49.

Llevaba dos días asistiendo a una importante reunión en el Lutetia entre responsables de las antenas española, italiana y suiza de la Abwehr. Dos días encerrados en el Salón Chino, inmersos en intensos debates; dos días que pasó hirviendo por dentro de impaciencia: ¿por qué diablos no había recibido su pedido? Solo al final de la última sesión el responsable de la antena suiza dijo a Kunszer:

—Werner, se me olvidaba: tengo su paquete.

Kunszer hizo como si no recordase su petición del mes pasado. Y siguió a su compañero hasta la habitación, febril.

El paquete era un sobre en papel manila, pequeño pero grueso. Kunszer lo abrió apresuradamente en el ascensor: contenía decenas de postales de Ginebra, en blanco.

Cada semana desde noviembre, incansable, Kunszer iba a visitar al padre, con sus vituallas y su champán. Y comía con él, para asegurarse también de que se alimentaba. De su cocina seguían emanando olores deliciosos, porque el padre preparaba todos los días un plato para su hijo. Pero ni siquiera la probaba, se negaba: la comida del hijo, si el hijo no venía, no debía comerse. Así que los dos hombres, silenciosos, se contentaban con provisiones frías. Kunszer tocaba apenas la comida, pasaba hambre a propósito para que quedaran sobras y que el padre siguiera alimentándose. Después, deslizaba discretamente algo de dinero en la bolsa de provisiones.

Los fines de semana, el hombrecillo ya no salía de casa.

—Debería salir a tomar un poco el aire —le repetía Kunszer.

Pero el padre se negaba.

—No me gustaría que Paul-Émile llegase y no me encontrara aquí. ¿Por qué ya no me manda noticias?

—Si pudiese, lo haría. Ya sabe, la guerra, es difícil.

—Lo sé… —suspiraba—. ¿Es un buen soldado?

—El mejor.

Cuando hablaban de Palo, el rostro del padre se coloreaba ligeramente.

—¿Ha luchado usted a su lado? —preguntaba el padre al final de cada comida, como si se repitiese sin cesar el mismo día, anclando el calendario.

—Sí.

—Cuénteme —suplicaba el padre.

Y Kunszer le contaba. Cualquier cosa. Con tal de que el padre se sintiese menos solo. Contaba éxitos fantásticos, en Francia, en Polonia, en cualquier sitio donde el Reich tenía a sus soldados desplazados. Paul-Émile arrasaba columnas de blindados y salvaba a sus compañeros; por la noche, en lugar de dormir, si no lanzaba obuses antiaéreos al cielo, servía como voluntario en los hospicios para mutilados. El padre estaba loco de admiración por su hijo.

—¿No quiere usted salir un poco? —proponía Kunszer cada vez que terminaba su sempiterno relato.

El padre se negaba. Y Kunszer insistía.

—¿Al cine?

—No.

—¿A un concierto? ¿A la ópera?

—Le digo que no.

—¿Un paseo?

—No, gracias.

—¿Qué le gusta? ¿El teatro? Puedo conseguirle lo que quiera, la Comédie-Française si le apetece.

Los actores iban a cenar a menudo a la cafetería del Lutetia. Si el padre deseaba conocerlos, o si quería asistir a una representación privada, se lo conseguiría. Sí, actuarían para él, en su salón, si ese era su deseo. Y si se negaban a venir, haría cerrar su estúpido teatro, les enviaría a la Gestapo y los deportaría a todos a Polonia.

Pero el padre no quería otra cosa que a su hijo. A principios de enero, había explicado a su único visitante:

—Sabe, una vez salí. Solo para hacer unos recados sin importancia. Y cerré la puerta con llave, a pesar de mi promesa, pero fue por culpa de unos ladrones de postales que me habían robado una que había enviado Paul-Émile, y que yo sin duda había escondido mal. En fin, ese día vino mi hijo y no estaba. No me lo perdonaré nunca, soy un pésimo padre.

—¡No diga eso! ¡Es usted un padre formidable! —había exclamado Kunszer, con repentinas ganas de saltarse la tapa de los sesos con su Luger.

Al día siguiente, pedía las postales de Ginebra a través de la antena suiza de la Abwehr.

En cuanto el paquete llegó a sus manos, Kunszer empezó a escribir al padre haciéndose pasar por Paul-Émile. Había conservado la postal robada y se inspiraba en ella, imitando la letra. Primero copiaba las frases en sucio, cientos de veces si era necesario, concienzudamente, para que la caligrafía fuese verosímil. Después metía cada postal en un sobre en blanco que dejaba en el buzón de hierro de la Rue du Bac.

Querido papá adorado:

Siento no haber vuelto todavía a París. Tengo mucho que hacer, seguro que lo comprenderás. Estoy convencido de que Werner se ocupa bien de ti. Puedes confiar completamente en él. Pienso en ti todos los días. Pronto volveré. Muy pronto. Lo antes posible.

Tu hijo

Kunszer firmaba tu hijo porque no tenía el valor para cometer la impostura suprema: escribir el nombre del muerto, Paul-Émile. Por lo que recordaba, ninguna de las postales que había visto estaba firmada. A veces llegaba a añadir: Postdata: Muerte a los alemanes. Y se reía solo.

En febrero, Canaris, acosado por Himmler y otros oficiales superiores del Sicherheitsdienst, privado de las últimas muestras de confianza de Hitler, dejó la dirección de la Abwehr. Kunszer, convencido de que el Servicio sería pronto desmantelado, empezó a dedicarse cada vez menos a su labor para el Reich y cada vez más a sus postales: su obsesión, a partir de entonces, era realizar imitaciones perfectas de la letra de Paul-Émile. Pasaba los días practicando, y de su éxito en ese ejercicio dependía su estado de ánimo general. A principios de marzo, la cadencia era de una postal por semana, todas imitaciones perfectas que podrían engañar a los grafólogos de la Abwehr. Y cuando iba a ver al padre, este resplandecía exhibiendo, feliz como nunca, la postal que acababa de recibir de su hijo adorado.

Ya en marzo, cada vez se veía más cerca el inexorable ataque aliado; ese año se produciría un desembarco en el norte de Francia, aquello ya no era un secreto para nadie. Quedaba saber dónde y cuándo, y todos los servicios del ejército andaban de cabeza. A él le daba igual; la Abwehr estaba acabada. En el Lutetia le parecía que, como él, todos fingían estar ocupados, haciendo sonar sus botas, corriendo de las salas a la centralita y de la centralita a los despachos, ocupándose en estar ocupados. Ellos ya habían perdido la guerra. Pero no Hitler, ni Himmler; todavía no.

—¿Todo bien, Werner?

—Muy bien —respondía él sin levantar la cabeza, inclinado sobre su mesa encima de una lupa enorme.

A Hund le caía bien Kunszer, pensaba que trabajaba con celo. Un hombre que no contaba sus horas dedicadas al Reich, entregado a la causa, pensaba, mientras lo veía detrás de su escritorio repleto de papeles.

—No se agote demasiado —añadía.

Pero Kunszer ya no le escuchaba. Si parecía agotado, era por culpa de su titánica comedia. ¿En qué se estaba convirtiendo? Le daba la impresión de estar perdiendo el sentido de la realidad. En el espejo del ascensor, se hacía burlas y reverencias.

Pronto llegaría la primavera. Le gustaba tanto la primavera… Era la estación de su Katia; sacaba sus faldas del armario, la azul era su preferida. Él se alegraba de la llegada de la primavera, pero había perdido el gusto por la vida. Vivir era una farsa. Quería a Katia. El resto no importaba. Si seguía en París, era por el padre.

A mediados de marzo, la producción de postales alcanzó el ritmo de dos por semana.