos de fuerza y valor, socorriendo al pueblo oprimido, pero esos Hombres no existen. Mira el SOE, mira a esa gente, ¿era esa la idea del valor que te habías hecho? Yo no. Ni siquiera pienso que debería ir a luchar. Yo no sé luchar, nunca he sido un luchador, un cabeza loca, un valiente. Yo no soy nada, y si estoy aquí es porque no hay otro que venga en mi lugar…

—Quizás la valentía consista en eso —le interrumpió Palo.

—No es valentía, ¡es desesperación! ¡Desesperación! Así que, si me da la gana, puedo decir perfectamente que me llamo Adolf Hitler y hacer saludos nazis en las reuniones del Servicio, en Londres, solo porque me divierte. Solo porque Hitler puede acabar matándome, y a fuerza de burlarme tengo menos miedo, porque nunca, nunca, hubiese pensado que me tocaría a mí levantarme en armas. He esperado a los Hombres, ¡y nunca han aparecido!

En la oscuridad de la habitación, los dos agentes se miraron durante mucho tiempo. Todo lo que Doff acababa de decir, ya lo sabía Palo: el mayor peligro para los Hombres eran los Hombres. Y los alemanes no estaban más contaminados que los demás, simplemente habían desarrollado la enfermedad con mayor rapidez.

—A pesar de todo, prométeme que seguirás teniendo confianza —añadió Doff—. Prométemelo.

—Te lo prometo.

Pero había dudado al hacer aquella promesa.

Los tres agentes permanecieron quince días en Berna, supervisando el transporte de la maquinaria suiza hacia Gran Bretaña. Rear había aprovechado para perfeccionar la formación de Palo; era un buen agente, solo le faltaba coger experiencia. Y la inspiración de Palo era el propio Rear: sería su ejemplo para siempre. Le gustaba ese segundo de largo silencio que Rear guardaba antes de responder a una pregunta, como si se tomase tiempo para pensar en profundidad, como si cada una de sus palabras tuviese una importancia capital. Hasta en los escenarios más banales de la vida cotidiana, en el restaurante del centro donde a veces comían juntos, Rear inspiraba hondo, miraba fijo a Palo y le decía articulando cada palabra, como si el futuro de la guerra dependiese de ello: «Pásame la sal». Y Palo, impresionado, obedecía sin más. Largo silencio. Después, Rear, con entonación de sultán, decía: «Gracias». El chico no podía imaginar ni por un segundo que ese silencio que Rear se imponía antes de decir cualquier palabra no era más que un síntoma de sus problemas para expresarse en inglés por reflejo. Rear, que se había dado cuenta de la impresión que producía en su joven compañero, se divertía a veces confundiéndole cuando se encontraban en su habitación del hotel, jugando con el material del SOE que había desplegado sobre su cama —una pluma-pistola, un objeto trampa, o el emisor principal del S-Phone que llevaba con él— mientras Palo intentaba con todas sus fuerzas permanecer concentrado en escuchar sus explicaciones.

La estancia en Berna llegó a su fin más deprisa de lo previsto, a raíz de una orden de Londres. Esperaban a Rear y a Doff en el oeste de Francia para realizar un contacto importante. Como juzgaban que Palo podía continuar en solitario la puesta en marcha de la red, le habían dado cincuenta mil francos franceses, y le habían explicado someramente las consignas: debía entrar en la zona libre y evaluar la seguridad de la red hacia Gran Bretaña, por la que pasaría para volver a Londres. Sin detenerse más en los detalles de la misión, Rear había insistido en un punto:

—Sobre todo conserva las facturas, no pierdas nada.

—¿Las facturas? —repitió Palo, sin comprender.

—Los gastos que afrontes con el dinero que te he dado. No es ninguna broma…

Palo pensó primero que se estaba burlando de él, pero Doff, a espaldas de Rear, le había hecho grandes gestos: Rear estaba completamente obsesionado por esa cuestión. Palo había adoptado entonces una expresión seria.

—Tendré cuidado. ¿Qué debo conservar?

—Todo. ¡Todo! Billetes de metro, de autobús, facturas de hotel. ¿Le das diez céntimos a la señora de los lavabos? ¡Lo anotas! ¡Y si puedes, que te firme un recibo! Créeme, si tienes miedo de los alemanes, es que todavía no conoces la contabilidad del SOE.

Y, como enajenado, había vuelto a repetir, agitando el índice:

—Conserva todas las facturas. ¡Es muy importante!

Rear y Doff habían abandonado Berna la noche siguiente: estarían en Francia por la mañana. En la habitación del hotel, Doff había estado haciendo los preparativos, nervioso; mientras guardaba sus últimas cosas, canturreaba: «Heil Hitler, mein Lieber…». Y, de pronto, como si se hubiese vuelto loco, había cogido un pequeño puñal y se había puesto la hoja sobre su propia garganta.

—Viva la vida —declamó—. Vivir es importante.

Palo, que le observaba, asintió.

—¿Tienes alguna preciosidad? —preguntó Doff tras dejar el cuchillo.

—¿Una preciosidad?

—Sí, una chica.

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Laura.

—¿Es guapa?

—Mucho.

—Entonces, prométeme dos cosas: primero, no desesperarte nunca. Después, y esto es lo más importante, si muero en Francia, fóllate a Laura por mí.

Palo se rio.

—Me lo prometes, ¿verdad?

—Prometido.

—Hasta pronto, hermano. Cuida esa carita.

Se abrazaron. Y Doff se marchó.

Por la ventana, Palo observó la estrecha calle. Una callecita pavimentada. Fuera hacía buena temperatura a pesar de la hora, era una bonita noche de verano. Vio a Rear, impasible, de pie bajo una farola, con sus dos maletas en las manos, y pronto vio llegar a Doff. Los dos hombres se saludaron con una señal de cabeza y se sumergieron en la oscuridad. Doff se volvió una última vez hacia la ventana donde estaba Palo, le sonrió y le dedicó un alegre saludo fascista. «Heil Hitler, mein Lieber», murmuró él.

Palo siguió la misión solo. Dos días después que Rear y Doff, abandonó Berna para viajar a Lyon, pasando primero por Ginebra. Ginebra era una posible etapa para su red: los agentes de nacionalidad británica de la Sección F podían obtener apoyo del consulado de Gran Bretaña, haciéndose pasar por pilotos derribados y perdidos. Pero una de las razones que le habían empujado a pasar por ese extremo del lago Lemán era que su padre le había hablado de él a menudo. «Ginebra es una ciudad formidable», le había repetido. Nunca habían ido juntos. De hecho, Palo ni siquiera estaba seguro de que su padre hubiese estado allí, pero siempre le había hablado con tanta emoción que nunca se había atrevido a preguntárselo para no dejarle en ridículo. Si algún amigo evocaba un país exótico que hubiese visitado, el padre, viajero minúsculo, por miedo a quedar mal, hablaba de Ginebra una y otra vez. Repetía que, al fin y al cabo, no necesitaba ir a descubrir Egipto porque existía Ginebra, una ciudad con clase, con sus parques, sus hoteles de lujo, el Palacio de las Naciones y todo lo demás. Era al mencionar los hoteles cuando Palo sabía que su padre, pequeño funcionario soñador, fabulaba.

Él mismo no había pasado en Ginebra más que unos días: el tiempo de tener una reunión con un contacto, de hacer un poco de turismo, de besar la ciudad en nombre de su padre y, sobre todo, de comprar en un quiosco al borde del lago una serie de postales. Después viajó hasta Lyon y el sur de Francia; pasó por Niza, Nimes, y atravesó así el Midi hasta los Pirineos. Puso en contacto a los futuros intermediarios de la red y se aseguró de su fiabilidad y de la seguridad de los puntos de encuentro. Comprobó refugios y pisos para confirmar de que disponían de dos salidas y teléfono. Entregó tarjetas de racionamiento suplementarias, hizo la relación de códigos de reconocimiento que transmitir a Londres y, conforme a las consignas recibidas, redactó un informe sobre las redes locales, muchas de las cuales eran todavía embrionarias, y que a veces no contaban más que con dos o tres personas. Elaboró un inventario de lo que necesitaba cada uno, asesorado por los responsables, y se sintió importante. Se inspiró en Rear para hablar, y en Doff para actuar. Fumaba como Doff, imitando su forma lenta y ritual de encender sus cigarrillos; más que nunca, se sintió un hombre. Hasta había cometido la locura de comprarse un bonito traje, con el que se le veía orgulloso. Le gustó el respeto que inspiraba a los resistentes, que a veces tenían su edad, y otras el doble.

Volvió a Gran Bretaña a finales de julio. Antes pasó diez días en España, en un hotel que servía de refugio en la retaguardia al SOE, mientras aguardaba su vuelo de regreso. Ganduleó en la terraza, a la sombra de las palmeras, y pasó algunas buenas veladas en compañía de otros agentes en salones forrados de terciopelo. Los tránsitos por España o Portugal, que podían durar varias semanas según la frecuencia de los vuelos, constituían momentos privilegiados de relajación para los agentes.

Fue repatriado a Londres, casi demasiado rápido para su gusto; había dado el visto bueno a la red y había redactado su informe para la Sección F. Pero ni siquiera tuvo tiempo de salir del piso del SOE, al sur de la ciudad, donde había sido alojado junto a otros agentes desconocidos, pues ya estaban preparándole para su nueva misión. Apenas dos semanas después de su regreso a Inglaterra, lo habían devuelto a la zona libre junto a un operador de radio.

Permaneció dos meses en el sur de Francia, revisando las redes que había visitado anteriormente, para formarlas, recibir el material solicitado a Londres y ayudarles a manejarlo. El lanzamiento, efectuado en tres etapas, se había gestionado desde el centro de envío de la RAF en Massingham, con base en Argelia, que funcionaba particularmente mal. Había muchos errores de entrega, y el material, mal embalado, se había dañado en el aterrizaje. A través del operador de radio que le acompañaba, Palo, furioso y lleno de autoridad, había enviado a la comandancia de la Sección F de Londres un severo mensaje: «El centro de Massingham está formado por una pandilla de incapaces, la mitad del material enviado es un error, la otra mitad está inservible». Londres respondió: «Lo sentimos. Confirmamos que el centro de Massingham está formado por una pandilla de incapaces».

Hacia finales de octubre —pocos días antes de la invasión de la zona libre—, Palo y su pianista habían viajado a las regiones de Dijon y Lyon, y después hasta el centro-oeste de Francia para hacer algunos cambios en la red, antes de volver al sur, que seguía ocupado, donde Londres les había anunciado el final de su misión.

El avión se preparó para descender sobre tierras inglesas, arrancando a Palo de sus recuerdos. Hacía mal tiempo, esa lluvia fría e insistente de diciembre solo conocida en ese país. Palo sonrió; su presente estaba en Londres. Necesitaba descanso. Su pianista había vuelto a través de España, pero él había insistido en que lo recogieran en el centro de Francia. En Londres le pedirían justificación: pasar por la propia red hubiese sido menos peligroso. Aprovechó sus últimos minutos de vuelo para encontrar una mentira piadosa. Evidentemente, nadie debía saber la verdad.