11.
El padre seguía de cerca el curso de la guerra. Tenía tanto miedo. Cada vez que oía hablar de muertos, pensaba en su hijo. En la radio, los boletines informativos le sobresaltaban. Estudiaba después el mapa de Europa y se preguntaba dónde se encontraría su hijo. ¿Y con quién? ¿Y en nombre de quién luchaba? ¿Por qué debían los hijos hacer la guerra? A menudo se arrepentía de no haber partido en su lugar. Tendrían que haberse cambiado los papeles: Paul-Émile se habría quedado en París, bien seguro, y él habría partido al frente. No sabía ni dónde ni cómo, pero lo habría hecho si aquello hubiese podido retener a su hijo.
A los que le habían preguntado, les había contestado simplemente: «Paul-Émile se ha marchado». Sin añadir nada más. A los amigos de su hijo que habían venido a buscarle, a la portera a la que le extrañaba no haberse cruzado con Paul-Émile, siempre la misma cantinela: «No está, se ha marchado». Y cerraba la puerta o continuaba su camino para concluir de una vez por todas la conversación.
A menudo se arrepentía de no haberlo encerrado en un cuarto. Lo habría encerrado durante toda la guerra. Con llave, para que no se fuera nunca. Pero como le había dejado partir, ya no cerraba la puerta del piso, para estar bien seguro de que podía volver. Todas las mañanas, al partir al trabajo, verificaba concienzudamente que no había cerrado con llave. A veces volvía sobre sus pasos para comprobarlo de nuevo. Nunca se es lo bastante prudente, pensaba.
El padre era un «funcionario sin importancia»; trabajaba en el registro, sellando documentos. Esperaba que su hijo se convirtiera en un gran hombre, porque él mismo se encontraba poco interesante. Cuando su jefe le devolvía documentos para que los corrigiera, con algunas anotaciones despectivas al margen, el padre exclamaba: «¡Miserable!», sin saber exactamente si se dirigía a su jefe o a él mismo. Sí, su hijo sería alguien importante. Jefe de gabinete, o ministro. Cuanto más tiempo pasaba, más orgulloso estaba de él.
Durante la pausa del mediodía, se precipitaba hasta el metro, volvía a su casa y se lanzaba sobre el correo, porque su hijo había prometido escribirle. Esperaba sus cartas con desesperación, pero no llegaban nunca. ¿Por qué no le escribía? Le preocupaba no tener noticias, rezaba por que no le hubiese pasado nada. Enflaquecido, miraba de nuevo en el buzón para asegurarse de que no se había dejado nada, y después levantaba la mirada con tristeza hacia el cielo de enero. Pronto sería su cumpleaños, y su hijo seguramente daría señales de vida. Su hijo no había olvidado nunca su cumpleaños; encontraría un medio de ponerse en contacto con él.