42.

El padre preparaba la comida. Ya había cerrado la maleta, una maleta minúscula, con lo imprescindible: cepillo de dientes, pijama, una buena novela, salchichón para el camino, su pipa y algo de ropa. Lamentaba marcharse como un ladrón. Pero era necesario. Paul-Émile se lo había dicho. En la pared, el reloj marcaba las once.

Si el hijo era uno de los agentes del SOE en París, iría a ver a su padre. Kunszer estaba del todo convencido. Por las postales, y porque era su única pista. Gaillot le había dicho que se había puesto en contacto con un tal Faron, un agente especialmente peligroso que preparaba un atentado importante en París. No tenía informaciones precisas sobre ese Faron, que era desconfiado hasta la médula, pero si encontraba al hijo, lo más probable es que pudiese atar cabos hasta encontrar la célula terrorista e impedir el atentado. El tiempo contaba, había vidas en juego. Desde la víspera estaba apostado con otros dos agentes en un coche, frente a la puerta del edificio, en la Rue du Bac. No era más que cuestión de tiempo. Dudaba que Paul-Émile estuviese ya en el piso; pero si tardaba demasiado en aparecer, lo registraría.

Kunszer escrutaba a los escasos paseantes: había visto la foto del hijo, recordaba a la perfección su cara.

Palo subía la Rue du Bac. Llevaba su maleta consigo. Miró el reloj. Las once y dos minutos. Dentro de tres horas estarían en el tren. Estaba deseándolo. Aceleró el paso y llegó a la entrada del edificio. Pensaba en Laura; volvería a buscarla y se marcharían definitivamente. Ya estaba harto del SOE. La guerra había terminado para él.

Entró en el portal sin tomar más precauciones que un rápido vistazo a la calle con el rabillo del ojo: todo andaba tranquilo. Mientras atravesaba el estrecho pasillo que llevaba a las escaleras y al patio interior donde estaban los buzones, se detuvo un momento, justo delante de la portería, para aspirar el aire y recuperar el olor familiar del edificio. De pronto oyó unos pasos apresurados a su espalda.

—¿Paul-Émile?

Se volvió sobresaltado. Tras él, acababa de entrar a su vez en el edificio un hombre atractivo, alto, elegante. Armado con una Luger, le apuntaba.

—Paul-Émile —articuló de nuevo el hombre—. Ya había perdido la esperanza de encontrarle algún día.

¿Quién era? ¿La Gestapo? No tenía el menor acento. Palo miró a su alrededor: no había escapatoria. Estaba encerrado en el estrecho pasillo. A pocos pasos se hallaba la puerta del cuarto de basuras, pero el cuarto de basuras no llevaba a ninguna parte. ¿El patio interior? Un callejón sin salida. ¿Subir por las escaleras? No serviría de nada, sería un blanco fácil: la entrada principal era la única salida. ¿Desarmarle? Estaba demasiado lejos de él para intentar nada.

—Esté tranquilo —dijo el hombre—. Soy de la policía.

Entonces surgieron dos tipos trajeados detrás del hombre de la Luger, que les habló en alemán. Palo, devorado por el miedo, intentó reflexionar: debía cooperar, fingir extrañeza. Sobre todo no mostrar su pánico, no podía ser más que un control de rutina. Quizás era por el trabajo obligatorio, estaba en la edad. Sí, sin duda era el STO[5]. Sobre todo no dejarse invadir por el pánico. No despertar sospechas. Le pedirían que se presentara mañana en la comisaría, pero mañana ya no estaría allí. Sobre todo conservar la calma: sabía cómo hacerlo, estaba entrenado para ello.

Los dos hombres de traje se acercaron a Palo, que permaneció inmóvil.

—¿Qué pasa, señores? —preguntó con tono perfectamente despreocupado.

Sin responder, le agarraron por los brazos, sin violencia, le registraron —no llevaba nada— y le acercaron hacia el hombre de la Luger. Este señaló el cuarto de basuras que daba al pasillo, metieron al chico y cortaron la salida poniéndose delante de la puerta. Palo sintió que le temblaban las piernas pero intentó tranquilizarse.

—Pero bueno, ¿qué quieren? —repitió Palo, perdiendo un poco la calma.

El primer hombre guardó su arma y entró a su vez en el cuarto de basuras.

—Paul-Émile, soy el agente Werner Kunszer, Gruppe III de la Abwehr. Creo saber que es usted un agente británico.

—No comprendo, señor —respondió Palo.

Su voz se había quebrado, no conseguía luchar contra el pánico. La Abwehr, su peor pesadilla. Había sido detenido por la Abwehr. ¿Y cómo sabía su nombre Kunszer? No era posible, era un mal sueño. ¿Qué había hecho, Señor, qué había hecho? ¿Qué era lo que le esperaba a él y qué le esperaba a su padre?

—Estaba seguro de que lo negaría.

Palo permaneció mudo y Kunszer hizo una mueca. Sabía que el tiempo contaba. ¿Cuándo tendría lugar el atentado? ¿Cuál era el objetivo? ¿Habían enviado a Palo de avanzadilla de otros agentes? ¿Se reunirían con él aquí? ¿El piso del padre era un lugar de reunión clandestino? Debía tener respuestas, pronto, ahora. No había tiempo de volver al Lutetia, de reflexionar o de golpear. Miró fijamente a los ojos de Palo y prosiguió su monólogo, con la misma voz tranquila.

—No le voy a torturar, Paul-Émile. Ni siquiera lo voy a intentar, porque no tengo tiempo, ni ganas. Pero si usted habla, salvaré a su padre. ¿Es su padre, verdad, el que vive aquí, en el primer piso? Un buen hombrecillo, hasta encantador, a quien ha escrito usted bonitas postales. Si habla, no me verá, ni a mí, ni a nadie. Vivirá su vida, tranquilamente. Sin problema alguno, ¿entiende? Y si tiene la menor necesidad, aunque sea una bombilla fundida, yo me encargaré de que se la cambien.

Kunszer dejó pasar un largo silencio. Palo no conseguía respirar. ¿Qué había hecho, Señor, qué había hecho yendo allí? El alemán prosiguió:

—Pero si no habla, querido Paul-Émile, si no habla, le juro por mi vida que iré a buscar a su padre, a su querido padre. Le juro que le infligiré los peores sufrimientos que un hombre pueda aguantar, durante días enteros, durante semanas. Le haré sufrir a conciencia, le enviaré a la Gestapo y a los más espantosos torturadores, y después haré que lo manden a un campo en Polonia, donde morirá lenta, atrozmente, de frío, de hambre y de golpes. Se lo juro por mi vida: su padre, si no habla, ni siquiera será un ser humano. Ni siquiera será una sombra. No será nada.

Palo temblaba de terror. Sentía cómo sus piernas cedían. Le entraron ganas de vomitar, pero se contuvo. Su padre no. A él que le hiciesen lo que quisieran, pero no a su padre. Todo, pero no a su padre.

—Sí. Sí… Soy un agente inglés.

Kunszer asintió con la cabeza.

—Eso ya lo sé. También sé que hay varios en París. Aquí. Ahora. Sé que se prepara una gran operación: necesitan hombres y plástico, ¿verdad? —sonrió un instante y luego volvió a su tono grave—. Lo que quiero saber, Paul-Émile, es dónde se encuentran los otros agentes. Es la única respuesta que puede salvar a su padre.

—Estoy solo. He venido solo. Se lo juro.

—Está mintiendo —dijo con calma Kunszer antes de asestarle una enorme bofetada en plena cara.

Palo soltó un grito y Kunszer sintió un desagradable escalofrío; decididamente, no le gustaba pegar.

—Está mintiendo, y no tengo tiempo para eso. Ya ha hecho usted bastante daño. Debo impedirle continuar. Dígame dónde están los demás.

Palo comenzó a sollozar. Quería a su padre. Pero su padre estaba perdido. Había querido que todos estuvieran a salvo, y ahora debía decidir la suerte de Faron, de Laura y de su padre. Debía decir quién viviría y quién moriría. No habría Ginebra, ni habría América.

—Tengo poco tiempo, Paul-Émile… —se impacientó Kunszer.

—Me gustaría pensarlo…

—Conozco esos trucos. Nadie tiene tiempo. Ni usted. Ni yo. Nadie.

—Llévenme, llévenme a sus campos. ¡Háganme trizas como a un papel!

—No, no. No le llevaremos a usted, llevaremos a su padre. Será torturado hasta que se quede sin lágrimas. Sin lágrimas, ¿me entiende? Y después irá a morir a los campos de Polonia.

—Se lo suplico, ¡llévenme! ¡Llévenme!

—Le llevaré de todas formas, Paul-Émile. Pero puede usted salvar a su padre. Si habla, no sufrirá nunca el menor daño. Nunca. Su suerte está en sus manos. Él le ha dado la vida. Tiene la oportunidad de devolvérsela. Dele la vida, no le dé la muerte.

Palo lloraba.

—¡Elija! ¡Elija, Paul-Émile!

Palo no respondió nada.

—¡Elija! ¡Elija!

Kunszer le asestó una serie de bofetadas.

—¡Elija! ¡Elija!

Continuó golpeándole como un animal. Era un animal. Habían hecho de él un animal. Golpeó con todas sus fuerzas, con la palma, con los puños. Palo, acurrucado sobre sí mismo, solo gritaba. Y Kunszer seguía golpeando.

—¡Elija! ¡Elija! ¡Última oportunidad! ¡Elija salvar a su padre, por Dios! ¡Elija salvar a quien le dio la vida! ¡Última oportunidad! ¡Última oportunidad!

Más golpes. Más fuerte.

—¡Elija! ¡Elija!

Palo gritaba. ¿Qué debía hacer? Señor, si existes, guíame, pensaba mientras brotaba la sangre y llovían los golpes.

—¡Elija! ¡Última oportunidad! Última oportunidad, ¿lo comprende?

—¡Elijo a mi padre! —exclamó entonces Palo, llorando—. ¡A mi padre!

Kunszer dejó de golpearle.

—¡Júrelo! —suplicó Palo desesperado—. Jure proteger a mi padre. ¡Júrelo! ¡Por Dios, júrelo!

—Paul-Émile, se lo juro. Si su información es correcta, por supuesto.

Palo se hundió sobre el suelo húmedo. Paralizado. El rostro ensangrentado.

—Lo es. Distrito tres. Hay un piso franco.

Kunszer lo ayudó a levantarse. Le tendió un cuadernillo y un lápiz. Su voz se volvió más suave.

—La dirección. Escriba la dirección.

Palo obedeció.

—Su padre vivirá —le murmuró Kunszer al oído—. Ha tenido usted la valentía de los hijos. Es usted un buen hijo. Que Dios le guarde.

Los otros dos agentes cogieron sin contemplaciones a Palo, lo esposaron y se lo llevaron. En el coche que le conducía hasta el Lutetia, con la cabeza apoyada en la ventanilla, simplemente deseó que, en cuanto terminase la guerra, Buckmaster escribiera a su padre, cada vez que pudiese:

Estimado señor, no se inquiete. Las noticias son buenas.

Desde el final de la guerra hasta siempre.

También pensaba en lo que siempre le había obsesionado: el mayor peligro para los Hombres eran los Hombres. Era él. Y lloraba, estaba anegado en llanto. Se había vuelto a convertir en un niño.

Once y media. En el distrito tres, la Abwehr había rodeado ya el edificio. Los pisos estaban tomados; agentes alemanes echaron abajo con un ariete la puerta del piso franco. En su interior estaban Faron y Laura.

En la Rue du Bac, el padre, lleno de amor, se dedicaba a preparar el almuerzo. No debía fallar nada. Era su última comida.

Sonaron las doce. Se dio prisa para estar listo antes de la llegada de su hijo. Se peinó, se perfumó. Había reflexionado mucho: se sentía muy feliz de irse a Ginebra. No había estado bien lo que había dicho la víspera, se disculparía. Le regalaría su reloj de bolsillo de oro. Su hijo, un agente británico. No podía creerlo. Sonrió de felicidad. Era el padre más orgulloso del mundo.

Dieron las doce y media. Paul-Émile seguía sin llegar. El padre se sentó en una silla, bien recto para no arrugar el traje. Y esperó. Ignoraba que tenía una larga vida por delante.

Por la ventanilla del coche, Palo miraba París por última vez. Porque se dirigía a la muerte. Intentó recordar su poesía, para que le diera valor. Pero no se la sabía de memoria. Y al darse cuenta de que ya no podría aprendérsela, se puso a llorar.