35.
Palo y Faron cenaban en casa de Stanislas, en Knightsbridge Road. En torno a la mesa de roble, demasiado grande para ellos tres, agotaron todos los temas de conversación con tal de no hablar de la guerra. Y cuando habían pasado revista a todos, incluso a la moda o las previsiones meteorológicas en Irlanda, tuvieron que rendirse.
—¿Qué se cuece entre los jefes? —se atrevió a preguntar Faron.
Stanislas masticó muy despacio el trozo de pavo que tenía en la boca, mientras sus dos invitados le miraban fijamente. Palo y Faron habían comprendido que Stanislas realizaba desde hacía algún tiempo importantes funciones en el seno del Estado Mayor, pero no sabían nada más. Ignoraban que tenía su propio despacho en el cuartel general del SOE, en el secretísimo número 64 de Baker Street, desde donde se dirigía el conjunto de operaciones de todas las secciones, que entonces se extendían desde Europa hasta Extremo Oriente.
—La guerra, solo la guerra —acabó respondiendo Stanislas.
Volvió a centrarse en su plato para no tener que soportar la mirada de sus dos jóvenes compañeros.
—Necesitamos saber —dijo Faron—. ¡Tenemos derecho a un poco de información, joder! ¿Por qué nunca estamos al corriente de nada? ¿Por qué debemos contentarnos con ir a cumplir una misión tras otra sin conocer nada de los planes generales? ¿Qué somos? ¿Carne de cañón?
—No digas eso —protestó Stanislas.
—¡Es que es la verdad! Tú, sentado tan a gusto en tu sillón de piel, con un vaso de whisky, marcas al azar sobre un mapa nombres de ciudades a las que enviar niñatos a la muerte.
—¡Cállate, Faron! —gritó Stanislas, levantándose de la silla y apuntándole furioso con el índice—. ¡No tienes ni idea! ¡Ni la menor idea! ¡No sabes cuánto me angustia saber que estáis allí mientras yo estoy aquí! ¡No tienes ni idea de lo que sufro! ¡Sois como hijos para mí!
—Pues entonces ¡compórtate como un padre! —le asestó él.
Hubo un silencio. Stanislas volvió a sentarse. Temblaba de cólera, contra él, contra esos chiquillos con los que se había encariñado, contra esa maldita guerra. Sabía que pronto partirían de nuevo y no quería discutir con ellos. Necesitaban buenos recuerdos. Así que se decidió a contarles un poquito de lo que sabía. Nada comprometedor. Solo para que viesen en él al padre que quería ser para ellos.
—Ha tenido lugar una conferencia en Quebec —dijo.
—¿Y?
—El resto solo son rumores.
—¿Rumores? —repitió Faron.
—Chismorreos.
—Sé lo que significa un rumor. Pero ¿qué cuentan?
—Que Churchill ha estado hablando con Roosevelt. Supuestamente habrían decidido reunir hombres y armas en Inglaterra, en previsión de abrir un frente en Francia.
—Entonces van a desembarcar —dijo Faron—. ¿Cuándo? ¿Dónde?
—Me estás pidiendo demasiado —sonrió Stanislas—. Quizás dentro de unos meses. Quizás en primavera. Quién sabe…
Palo y Faron se quedaron pensativos.
—La próxima primavera —repitió Faron—. Así que por fin se han decidido a darles una patada en el culo a los alemanes.
Palo permanecía con la mirada perdida. Ya no escuchaba. Unos meses. Pero ¿cuántos? ¿Y cómo reaccionarían los alemanes a la apertura de un frente en Francia? ¿A qué velocidad podrían progresar los ejércitos aliados? Los rusos habían ganado la batalla de Kursk, marchaban camino de Berlín. Se esperaba una batalla terrible. ¿Y qué pasaría cuando los Aliados llegaran a París? ¿Asediarían la ciudad? Poco a poco, desgranando los escenarios posibles, Palo se sintió invadido por un miedo sordo: el día que los Aliados se dispusieran a recuperar la capital, los alemanes harían una carnicería, no se dejarían coger, ni ellos, ni la capital. La destruirían antes de perderla. La arrasarían, terminarían con ella a sangre y fuego. ¿Qué pasaría con su padre? ¿Qué le sucedería si los alemanes hiciesen con París lo que los Aliados habían hecho con Hamburgo? Esa noche, de vuelta en Bloomsbury, Palo decidió que debía llevar a su padre lejos de París.
Pasaron una decena de días. Ninguno de sus compañeros volvió a Londres. Estaban a mediados de septiembre. Stanislas no podía ni imaginarse cómo habían afectado sus confidencias a los pensamientos de Faron y de Palo. Faron encontró un respaldo para sus proyectos: volar el Lutetia sería una operación importante que facilitaría el avance de las tropas aliadas en Francia. Ya no habría coordinación posible con los servicios de información alemanes. Cruz de guerra asegurada. En cuanto a Palo, temía por su padre. Debía ir a buscarlo, ponerlo a salvo. Debía hacer lo que fuese para que no le sucediese nada.
Así que los dos agentes querían marcharse cuanto antes y dirigirse a París, pero no por las mismas razones. Para su gran satisfacción, la Sección F no tardó en decidirse a enviarlos al terreno porque Europa estaba en ebullición. Faron fue enviado a París, para dirigir bombardeos. Palo, al Sur de nuevo. Le daba igual. No iría al Sur. Iría a París.
Pasaron varios días en Portman Square recibiendo consignas y órdenes. Por la noche, se reunían en Bloomsbury. Faron permanecía impasible pese al regreso a Francia; Palo se esforzaba por mantener el control de sí mismo. Dos noches antes de partir a las casas de tránsito, Palo, presa del insomnio, se levantó y se puso a vagar por el piso. Encontró a Faron sentado en la cocina, completamente concentrado: leía el libro de inglés de Gordo y comía sus galletas, que estaban demasiado secas.
—Me he portado como un tipo asqueroso, ¿verdad? —preguntó sin más, pillando a Palo por sorpresa.
—Bah. Todos tenemos momentos de debilidad…
Faron parecía preocupado, inquieto, como si le diera vueltas a algo muy importante.
—Entonces, van a desembarcar, ¿verdad? —dijo Palo.
—No debemos hablar de ese desembarco.
Palo guardó silencio. Luego preguntó:
—¿Tienes miedo?
—No lo sé.
—Cuando me fui de Francia para unirme al SOE, escribí un poema…
Como Faron no reaccionaba, Palo se fue a su habitación un segundo y volvió con un trozo de papel. Se lo tendió a Faron, que gruñó; no necesitaba ni la poesía ni a nadie, pero de todas formas se lo metió en el bolsillo.
Hubo un largo silencio.
—Voy a pasar por París —terminó diciendo Palo, que sabía que Faron estaría allí.
El coloso levantó la cabeza, interesado de pronto.
—¿París? ¿Esa es tu misión?
—Más o menos. Digamos que tengo que ir.
—¿Y para qué?
—Secreto, compañero. Secreto.
Palo había revelado voluntariamente una parte de sus planes a Faron: en caso de tener problemas en París, sin duda lo necesitaría. Y Faron pensó que Palo no estaría de más para su atentado en el Lutetia. Era un agente muy bueno. Así que le reveló su escondite.
—Ponte en contacto conmigo cuando vayas a París. Tengo un piso franco. ¿Cuándo irás?
Palo se encogió de hombros.
—Pocos días después de llegar a Francia, imagino.
Faron le dio la dirección.
—Nadie conoce ese sitio. Ni siquiera Stanislas, ya sabes lo que quiero decir.
—¿Por qué?
—Cada uno tiene sus secretos, compañero. Tú lo has dicho.
Se sonrieron. Era la primera vez desde su estancia en Londres que se sonreían. Quizás la primera desde que se conocían.
Más tarde, esa misma noche, Faron se levantó y se encerró en el cuarto de baño. Leyó el poema de Palo. Y apagó la luz porque había empezado a llorar.
El siguiente fue su último día en Londres. Habían pasado dos semanas en Inglaterra. Palo anunció su marcha a France Doyle y después pasó la tarde con Stanislas.
—Que te vaya bien —dijo sobriamente Stanislas, cuando se despidieron.
—Saluda a los demás de mi parte cuando los veas.
El viejo piloto lo prometió.
—Sobre todo a Laura… —insistió Palo.
—Sobre todo a Laura —repitió Stanislas.
Palo sentía mucho no haberla visto. Había pasado la mayor parte de su permiso esperándola en Bloomsbury, fielmente, lleno de esperanza, sobresaltándose a cada ruido. Y ahora se sentía triste.
De regreso en el piso, encontró a Faron, dando vueltas por la casa, medio desnudo. Al cabo de un momento, se presentó en el salón para ver a Palo.
—Necesito el cuarto de baño.
—Me parece bien. A mí no me hace falta.
—Voy a estar un buen rato.
—Todo el tiempo que quieras.
—Gracias.
Y Faron fue a encerrarse. Sentado en la bañera llena, con un espejo de bolsillo en la mano, se afeitó y se bañó con esmero. Después se cortó el pelo, lo lavó con cuidado y no se puso gomina. Se vistió con un traje blanco y se calzó unos zapatos de tela, también blancos. Una vez listo, se colgó al cuello la cruz de Claude por medio de un cordel y después, frente a su espejo, cerró el puño y se golpeó el pecho, con violencia, rítmicamente, mientras silabeaba la marcha militar del último perdón. Hacía penitencia. Pedía perdón al Señor. Mirando sin parpadear su reflejo, recitó la poesía de Palo. La había aprendido de memoria.
Que se abra ante mí el camino de mis lágrimas.
Porque ahora soy el artesano de mi alma.
No temo ni a las bestias ni a los hombres,
ni al invierno, ni al frío ni a los vientos.
El día que vaya hacia los bosques de sombras, de odios y miedo,
que me perdonen mis errores, que me perdonen mis yerros.
Yo, que no soy más que un pequeño viajero,
que no soy más que las cenizas del viento, el polvo del tiempo.
Tengo miedo.
Tengo miedo.
Somos los últimos Hombres, y nuestros corazones, llenos de rabia, no latirán mucho más tiempo.
Desde la mañana, a Faron le invadía un presentimiento. Necesitaba que el Señor le perdonase lo que había hecho, que le ayudase a seguir con orgullo hasta su último aliento. Porque en ese instante preciso supo que pronto moriría.
Palo vio entrar a Faron en el salón dos horas más tarde, completamente cambiado, con la maleta en la mano.
—Adiós, Palo —anunció el coloso con tono solemne.
Palo lo miró, atónito.
—¿Adónde vas?
—A cumplir con mi deber. Gracias por tu poesía.
—¿No quieres cenar?
—No.
—¿Te llevas la maleta? ¿Ya no vuelves aquí?
—No. Nos vemos en París. Ya sabes la dirección.
Palo asintió, aunque no comprendía nada. Faron le estrechó vigorosamente la mano y se fue. Tenía cosas que hacer, debía marcharse. Tenía que presentarse en la cita más importante del mundo.
Visitó algunos cementerios, pidiendo perdón a los muertos, y después recorrió la ciudad, y distribuyó dinero entre los indigentes, a los que nunca había ayudado. Al final, hizo que le llevaran al Soho, donde las putas. En enero, al volver de Londres y al encontrarse con todos, como Marie le había rechazado y Laura se había burlado de él, había tenido que irse de putas. En las habitaciones de las pensiones había golpeado a algunas, sin razón, o porque estaba enfadado con el mundo. Ahora fue pidiendo perdón a las putas con las que se iba cruzando, al azar. Ya no adoptaba la postura del orgulloso combatiente, sino que llevaba los hombros caídos, arrepentido, la mirada al suelo, cabizbajo. Penitente, besando la cruz que colgaba de su cuello, salmodiaba: «Que me perdonen mis errores, que perdonen mis yerros. / Yo, que no soy más que un pequeño viajero, / que no soy más que las cenizas del viento, el polvo del tiempo. Perdóname, Señor… Perdóname, Señor…».
En una callejuela, se cruzó con una chica a la que había pegado; ella le reconoció a pesar de su atavío de fantasma blanco.
—¡Llévame contigo! —gritó, medio loco, en su inglés confuso.
Ella se negó. Tenía miedo.
—Llévame contigo, no te haré nada.
Se puso de rodillas y le tendió unos billetes, suplicante.
—Llévame contigo, y sálvame.
Había mucho dinero. Ella aceptó. Mientras la seguía hasta el sórdido edificio donde prestaba sus servicios, él continuaba su soliloquio en francés.
—¿Me perdonas? ¿Me perdonas? Si no me perdonas tú, el Señor no me perdonará. Y lo necesito, ¡lo necesito para morir bien!
La chica no entendía nada. Entraron en la habitación, segundo piso. Un minúsculo cuarto sucio.
Faron le volvió a pedir perdón por los golpes. Sí, si ella encontraba las fuerzas para perdonarle, él podría marcharse a Francia en paz. Necesitaba estar en paz, al menos hasta poder volar el Lutetia. Después, el Todopoderoso podría hacer de él lo que quisiera para expiar su desgraciada vida. Que el Señor le hiciese judío, el castigo supremo. Sí, cuando la Gestapo le cogiese, juraría que era judío.
Permanecieron de pie. Ella, asustada, y él, murmurando como un loco.
—¡Bailemos! —exclamó de pronto.
Vio un tocadiscos. La chica llevaba un triste vestido negro de tela barata que se le pegaba a su cuerpo contrahecho. A él le pareció guapa. Puso la aguja sobre el disco y la música invadió la habitación. Ella permaneció inmóvil; fue él quien se acercó. La tomó con delicadeza entre sus brazos, unieron las manos y bailaron, lentamente, con los ojos cerrados. Bailaron. Bailaron. Y cuanto más la estrechaba contra él, más suplicaba al Señor que le perdonase sus pecados.
En aquel mismo instante, en el piso de Bloomsbury, mientras Faron bailaba por última vez, Palo, con el torso desnudo frente al espejo del cuarto de baño, hundía la punta de su navaja en la cicatriz, para repasarla. Hizo una mueca de dolor. Solo se detuvo cuando vio una gota de sangre. Sangre púrpura, casi negra. La dejó brotar un poco y se manchó los dedos. Y bendijo su sangre, porque era la sangre de su padre. Su padre había permanecido siempre a su lado; su sangre no había dejado de fluir dentro de él. Y mientras dibujaba de nuevo la marca de los hijos infames, maldijo la guerra. Poco importaba el SOE, poco importaba su misión: su única obsesión a partir de entonces sería llevar a su padre lejos de París y ponerlo a salvo.