21.
Claude salió de la boca de metro, en la estación de Hide Park Corner. Contemplando el bullicio de la calle, aspiró el aire frío de Londres con deleite y extendió las manos para atrapar algunas gotas de llovizna. Había echado de menos hasta la lluvia. Se volvió y se aseguró de que Gordo, que podía a duras penas con el montón de regalos que llevaba encima, subía detrás de él las escaleras que conducían al exterior.
—¿Sabes dónde es, Ñoño? —preguntó Gordo.
Claude observó la calle y se decidió por una dirección fiándose de los números de los portales. Recorrieron Knightsbridge Road y sus casas de ladrillo rojo; era un bonito barrio, y en el crepúsculo, miraron a través de las ventanas, que los árboles desnudos habían dejado de ocultar, espiando los cómodos interiores, las altas librerías, las mesas dispuestas para la fiesta. Claude comprobó la dirección en un trozo de papel y encontró rápidamente el edificio, una ancha construcción de estilo victoriano, dividida en tres casas estrechas pero altas. Allí era. Su corazón se aceleró. Mientras esperaba a Gordo, que avanzaba con más lentitud, se miró en el cristal de un coche, inspiró hondo y se ajustó el chaleco. Había cambiado: le había crecido el pelo y una fina y oscura barba cubría sus mejillas. Hacía tanto tiempo que no se habían visto… Casi un año.
Gordo llegó por fin.
—¿Estarán todos? —se preguntó.
Claude suspiró con bondad.
—Ya me lo has preguntado. Stanislas me dijo que Faron y Denis no habían vuelto todavía.
—¿Y estás seguro de que los demás estarán?
—Sí.
—¿Y están bien?
—Sí, están bien.
—¿Los pequeños boches no les han hecho daño?
—Están bien.
Gordo lanzó un ruidoso suspiro de alivio. Había repetido exactamente la misma cantinela tres veces en el metro.
Franquearon la verja de hierro forjado; Claude se arregló una última vez ante la puerta. Y llamó.
Habían pasado casi diez meses desde el final de la formación del SOE. Era Navidad, y en pocos días empezaría 1943. De los once aspirantes que habían conseguido llegar hasta la última escuela de Beaulieu, nueve de ellos se habían convertido en agentes de la Sección F: Stanislas, Aimé, Denis, Key, Faron, Gordo, Laura, Claude y Palo. Frank y Jos habían fracasado en el ejercicio final.
Fue Aimé el que abrió la puerta, entusiasmado de volver a ver a sus compañeros y encontrarse con el cura convertido en hombre y a su enorme acompañante, que no había cambiado nada.
—¡Joder! ¡Ñoño y Gordo!
Abrazó a Claude y le dio unas buenas palmadas en los hombros a Gordo, porque los regalos impedían que los dos se estrecharan.
El grupo no había podido reunirse desde Beaulieu. Algunos se habían cruzado brevemente entre dos misiones, en los despachos de la Sección F en Londres, pero era la primera vez que estaban casi todos juntos, para celebrar la Navidad en el piso de Stanislas, esa Navidad que no habían podido celebrar un año antes, cuando estaban en pleno entrenamiento en la soledad de Escocia.
Key llegó corriendo a su vez, atravesando el recibidor con copas llenas de champán.
—¡Feliz Navidad! —gritó a los recién llegados.
—¡Feliz Navidad para ti también, mi querido Kiki! —respondió Gordo, contento.
Tras él apareció Stanislas, con una bandeja de pasteles en las manos. Había adelgazado. Gordo tiró sus regalos al suelo y todos se abrazaron. Rieron. Seguían siendo los mismos pero habían cambiado tanto… Y mientras Claude y Gordo se quitaban sus largos abrigos de invierno, se observaban entre ellos. Se habían dejado siendo aspirantes, ahora eran agentes del SOE, incorporados con el grado de teniente en el seno de la Sección F. Después de Beaulieu, a algunos los habían enviado directamente al terreno, otros habían seguido todavía en otra escuela de especialización, pero para entonces ya habían efectuado todos al menos una operación en Francia. Con mayor o menor éxito, porque el año que acababa había sido malo para el SOE, marcado por los fracasos y, como muchos agentes de la Sección F, ellos habían sido repatriados a Londres para que la Comandancia General del SOE hiciese balance de la situación. Alemania dominaba la guerra.
En el piso, sonó de nuevo el timbre. Gordo, que insistía en abrir, volcó una mesa baja por su precipitación. Eran Laura y Palo. Ya estaban casi todos reunidos, tras varios meses de guerra. Key había planificado atentados que no habían tenido lugar, en la región de Nantes, donde convergían numerosos soldados de la Wehrmacht. Claude, que hacía de enlace con las redes, había vivido la desilusión de los Hombres, esa que Doff le había contado a Palo. Aimé había descubierto los difíciles antagonismos con las fuerzas francesas libres, que desconfiaban de los ingleses y sobre todo de la Sección F, que no era gaullista. Laura, en misión en Normandía, había estado a punto de ser capturada por la Gestapo después de que uno de sus principales contactos fuese arrestado y la red fuera desmantelada parcialmente por los alemanes. Pero ¿quién podía reprochar a alguien que hablara bajo tortura? Stanislas había resultado herido durante su primer salto en paracaídas, en mayo, y, a su regreso a Londres, había sido destinado al cuartel general del SOE. En cuanto a Faron y Denis, todavía estaban sobre el terreno: Denis como pianista en la región de Tours, y Faron en misión en París.
En el piso se sucedieron los gritos del reencuentro, y todos se pellizcaron las mejillas como para asegurarse de que seguían indemnes. Después, en la inmensa cocina, tuvo lugar la ruidosa preparación de la comida. Era una costumbre que conservaba Stanislas desde antes de la guerra: marcharse el fin de semana al campo con amigos, beber, practicar tiro al pichón y cocinar juntos para estrechar lazos. Pero sus compañeros de guerra, que nunca habían conocido la educación de Eton, eran unos pinches lamentables. A Claude y Palo, tras haber organizado una batalla de utensilios y haber roto un robot de cocina, los mandaron a preparar la mesa y a poner la cubertería de plata y la cristalería. A Key, que había quemado la salsa, le obligaron a sentarse y observar, simplemente. Y mientras los pocos que trabajaban, en medio de un barullo infantil, terminaban de preparar el menú, con Stanislas dirigiendo, Aimé con el pavo y Laura con el vino, Gordo, escondido tras la puerta de un armario y con la cabeza en el frigorífico, probaba la crema de los pasteles que había entregado ese mismo día un pastelero de renombre. Una vez probado, rellenaba el agujero que dejaba en cada pastel extendiendo la crema restante con el dorso de una cuchara, y pasaba al siguiente.
Por fin se sentaron a cenar en el comedor, una hermosa habitación tapizada que daba a un patio interior.
Cenaron elegantes, felices, recordando Wanborough Manor, Lochailort, Ringway, Beaulieu. Hablaron de su fuga, y del ejercicio de guía aérea de Gordo y Claude borrachos. Enriquecían los relatos, la nostalgia les hacía exagerar los detalles.
Cenaron durante horas. Comieron como si hiciera meses que no hubiesen probado bocado, quizás años. Dieron cuenta del pavo, las verduras, las patatas, el cheddar demasiado hecho, los pasteles ya estrenados; y como algunos no tuvieron suficiente, fueron a saquear la despensa ante la mirada aprobadora de Stanislas. Se lo comieron todo: morcilla, salchichas, frutas, conservas, verduras y dulces. Cuando dieron las tres de la mañana se prepararon unos huevos fritos, que acompañaron con unas galletas de azúcar. Iban de la mesa de ébano a los sofás del salón, donde se instalaban para recuperarse un poco, con el botón del pantalón discretamente abierto y un vaso de alcohol fuerte en la mano para ayudar a la digestión; después volvían a comer, enardecidos por los gritos de Aimé que, instalado frente a los fuegos, terminaba alguna improvisación.
Al alba, Gordo distribuyó sus regalos, regalos horribles, como en Beaulieu, pero llenos de amor. Así, a Key, que recibió un par de calcetines, le espetó Gordo: «¡Son calcetines de Burdeos! ¡Nada de bagatelas!». Key era originario de Burdeos y, en su cabeza, bendijo a Alain Gordo, el hombre más bueno del mundo. En cuanto a Laura, recibió un colgante dorado, de mal gusto pero escogido con infinito esmero. Emocionada, avergonzada por haber venido con las manos vacías, abrazó a Gordo para darle las gracias.
—No aprietes mucho —sonrió el buen gigante—, he comido demasiado.
Ella le miró a los ojos y posó sus bonitas manos sobre los enormes hombros de él.
—Creo que has adelgazado.
—¿En serio? Ay, si supieras lo que me arrepiento de haber comido tanto esta noche. Porque en Francia he hecho un poco de régimen. Para estar menos…, menos como yo, sí. No es fácil ser como se es, mi querida Laura, ya lo sabes, ¿no?
—Lo sé.
—Pues bien, pensé, puestos a sufrir del estómago por miedo a los boches, qué más da sufrir también por no comer lo suficiente. Así he adelgazado un poco… Es por Melinda.
—¿Sigues pensando en ella?
—Todo el rato. Es lo que pasa cuando uno está enamorado de verdad, que no se lo quita uno de la cabeza. Así que quiero estar guapo cuando vaya a verla.
Laura posó un dedo a la altura de su corazón.
—Ya eres muy guapo ahí dentro —le susurró—. Sin duda eres el mejor hombre del mundo.
Gordo enrojeció. Y sonrió.
—Preferiría ser el hombre más guapo del mundo.
Laura le besó en la mejilla para demostrarle toda su ternura. Dejó allí sus labios un buen rato, para que el gigante obeso sintiese lo mucho que le quería. Gordo había hecho régimen. Dios sabe lo que había vivido esos últimos meses: angustia, dificultades, frío, cansancio, miedo. El miedo. Y había hecho régimen. Menudo régimen.
El amanecer los sorprendió tumbados en el salón, somnolientos, plácidos. Se atrevieron a comentar sus misiones, un poco, pero solo se contaron las anécdotas. Aimé había conseguido embaucar a un policía francés a punto de arrestarle; Laura y Gordo se habían encontrado por pura casualidad en la misma villa del SOE cuando se disponían a volver a Gran Bretaña en barco; Stanislas había estado a punto de comerse un trozo de explosivo plástico en la oscuridad —Gordo replicó que el plástico no era tan malo como podía pensarse—; Key se había visto sin querer en el mismo hotel que otro agente al que estaba buscando como loco para establecer contacto. No hablaron de nada más, como para protegerse de la obsesión de lo que habían podido vivir en Francia. Las misiones habían sido difíciles, habían sufrido pérdidas. Stanislas lo sabía mejor que nadie, ahora que trabajaba en el cuartel general de la Sección F. Recientemente, dos agentes habían sido recibidos al aterrizar no por la Resistencia, sino por la Gestapo. Ese año habían llevado a cabo pocos sabotajes, había pocos éxitos que celebrar. El futuro de la guerra no era esperanzador y Stanislas estaba un poco más preocupado que el resto. Preocupado por el futuro de Europa, preocupado por sus compañeros, porque sabía que pronto volverían a Francia. Sabía lo que había pasado con algunos miembros del grupo, en Francia. Era el único que sabía lo que le había ocurrido a Gordo.