24.

A principios de la tercera semana de enero, un Westland Lysander de la RAF aterrizó en plena noche en la pista del 161 Escuadrón, con base en Tangmere, cerca de Chichester, en West Sussex. A bordo del avión, Faron silbaba, aliviado por haber llegado a Inglaterra. Ya pensaba que no vendrían a buscarle; las condiciones climáticas habían impedido el vuelo varias veces. Bajó del aparato, estirando su inmenso cuerpo, lleno de repentina alegría. Toda la presión de la misión se aliviaba por fin, una presión insoportable, una angustia de animal perseguido.

Volvió a Londres en coche. A primera hora del día siguiente, presentó su informe en Portman Square, donde se encontró con Stanislas. Indicó todos los posibles blancos de sabotaje, salvo el Lutetia. Para lo del Lutetia esperaría, no quería que le robasen su gloria. Tampoco mencionó la existencia de su piso franco: solo hablaría de él a oficiales de alta graduación, no le interesaba la morralla. Le informaron entonces del inicio de su permiso, y se dirigió a un piso de tránsito en el barrio de Camden, con un agente yugoslavo muy alto como compañero. Fue Stanislas quien le llevó; Faron seguía siendo igual de desagradable, pero el veterano del grupo, por amistad, le propuso reunirse con sus antiguos compañeros aspirantes para una partida de cartas en Mayfair, esa misma noche.

Alrededor de la mesa, en casa de Aimé, las cartas ya no importaban: todas las miradas se dirigían hacia el repugnante corte de pelo que portaba el recién llegado.

—¿Te has dejado crecer el pelo? —preguntó al fin Laura, rompiendo el silencio de la partida.

—Ya lo ves. Era indispensable para pasar desapercibido. Soy alto, así que si encima soy calvo, es difícil no acordarse de mí… Pero debo decir que estoy muy contento con este pelo. Además, he encontrado una gomina francesa genial.

¡Se ponía gomina! Nadie se atrevía a mirar por miedo a echarse a reír; era un nuevo Faron. Todos habían cambiado después de sus misiones, pero Faron lo había hecho para peor.

Laura se esforzó en seguir la conversación comentando algunas banalidades y Faron continuó respondiendo animado, agitando los dedos sobre sus cartas pero sin mirarlos; le agradaba la voz de Laura, tenía un timbre suave y sensual. Se había dado cuenta de que se sentía atraída por su nuevo corte de pelo. Laura le gustaba desde los primeros días en Wanborough, pero nunca se había decidido a cortejarla. Ahora era distinto, necesitaba una mujer. ¿Por qué diablos esa Marie no había querido saber nada de él? Quería una mujer de verdad, una mujer para él, que pudiese tocar cuando le pareciese. No putas, por favor, nada de putas a las que habría que pagar en cada ocasión por un poco de amor, como un mendigo, como un excluido, como un don nadie. No putas, por Dios, esa humillación no. El gran seductor encendió un cigarrillo.

Todos observaron sus formas. Acababa de prender el pitillo, y ahora chupaba la colilla de la forma más repugnante posible, ruidosamente. No pudieron aguantar serios más tiempo y se echaron todos a reír. Por primera vez, Faron comprendió que se reían de él. Sintió que su corazón se encogía.

Pasaron los días. Una tarde, paseando con Key por Oxford Street, Palo descubrió, por casualidad en un escaparate, la chaqueta de tweed que soñaba comprarle a su padre. Una chaqueta de traje, magnífica, gris antracita, perfectamente entallada. Y se la compró de inmediato. Había dudado un poco con la talla, pero, en el peor de los casos, podrían hacerse algunos retoques. En unos diez días, a finales de mes, sería el cumpleaños de su padre. Por segunda vez no podría felicitarle. Mientras esperaba el día del reencuentro, abrazaba la chaqueta, cuidadosamente guardada en el armario de su habitación en Bloomsbury.

El domingo siguiente, al final de la tercera semana de enero, por iniciativa de France Doyle, Laura invitó a Palo a comer en la casa de Chelsea. Traje elegante, pierna de cordero y patatas del jardín. Esa mañana, antes de partir, en la cocina de Bloomsbury y preocupado por dar buena impresión, Palo suplicó a Key que le ayudase.

—¡Dime algunos temas de conversación! —gimió.

Gordo, con ellos a la mesa, inmerso en su libro de inglés, asintió con la cabeza, declamando su gramática en voz alta:

Hello papy, hello grany, very nice to meet you, Peter works in town as a doctor.

—Habla de caza —dijo Key sin pestañear—, a los ingleses les gusta la caza.

—No sé nada de caza.

How can I go to the central station? —continuaba la banda sonora en segundo plano—. Yes no maybe please goodbye welcome.

—Habla de coches. Al padre le gustarán seguramente los coches. Tú mencionas los coches, él te hablará del suyo y tú te haces el asombrado.

My name is Peter and I am a doctor. And you, what is your name?

—Pero ¿y si me hace preguntas sobre mecánica?

—Improvisa, hemos dado clases durante la formación.

Everyday I read the newspaper. Do you read the newspaper, Alan? Yes I do. And you, do you? Oh yes I do do. Do. Do. Do re mi fa sol la si do.

Key, molesto, dio una patada bajo la mesa a Gordo para que detuviera su cháchara. Gordo gritó, Palo rio y Key concluyó:

—Escucha, si eres capaz de dirigir operaciones para los servicios secretos del país, sabrás sobrevivir a los padres de Laura. Simplemente piensa que son de las SS y que tienes que librarte de ellos.

La comida transcurrió de maravilla. Palo se entendía bien con los Doyle, les daba buena impresión. Era amable y educado, y luchaba por no perder el hilo de su inglés. France observaba a la pareja de enamorados que Palo formaba con su hija, sentada a su izquierda. Eran discretos, pero las señales no engañaban. Y ella llevaba tiempo convencida. Así que era por él por quien su hija, cada día, se arreglaba con tanto esmero. Sí, France escuchaba a través de la puerta del cuarto de baño, a escondidas, a su hija ponerse guapa para salir. Se sentía aliviada: el anterior enero, cuando Palo le había revelado el secreto, había sentido tanto miedo por Laura que había estado varias noches seguidas sin dormir. Estos últimos meses solo había visto de pasada a su hija, que había partido a Europa en dos ocasiones, durante largos periodos, supuestamente con el FANY. Había tenido ganas de decirle que estaba al corriente, que sabía todo lo de los servicios secretos británicos, que estaba inquieta pero orgullosa, pero no había dicho nada, era demasiado difícil. Durante las ausencias de Laura, ella y Richard habían recibido cartas del ejército: «Todo va bien, no se preocupen», decían. ¿Cómo no preocuparse?, meditaba France, pensando en su hija que mentía por una gran causa. Pero, al fin y al cabo, ¿qué gran causa era? La de la humanidad, la de nadie. Laura había vuelto en verano; sombría, cansada, enferma, con una cara terrible. «El FANY, el frente, la guerra», se había justificado Laura. El FANY. Mentía. Una noche, mientras su hija dormía profundamente, France Doyle la había contemplado durante el sueño, sentada al lado de su cama, compartiendo ese terrible secreto: su hija mentía. Se había sentido sola y aterrada, y al marcharse Laura de nuevo, había empezado a esconderse con frecuencia en un ropero del segundo piso para sollozar. Y cuando se le acababan las lágrimas, permanecía un rato más en el inmenso ropero, hasta que sus ojos se secaban por completo; el servicio no debía saber nada, y Richard menos aún. Después Laura había vuelto, hacía un mes, a mediados de diciembre. Otro permiso, esta vez más largo, y a France le había parecido que tenía mejor cara: canturreaba a menudo, y siempre se ponía guapa. Estaba enamorada. Qué felicidad verla salir con sus bonitos vestidos, feliz. Se podía ser feliz y hacer la guerra.

Ese domingo, después de comer, France Doyle entró en el ropero donde, meses antes, había llorado regularmente por el destino de su hija. Se arrodilló, con las manos unidas y los ojos cerrados, invadida de fervor, y agradeció al Señor haber colocado en el camino de su hija a ese chico brillante y audaz que era Palo. Que la guerra los libre, a ellos, los valientes. Que el Todopoderoso los proteja, a los dos hijos. Que esa guerra no sea más que el punto de partida de su encuentro y que el Señor se lleve su propia vida a cambio de la eterna felicidad de su hija. Sí, si todo salía bien, iría a ayudar a los pobres, reconstruiría los tejados de las iglesias, financiaría órganos y encendería centenares de cirios. Cumpliría los votos más inimaginables, si el Cielo era clemente con ellos.

Pero en lo que no había reparado France Doyle era en que ni Palo ni Laura se daban cuenta de cuánto se amaban el uno al otro. Por ejemplo, podían conversar durante horas, inagotables, apasionados, insaciables amantes, como si, en cada ocasión, llevasen años sin verse. Palo le parecía a Laura un ser brillante, pero él no era consciente de ello y, temiendo que ella acabase cansándose, multiplicaba las estrategias para impresionarla; hojeaba libros y periódicos para hacer sus conversaciones más interesantes y, en muchas ocasiones, si pensaba que no sabía lo suficiente, se culpaba hasta el día siguiente. Cuando salían a cenar juntos a algún restaurante, ella se preparaba durante horas para llegar resplandeciente, con bonitos vestidos de noche y zapatos a juego. Él se quedaba fascinado, pero ella no se daba cuenta de nada. Le parecía que se había arreglado en exceso y se llamaba idiota a sí misma por haberse pasado la tarde en el cuarto de baño de Chelsea emperifollándose, cuidándose, peinándose, maquillándose, probándose ropa, cambiándose y volviéndose a cambiar; por haber vaciado su armario, haber tirado todo por el suelo mientras echaba pestes porque nada le quedaba bien, porque era la más fea del mundo. Así era como, envueltos en todas estas comedias, Laura y Palo no habían vuelto a decirse lo mucho que se amaban. Y no veían, ni siquiera en el corazón de la noche, abrazados en la habitación de Palo, lo que los demás a su alrededor llevaban viendo hacía mucho tiempo.

Al final de la semana siguiente, enero tocó a su fin y llegó el cumpleaños del padre. Ese día, Palo no se afeitó; era un día triste. A primera hora de la mañana, sacó del armario la chaqueta de tweed que había comprado para la ocasión, y con ella puesta, deambuló por la ciudad. La llevó por lugares que le gustaba frecuentar y se imaginó un día con su padre, de visita en Londres.

—Es magnífica —le dijo su padre—. ¡Llevas una buena vida!

—Lo intento —respondió modestamente el hijo.

—¡No lo intentas, lo consigues! ¡Mírate! ¡Eres teniente del ejército británico! Piso, salario y héroe de guerra… Cuando te marchaste no eras más que un niño y ahora te has convertido en alguien excepcional. El día de tu marcha te hice la bolsa, ¿recuerdas?

—Lo recordaré siempre.

—Te puse buena ropa. Y también salchichón.

—Y libros… Me pusiste libros.

El padre sonrió.

—¿Te gustaron? Eran para ayudarte a aguantar.

—He aguantado gracias a ti. Papá, todos los días pienso en ti.

—Yo también, hijo. Todos los días pienso en ti.

—Siento haberme marchado…

—No lo sientas. Te marchaste porque era necesario. ¿Quién sabe qué me habría pasado si no hubieses estado haciendo la guerra?

—Quién sabe en qué nos habríamos convertido si me hubiese quedado junto a ti.

—No te habrías hecho un hombre libre. No te habrías hecho tú mismo. Esta libertad, hijo mío, está inscrita dentro de ti. Esta libertad es tu destino. Me siento orgulloso.

—A veces no me gusta mi destino. El destino no debería separar a la gente que se quiere.

—No es el destino el que separa a la gente. Es la guerra.

—Pero ¿la guerra forma parte de nuestro destino?

—Esa es la gran pregunta…

Caminaron; fueron hasta la casa de los Doyle, en Chelsea, luego comieron donde Laura había llevado a Palo durante su primer permiso, después de Lochailort. Terminada la comida, el hijo regaló la chaqueta a su padre.

—¡Feliz cumpleaños! —exclamó.

—¡Mi cumpleaños! ¡No lo has olvidado!

—¡Nunca lo he olvidado! ¡Nunca lo olvidaré!

El padre se probó la chaqueta: le quedaba perfectamente, las mangas caían bien.

—¡Gracias, Paul-Émile! ¡Es soberbia! Me la pondré todos los días.

El hijo sonrió, feliz de que su padre fuera feliz. Tomaron café, y volvieron a pasear por Londres. Pero, de repente, el padre se detuvo en la acera.

—¿Qué haces, papá?

—Ahora debo volver.

—¡No te vayas!

—Debo hacerlo.

—¡No te vayas, sin ti tengo miedo!

—Vamos, ahora eres un soldado. No debes tener miedo.

—Tengo miedo de la soledad.

—Debo marcharme.

—Lloraré, papá.

—Yo también lloraré, hijo mío.

Cuando Palo recuperó el sentido, lloraba, sentado en un banco en un barrio al sur de la ciudad que no conocía. Tiritaba. La chaqueta de tweed había desaparecido.