13.

Discretamente, Palo siguió a Gordo en silencio, a través de los largos pasillos de Dunham Lodge, sombra entre las sombras. Al salir de la habitación, había observado con estupor que Gordo se había puesto el abrigo. No se atrevió a mostrarse, dividido entre las dudas y el miedo. ¿Gordo era un traidor? No, Gordo no, no ese hombre tan amable. Quizás iba a otro piso, donde los yugoslavos, a robar comida. Pero ¿por qué llevaba abrigo? Cuando Gordo, agachado y sigiloso, atravesó la puerta de entrada del Lodge y desapareció en la oscuridad, Palo se quedó de piedra. ¿Debía dar la alarma? Decidió seguirle, y salir a su vez. No estaba vestido para enfrentarse al frío de la noche, pero la adrenalina le impidió darse cuenta. Gordo avanzaba deprisa, sobre la carretera desierta y oscura, como si conociese el camino. Avanzaba a buen paso, se puso incluso a correr, y de pronto se detuvo en seco. Palo se lanzó detrás de un matorral, pensando que había sido descubierto, pero Gordo no se volvió; buscó en los bolsillos y sacó un pequeño objeto ovalado. ¿Una emisora de radio? Palo contuvo la respiración: si Gordo el traidor le descubría ahora, seguramente lo mataría. Pero Gordo no tenía una radio en la mano. Era un peine. Entonces Palo observó, estupefacto, a Gordo peinándose, en una pequeña carretera, en medio de la noche. No comprendía nada.

Gordo dejó escapar un grito casi femenino y soltó su peine sobre un charco de barro; ni siquiera se atrevía a volverse para ver quién había gritado su nombre. No era el teniente Peter, habría reconocido el acento. Aunque el teniente le llamaba Gordo también, en sus labios sonaba más bien como «Gwoudo». Quizás era David, el intérprete. Sí, era David. Lo iban a mandar directo a la prisión militar, a un consejo de guerra, y tal vez lo sentenciaran a muerte. ¿Cómo explicar a los oficiales del SOE que desertaba de Dunham Lodge todas las noches para encontrarse con una mujer? Lo fusilarían, públicamente quizás, para dar ejemplo. Su cuerpo entero se puso a temblar, su corazón dejó de latir, y las lágrimas brotaron en sus ojos.

—Pero Gordo, joder, ¿qué demonios haces?

El corazón de Gordo se volvió a poner en marcha. Era Palo. Su adorado Palo. Ay, Palo, ¡cómo le quería! Sí, le quería más que a nada esa noche. Ay, Palo, valeroso combatiente, fiel amigo, y qué apuesto, qué carisma, qué todo. ¡Qué chico más asombroso!

Se oyó de nuevo la voz de Palo.

—¡Pero Gordo! ¡Qué es lo que pasa, por Dios!

Gordo respiró profundamente.

—¿Palo? ¿Eres tú, Palo? Uf, Palo.

—¡Claro que soy yo! ¿Quién quieres que sea?

Entonces el enorme compañero corrió hacia Palo y lo abrazó con todas sus fuerzas. Se sentía feliz de poder compartir su secreto.

—¡Buah! ¡Estás sudando, Gordo!

—Eso es porque he corrido.

—Pero ¿por qué corres? ¿Sabes lo que te puede pasar si te cogen?

—No te preocupes, lo hago siempre.

Palo no podía creérselo.

—Voy a verla —explicó Gordo.

—¿Ver a quién?

—A la chica con la que me voy a casar después de la guerra.

—¿Quién?

—La camarera del pub.

—¿El pub donde estuvimos?

—Sí.

Palo se quedó de piedra: Gordo se había enamorado de veras. Por supuesto, lo había dicho en los servicios, pero nadie le había creído, él mismo no había pensado que fueran más que delirios de borracho.

—¿Y vas a verla? —preguntó, incrédulo.

—Sí. Todas las noches. Salvo cuando tenemos que hacer saltos nocturnos. ¡Qué asco de saltos nocturnos! Nos pasamos el día haciendo eso y, plas, por la noche volvemos a las andadas. ¿Cómo me has visto marcharme?

—Gordo, pesas más de cien kilos. ¿Cómo quieres que no te vea?

—Mierda, mierda. Tendré que ir con más cuidado la próxima vez.

—El curso se termina dentro de una semana.

—Lo sé. Por eso quiero enterarme al menos de cómo se llama… Para encontrarla después de la guerra, ¿lo entiendes?

Claro que Palo lo entendía. Mejor que nadie.

Empezó a caer la llovizna habitual, y le invadió de repente una desagradable sensación de frío. Gordo se dio cuenta.

—Coge mi abrigo, estás tiritando.

—Gracias.

Palo se puso el abrigo y olisqueó el cuello: olía a perfume.

—¿Te echas perfume?

Gordo sonrió, casi incómodo.

—Lo he robado, pero no lo digas, ¿eh?

—Claro que no, pero ¿quién se pone perfume?

—No te lo vas a creer.

—¿Quién?

—Faron.

—¿Faron se perfuma?

—¡Una auténtica señorita! ¡Una señorita! No me extrañaría que acabase en ciertos cabarets de Londres, no sé si me entiendes.

Palo se echó a reír. Y a Gordo le pareció que sus chistes sobre Faron en plan puta divertían de verdad a todo el mundo. Lamentó que su camarera no conociese a Faron, habría sido una buena forma de entablar conversación.

Esa noche, Palo y Gordo fueron juntos al pub. Se sentaron en una mesa y Palo observó cómo amaba Gordo. Contempló el brillo de sus ojos cuando ella vino a tomarles nota, sus balbuceos, y después su sonrisa porque ella le había prestado atención.

—¿Habláis algo? —preguntó Palo.

—Nunca, compañero. Nunca. Nada de eso.

—¿Por qué?

—Así puedo hacerme a la idea de que me ama.

—Quizás sea así.

—No estoy loco, Palo. Mírala bien, mírame a mí. Los tipos como yo nacen para estar solos.

—No digas esas gilipolleces, joder.

—No te preocupes por mí. Pero es por eso por lo que quiero vivir en la ilusión.

—¿La ilusión?

—La ilusión del sueño, sí. El sueño mantiene en vida a cualquiera. Los que sueñan no mueren, porque nunca se desesperan. Soñar es tener esperanzas. Rana ha muerto porque ya no tenía ningún sueño.

—No digas eso, que descanse en paz.

—Que descanse en paz si quieres, pero es la verdad. El día en que dejas de soñar, es que o eres el más feliz de los hombres, o estás listo para meterte una bala en la boca. ¿Qué te has creído? ¿Que me parece divertido morir como un perro luchando junto a los Rosbifs?

—Luchamos por la libertad.

—¡Ya está! ¡Pim, pam! ¡La libertad! ¡Pero si la libertad es un sueño, compañero! ¡Otro sueño más! ¡Nunca seremos libres de verdad!

—Entonces, ¿por qué estás aquí?

—Para serte sincero, no lo sé. Pero sé que vivo porque sueño todos los días, sueño con mi camarera, y con que estamos bien juntos. Con venir a verla durante los permisos, escribirnos cartitas de amor. Y que cuando la guerra termine, nos casaremos. Y seré tan feliz.

Palo lo miró fijamente, enternecido. Ignoraba qué pasaría con todos ellos, pero sabía, cautivado, que Gordo el gordo viviría. Porque nunca había visto a alguien sentir tanto amor.

Palo prometió proteger con esmero el secreto de Gordo durante las noches que siguieron, fingiendo no darse cuenta de que su compañero se fugaba. Pero los entrenamientos de Ringway llegaban a su fin: era el curso más breve de la formación, para evitar un riesgo demasiado grande de accidentes, estadísticamente inevitables. No quedaban más que dos días y dos noches cuando Palo preguntó a Gordo si había podido hablar con su camarera.

—No, todavía no —respondió el gigante.

—Te quedan dos días.

—Lo sé, se lo diré esta noche. Esta noche es la gran noche…

Pero aquella noche los aspirantes tuvieron que quedarse en la base para asistir a una clase sobre los contenedores que serían lanzados en paracaídas con ellos. Volvieron a Dunham Lodge demasiado tarde para que Gordo tuviese ocasión de fugarse.

Al día siguiente, para desesperación de Gordo, se vieron obligados a permanecer de nuevo en Ringway para un último salto en condiciones nocturnas. Efectuaron el ejercicio con el corazón en un puño: sabían que pronto harían ese salto en condiciones reales, sobre Francia. Solo a Gordo le daba completamente igual: de nuevo regresarían demasiado tarde, tampoco podría fugarse esa noche. No la volvería a ver. Y, embutido en su traje de salto, atravesando el cielo, gritaba: «¡Mierda de salto! ¡Mierda de escuela! ¡Panda de gilipollas!». De regreso a Dunham Lodge, Gordo, infeliz y desesperado, subió directo a los dormitorios para acostarse. Todo había acabado. No se dio cuenta de que Palo había reunido al resto de los aspirantes. Les desveló las fugas amorosas de Gordo, y todos estuvieron de acuerdo en que sería una tragedia si no hablaba con su camarera al menos una vez antes de marcharse. Y decidieron que en cuanto el teniente Peter se hubiese acostado, irían todos al pub.