7.
Estaban en Inverness Shire, en el centro-norte de Escocia, una región salvaje, bordeada al oeste por un mar agitado, y cuyas tierras, tapizadas de un resplandeciente verde, se ahogaban bajo una bóveda de nubes grises y densas. El paisaje era asombroso, tan lleno de suaves ondulaciones en sus colinas como de ángulos cortantes en sus peñascos y acantilados, magnífico a pesar de la furia de los negros vientos de los primeros días de diciembre. En el compartimento de un tren que unía Glasgow con Lochailort, se encontraban de camino hacia su segunda escuela de formación. Como simples pasajeros.
Llevaban viajando un día y una noche. Todo parecía normal. El teniente Peter, que conversaba con David, el intérprete, vigilaba a sus pupilos con mirada distraída. La mayoría dormía en calma, los unos apoyados en los otros. El día apenas comenzaba. Gordo, Coliflor y Ciruelo dormían ruidosamente, apilados en una misma banqueta de tercera clase. Ciruelo, aplastado por el enorme Gordo, roncaba como un diablo.
Palo, la nariz pegada a la ventanilla del vagón, permanecía subyugado por la calma extraordinaria del país que contemplaba: la vegetación, densa y desordenada, se dejaba morder a veces por hileras de viejos manzanos con sus troncos entrelazados cariñosamente por el musgo, lo que les confería un toque gris. Las densas praderas eran el territorio de extrañas ovejas de espesa lana que pastaban bajo la llovizna, y cuyos machos portaban enormes cuernos con forma de espiral.
El tren atravesaba a ritmo lento toda la región de Glasgow rumbo a la ciudad de Inverness, al norte del país, deteniéndose en cada una de las pequeñas estaciones. Después de cruzar las praderas, la vía alcanzaba la costa y la recorría, para mayor deleite de Palo, extasiado aún más ante los rizos de agua verde que rompían contra los abruptos acantilados creando una espuma salvaje, todo ello rodeado por el vuelo de las gaviotas.
Bajaron del tren en Lochailort, un pueblo minúsculo al que llegaron a media mañana, encajado entre colinas y gigantescos roquedales marinos, bordeado por un loch largo y estrecho y cuya estación, en comparación, no era más que un insignificante andén sin más límite que una valla de madera y un cartel que anunciaba la estación. Protegidos dentro del tren, ninguno de los aspirantes había medido hasta qué punto hacía frío, un frío violento y voraz, que multiplicaba por diez un viento cortante.
Ya no sabían muy bien dónde se encontraban; el viaje desde Londres había sido largo. Dos camionetas sin ningún distintivo los esperaban al borde de la carretera bacheada que atravesaba el pueblo. Montaron aprisa y desaparecieron pronto detrás de las colinas, a merced de una pequeña pista de tierra —que no se podía llamar propiamente carretera— que parecía no llevar a ninguna parte. Durante todo el trayecto, no vieron ni un ser humano, ni una construcción. Ninguno de ellos había estado en el desierto, pero aquello se le asemejaba.
Aquel día el grupo de aspirantes se dio cuenta realmente de lo que significaba el SOE y de su amplitud, cuando llegaron ante una inmensa mansión oculta tras un bosque de pinos y que se levantaba frente al mar embravecido, en medio de ninguna parte. Era Arisaig House, el cuartel general del SOE para las escuelas especiales de refuerzo, roughning schools, como las llamaban los ingleses. Las instalaciones, en las que reinaba una gran agitación, estaban repletas de gente. Diferentes secciones iban y venían, algunas en formación militar y otras en divertido tropel. Se escuchaban todas las lenguas: inglés, húngaro, polaco, holandés, alemán. Los aspirantes en uniforme de comando se dirigían a las galerías de tiro y a las zonas de ejercicio. Si bien el cuartel general del SOE se encontraba en Londres, Escocia se había convertido en uno de sus centros neurálgicos para la formación de reclutas, a resguardo gracias al aislamiento natural del país.
Las secciones se instalaban en pequeñas casas solariegas que rodeaban Arisaig House. No había nadie en kilómetros a la redonda. El gobierno había declarado el lugar zona de acceso restringido para la población civil, aprovechando la presencia cercana de una base de la Royal Navy para justificar tal medida sin despertar la curiosidad general. Así, ninguno de los habitantes de la región imaginaba que en el interior del bosque, justo frente al mar, se levantaba una auténtica pequeña ciudad secreta en la que voluntarios procedentes de toda Europa recibían lecciones de sabotaje. Palo, Key, Gordo, Laura y los demás se dieron cuenta entonces de que, a pesar de su dureza, la escuela previa de Wanborough Manor no era nada: flan, cartón piedra, un decorado teatral para descartar a los elementos no aptos y quedarse con los potenciales. Una vez pasado el filtro, todos los aspirantes de todos los países convergían en Arisaig House, lugar único de aprendizaje de los métodos de acción del Servicio. Solo ahora accedían al inmenso secreto del SOE, ellos que meses antes ni siquiera habrían soñado con unirse a los servicios secretos británicos.
La casa que ocuparon los trece aspirantes de la Sección F era una pequeña construcción de piedra oscura levantada al pie del acantilado, sobre un trozo de terreno rodeado de mar y rocas que formaba una península, y salpicado de árboles largos y sinuosos cuyos troncos enmohecidos se doblaban peligrosamente. Se atisbaba a lo lejos la casa de la sección noruega, Sección SN, mientras que en el bosque cercano se encontraba la de la sección polaca, Sección MP.
Se instalaron en sus habitaciones y encendieron sus estufas. Key y Palo, fumando junto a la ventana, contemplaban a los polacos, que se estaban entrenando. Sentían un cierto orgullo por haber llegado hasta allí, hasta el corazón de la Resistencia, y tenían la impresión de ser ya agentes ingleses, o casi. Aquello los convertía en hombres con un destino. Existían.
—Formidable —dijo Palo.
—Extraordinario —asintió Key.
Vieron a lo lejos a Coliflor, que parecía volver de expedición, con las mejillas rojas.
—¡Hay chicas! ¡Hay chicas! —gritó.
En los dormitorios, todos se precipitaron hasta las ventanas para escuchar al jadeante heraldo.
—¡Coliflor quiere aprender a follar! —se burló Slaz, provocando la carcajada general.
Coliflor prosiguió sin prestar atención, usando las manos como altavoz para que le oyesen bien.
—Hay un grupo de noruegas en la casa de al lado, trabajan en Cifra y en Información.
Cifra eran las comunicaciones encriptadas.
Los chicos sonrieron: la presencia femenina era un bálsamo para el corazón. Pero apenas tuvieron tiempo de pensar en ello, porque el teniente Peter ya los estaba convocando para una reunión en el pequeño comedor de la planta baja. Le encontraron allí con dos nuevos aspirantes que se disponían a ingresar en el grupo: Jos, un belga de aproximadamente veinticinco años, que venía de la escuela previa de la sección holandesa, y Denis, un canadiense de unos treinta procedente del Campo X, el campamento inicial de los voluntarios de América del Norte, con base en Ontario. Los dos se unían a la Sección F.