59.
Ya nadie le quería. Así que se había marchado. Sobre el puente del barco que le llevaba a Calais, Gordo veía Inglaterra alejarse. El viento furioso de finales de otoño le golpeaba el rostro. Estaba triste. Eran los últimos días de octubre de 1944, y ya nadie le quería.
Key, Gordo y Claude habían vuelto a Londres a principios de septiembre. A su llegada, a Gordo le invadía la euforia: qué alegría volver a encontrarse con los suyos, Stanislas, Doff y Laura, qué alegría estrechar a Laura contra él. El niño había nacido el día del Desembarco. Un varón, que se había adelantado un mes pero que tenía buena salud. El pequeño Philippe. Al verlo por primera vez, Gordo se había dado cuenta de que desde entonces ese niño sería su razón de vida; su casi hijo, su sueño. Qué alegría ver al hijo de Palo, cogerlo en brazos; qué alegría estar todos juntos en el gran piso de Bloomsbury. ¡Qué alegría!
Septiembre había sido un mes de victorias, a Gordo le había encantado ese septiembre. La calma había vuelto a Londres, ya no había cohetes: gracias a la Resistencia, la RAF había localizado y destruido todas las rampas de lanzamiento instaladas en el litoral francés. Francia era un país libre; en aquel mes, las últimas ciudades habían sido liberadas, y los ejércitos aliados que habían desembarcado en Normandía y en Provenza se habían encontrado en Dijon. Aunque la guerra en Europa no había terminado y proseguía en el Este y en Alemania, la Sección F había completado su labor. El grupo SOE/SO había llegado a un acuerdo con la Francia libre sobre el destino de los agentes franceses del SOE: podrían volver a la vida civil en Francia sin preocuparse, o bien integrarse en el ejército francés con idéntico grado al obtenido en el Servicio.
Habían contribuido a aplastar a los alemanes: ni sus sufrimientos ni sus miedos habían sido en vano. Podían sentirse orgullosos, felices. Pero no era el caso. Y rápidamente Gordo constató que faltaba esa alegría en Bloomsbury.
Claude y Key se mostraban sombríos, atormentados, con el alma desgarrada; ya no reían, ya no salían. Nadie sabía lo de Robert, nadie debería enterarse nunca; se encerraban en el silencio de la vergüenza. Cuando coincidían a solas en una habitación y Claude se atrevía a sacar el tema, Key, para cortar por lo sano la conversación, repetía que aquello eran cosas de la guerra, que no se podía esperar nada mejor de ellos después de dos años en condiciones espantosas, que había que dejar de darle vueltas, y que pronto lo olvidarían.
—¡Pero hemos cedido ante el odio! —se lamentaba Claude.
—¡Hemos combatido! —matizaba Key.
Claude lo dudaba: los enemigos son mortales, pero el odio no. Envenena la sangre y se transmite de padres a hijos, durante generaciones, y eso hace que no exista un fin, que los combates sean vanos. Qué importa matar al enemigo si no se termina con su instinto de odio, gorgona terrible.
Gordo no comprendía qué pasaba; se sentía muy solo. Después de haber soñado tanto con ese regreso, tenía la impresión de que nadie le quería. Claude le evitaba; y cuando Gordo le preguntaba por qué estaba tan triste, el cura no respondía. Una vez le había dicho simplemente: «No podrías entenderlo, Alain», y Gordo había sentido que su corazón se desgarraba de pena.
Stanislas seguía encargándose de los grupos interaliados de las secciones de países del Este. No tenía tiempo para ocuparse de Gordo. Doff tampoco, centrado todavía en el contraespionaje.
En cuanto a Laura, por lo general tan radiante, conforme había ido avanzando el otoño se había sentido más presa del calendario, y se la notaba triste por el primer aniversario de la muerte de Palo. Al buen Gordo le parecía que las fechas y los calendarios eran invenciones malvadas que solo servían para llenar a la gente de tristeza recordando que los muertos están muertos, cosa que todo el mundo ya sabe. Había intentado entretenerla, hacer que se distrajera, llevarla a tiendas, a tomar algo. Pero no había tenido mucho éxito. ¿Por qué no volvían a ese café, cerca del British Museum, donde le había desvelado su embarazo? Ay, se había sentido tan orgulloso de haber guardado el secreto. También le había propuesto varias veces ocuparse del pequeño Philippe, para quitarle trabajo; lo cuidaría bien, en cierto modo era su falso padre. Pero se había dado cuenta de que Laura se sentía incómoda. De hecho, no dejaba nunca al niño a cargo de él, tan brusco, demasiado distraído, y no se sentía tranquila cuando él lo cogía en brazos. Qué desgracia, qué desgracia de existencia, ¡con lo que había soñado con ese niño durante los meses de guerra! Algunas tardes, cuando hacía buen tiempo, había acompañado a Laura al parque. Los árboles de otoño rutilaban, ella reía con su hijo en los brazos, espléndida, espléndidos los dos. Alzaba a Philippe al cielo y el niño también reía, como su madre. Y Gordo los contemplaba alejado, el gordo-mantecoso-que-apenas-servía-para-empujar-el-cochecito. Tenía la impresión de no tener derecho a existir por ese niño. Sufría. ¡Por qué diablos sus amigos le odiaban, a él, que tanto los quería! A Gordo le parecía que la inexorable maldición del final de la guerra le alcanzaba: la guerra terminaba y pronto él dejaría de existir.
Había intentado hablar con Claude, varias veces, pero Claude ya no era el mismo. Aunque dormían juntos en Bloomsbury, ahora que Philippe ocupaba su habitación, Claude evitaba a Gordo. Esperaba siempre a que el gigante se durmiese para entrar a acostarse. Gordo intentaba permanecer despierto, se pellizcaba para no dormirse y poder hablar con Claude cuando entrara, porque quería decirle lo triste que estaba, que el grupo ya no era como antes y que no entendía por qué. ¿Por qué esa vida de alegría que había esperado durante toda la guerra se había convertido en una vida de sombras y tristeza?
Una noche de octubre, todo había cambiado. Eran más de las doce, el piso entero dormía, pero Gordo había sabido aguantar sin cerrar los ojos. Fingió roncar. Claude había entrado a acostarse, y él había dado un salto y había encendido la luz. Era la primera vez que Claude se enfadaba con Gordo.
—Ya no es como antes, Ñoño —le había dicho sentándose sobre el colchón.
Claude se había encogido de hombros.
—Tú mismo tampoco eres como antes, Gordo.
Él se había sentido profundamente herido.
—¡Sí! ¡Soy el mismo! ¿Piensas que he cambiado? ¿Eh? Dilo. ¿He cambiado, y por eso ya no queréis saber nada de mí? ¿Qué ha pasado, Ñoño, es por haber matado hombres?
Claude no había respondido.
—¿Es eso, Ñoño? ¿Es porque hemos matado hombres? Pienso en ello todo el tiempo. Tengo pesadillas. ¿Tú también, Ño?
Claude se había puesto furioso.
—¡Deja de preguntarme! ¡Y deja de llamarme Ño, o Ñoño, o lo que sea! ¡Hay que pasar página! ¡Cumplimos con nuestro deber y ya está! Lo elegimos. ¡Elegimos todo esto! ¡Elegimos hacer la guerra y levantarnos en armas! Elegimos dejarnos guiar por nuestra cólera, mientras otros eligieron quedarse en su casa, acurrucados en una esquina. Elegimos levantarnos en armas. Nadie más que nosotros eligió eso, y nadie más que nosotros cargará con ello. ¡Elegimos matar! Nos hemos convertido en lo que elegimos, Gordo. Somos lo que somos, no lo que fuimos. ¿Lo entiendes?
Gordo no estaba de acuerdo. Pero había mucha cólera en la voz de Claude y eso le abrumaba. ¿Por qué no le había dicho desde el principio que no le gustaba su mote? Le habría buscado otro. Habría podido llamarle Zorro, porque pensaba que Claude se parecía a un zorro. Después de mucho dudar, el buen gigante se había atrevido a responder, en voz muy baja:
—Pero ¿algún día conseguiremos olvidar? Me gustaría olvidar…
—¡Ya basta, por el amor de Dios! ¿Quieres saber de qué somos capaces? ¡De todo! ¿Y sabes qué? El que más suerte ha tenido ha sido Palo, ¡porque no tendrá que vivir con aquello en lo que se había convertido!
—¡No hables así de Palo! —había gritado Gordo.
Claude había soltado un taco, se había puesto el pantalón y se había marchado del piso, harto. En la habitación vecina, Philippe se había despertado y se había puesto a llorar; Key y Laura se levantaron sobresaltados, alertados por los ruidos y los gritos.
—¿Qué pasa, Gordo? —le había preguntado Laura al entrar en la habitación.
Llevaba mucho tiempo sin hablarle con tanta dulzura. Pero Gordo ya no aguantaba más. Debía marcharse, lejos.
—¡Estoy hasta las narices! ¡A la mierda! —había contestado el dulce gigante.
—Pero, Gordo, ¿qué pasa? —había repetido ella.
Se le había acercado y le había puesto una mano amistosa sobre el hombro.
Sin responder, Gordo había tomado su vieja maleta y la había llenado con algunas cosas.
—Pero, Gordo… —había insistido Laura, que no entendía nada.
—¡A la mierda! ¡Me largo! ¡Me largo y se acabó!
Sus ojos desbordaban de lágrimas. Cómo se odiaba. Key también había tratado de razonar con él, pero Gordo no había querido escuchar nada. Había cerrado su maleta, se había puesto su abrigo y sus botines, y se había marchado sin perder un segundo.
—¡Gordo, espera! —habían implorado Laura y Key.
Había bajado los escalones de dos en dos, había salido a la calle y había corrido lo más rápidamente posible, huyendo en la noche. Pobre de él, ya no existía. Solo había existido haciendo la guerra. Había hecho amigos, habían visto sus cualidades. Laura le había dicho incluso que era el más guapo por dentro. El más guapo por dentro, era como ser el más guapo sin más. Pero ahora ya no era al que llamaban Gordo, sino Gordo el gordo. Se había detenido en una calle desierta, y había dejado estallar violentos sollozos: se sentía el hombre más solitario del mundo. Ni siquiera Claude quería saber nada de él; ya nadie le amaría nunca. Ni los hombres, ni las mujeres, ni los zorros. Quizás sus padres. Sí, sus padres, quería volver a ver a su madre, su madre querida que le amaría incluso aunque no fuera más que un sucio gordo. Quería llorar en sus brazos. Quería volver a Francia para siempre.
Así era como Gordo había abandonado Londres, convencido de que ya no le querían. Había cogido el autocar hasta la costa, y después había subido a bordo de un barco pesquero que cobraba por la travesía. El barco avanzaba lentamente por las aguas de la Mancha. Adiós a los ingleses, y adiós a la vida.
En el piso reinaba la incomprensión. Laura, Key, Claude, Doff y Stanislas habían buscado a Gordo por toda la ciudad durante dos días. Luego se habían reunido todos en la cocina. Tristes, se culpaban.
—Es culpa mía —dijo Claude—. No sé cómo se me ocurrió gritarle así…
—Y yo… —encadenó Laura—. No le hice caso… Por culpa de Philippe —escondió el rostro entre las manos—. ¡No lo volveremos a ver!
—No te preocupes, volverá. Hemos vivido dos años difíciles, pronto irá todo mejor.
Claude, hundido, salió de la cocina y se fue a su cuarto. ¿En qué se estaba convirtiendo? Después de lo que le había hecho a Robert, ahora hacía huir a Gordo, su buen Gordo, el mejor de los Hombres. Se arrodilló a los pies de la cama. Señor, ¿qué había hecho? Volvía a ver una y otra vez la casa de Robert en llamas: había torturado a un infeliz, a un ladrón de latas de conserva. Juntó las manos y empezó a rezar; quería que Dios volviera junto a él. ¿En qué se había convertido? Atormentado, rezaba.
Señor, ten piedad de nuestras almas. Estamos cubiertos de ceniza y hollín.
Ya no queremos matar.
Ya no queremos luchar.
¿En qué nos hemos convertido, nosotros que éramos Hombres y que ya no somos nada?
¿Adónde iremos ahora? Ya nunca seremos los mismos.
Ya nunca seremos Hombres, porque los Hombres, los auténticos, nunca han odiado; solo han intentado comprender.
Señor, ¿en qué nos han convertido nuestros enemigos, forzándonos a la batalla? Nos han transformado: han oscurecido nuestros corazones y quemado nuestras almas, empañado nuestros ojos y mancillado nuestras lágrimas. Nos han cambiado, nos han inoculado su odio, han hecho de nosotros eso en lo que nos hemos convertido.
Ahora somos capaces de matar, ya lo hemos hecho.
Ahora estamos dispuestos a todo, por nuestra causa.
¿Volveremos a encontrar el sueño, el sueño de los justos?
¿Volveremos a encontrar la fuerza?
¿Podremos amar de nuevo?
Señor, ¿el odio al prójimo se cura un día o nos ha contaminado para siempre? Peste de pestes, enfermedad de enfermedades.
Señor, ten piedad de nuestras almas.
Ya no queremos matar.
Ya no queremos luchar.
Ya no queremos que vuelva a cegarnos el odio; pero ¿cómo resistir a la tentación?
¿Nos curaremos un día de lo que hemos vivido?
¿Nos curaremos un día de aquello en lo que nos hemos convertido?
Señor, ten piedad de nuestras almas. Ya no sabemos quiénes somos.