3.
Wanborough era una mansión a pocos kilómetros de la ciudad de Guilford, al sur de Londres. Se accedía a través de una sola carretera, que serpenteaba entre las colinas hasta un conjunto irregular de edificios de piedra, algunos con varios siglos a cuestas, construidos en su momento para servir a Wanborough Manor, un dominio ancestral que databa del año 1000, que había sido, con el paso de los siglos, feudo, abadía y granja, antes de convertirse, en el mayor de los secretos, en una escuela de entrenamiento especial del SOE.
La formación impartida por el SOE preparaba, en pocos meses, a aspirantes de toda Gran Bretaña. Futuros agentes que eran instruidos en el arte de la guerra en cuatro escuelas. La primera, donde permanecían unas cuatro semanas, era una escuela preliminar —preliminary school—, uno de cuyos objetivos principales consistía en descartar a los aspirantes menos aptos para el Servicio. Las escuelas preliminares se habían instalado en mansiones diseminadas por el sur del país y en las Midlands. Wanborough Manor acogía sobre todo las escuelas preliminares de la Sección F. Oficialmente, y para los curiosos de Guilford, no era más que un campo de entrenamiento de comandos del ejército británico. Era un sitio bonito, una casa señorial, una propiedad verde sembrada de bosquecillos y lomas al lado de un bosque. El edificio principal se levantaba entre altos álamos y a su alrededor tenía algunos anexos: una enorme granja e incluso una capilla de piedra. Palo y los demás aspirantes comenzaban a acostumbrarse al lugar.
La selección era implacable: habían llegado veintiuno, en el frío noviembre, y ya solo quedaban dieciséis, incluido Palo.
Stanislas, cuarenta y cinco años, el mayor del grupo, un abogado inglés, francófono y francófilo, y antiguo piloto de combate.
Aimé, treinta y siete años, un marsellés de acento cantarín, siempre de buen humor.
Dentista, treinta y seis años, dentista en Ruan y que, cuando corría, no podía evitar resoplar como un perro.
Frank, treinta y tres años, un lionés atlético, antiguo profesor de gimnasia.
Rana, veintiocho años, que sufría crisis de depresión que no le habían impedido ser reclutado; parecía una rana con sus grandes ojos desorbitados en su rostro delgado.
Gordo, veintisiete años, llamado en realidad Alain, pero apodado Gordo porque estaba gordo. Decía que era por culpa de una enfermedad, pero su enfermedad consistía únicamente en comer demasiado.
Key, veintiséis años, procedente de Burdeos, un pelirrojo alto, fuerte y carismático, con doble nacionalidad francesa y británica.
Faron, veintiséis años, un temible coloso, una inmensa masa de músculos hecha para el combate y que, de hecho, había servido en el ejército francés.
Slaz el Cerdo, veinticuatro años, un francés del Norte de origen polaco, ágil y achaparrado, de mirada maliciosa, tez extrañamente bronceada, y cuya nariz parecía el hocico de un cerdo.
Ciruelo, el tartamudo, veinticuatro años, que no hablaba nunca porque se le trababa la lengua.
Coliflor, veintitrés años, que debía su apodo a sus inmensas orejas despegadas y a una frente demasiado grande.
Laura, veintidós años, una rubia de ojos brillantes y encantadores modales, procedente de los barrios acomodados de Londres.
Gran Didier y Max, veintiún años cada uno, poco dotados para la guerra, y que habían llegado juntos desde Aix-en-Provence.
Y Claude el cura, diecinueve años, el más joven de todos, dulce como una chica, que había renunciado al seminario para combatir.
Los primeros días habían sido los más duros, porque ninguno de los candidatos se había imaginado la dificultad de los entrenamientos. Demasiado esfuerzo, demasiado aislamiento. Los aspirantes se despertaban al alba, con el miedo en el estómago, se vestían a toda prisa en sus dormitorios helados, y se presentaban inmediatamente para la sesión de combate cuerpo a cuerpo de la mañana. Más tarde, podían disfrutar de un desayuno copioso, pues no tenían que sufrir el racionamiento. A continuación daban una clase teórica, de morse o de comunicación por radio, y después volvían los agotadores ejercicios físicos: carreras, gimnasias diversas, y de nuevo combate cuerpo a cuerpo, combates violentos cuya única regla era que no había reglas para acabar con el enemigo. Los candidatos se lanzaban unos sobre otros, gritando, asestándose golpes sin miramientos; a veces incluso se mordían para librarse de alguna llave. Había muchas heridas, pero ninguna de gravedad. Y la jornada continuaba, entrecortada por algunas pausas, para terminar, al final de la tarde, con clases más técnicas, durante las que los instructores enseñaban a los aspirantes a utilizar llaves simples pero eficaces, así como a desarmar con las manos desnudas a un adversario armado con un cuchillo o una pistola. Después los aspirantes, agotados, podían ir a ducharse, antes de cenar temprano.
Al principio, en el comedor de la mansión, tragaban con el silencio de los hambrientos, y tragar quiere decir que comían sin hablarse, sentados a la misma mesa, ignorándose, como animales; el fressen[1] de los alemanes. Después, solos, agotados, preocupados por la posibilidad de no aguantar, iban a derrumbarse a sus dormitorios. Fue allí donde poco a poco habían ido conociéndose, y donde habían descubierto las primeras afinidades entre ellos. En el momento de ir a acostarse, habían ido soltando algunas bromas, se habían contado anécdotas, habían revivido las jornadas para desdramatizarlas; a veces habían compartido sus angustias, el miedo a los combates del día siguiente, pero no mucho, por pudor. Palo había hecho amistad inmediatamente con Key, Gordo y Claude, con quienes compartía habitación. Gordo había distribuido entre sus compañeros un montón de galletas y salchichón inglés que había traído en su petate y así, mascando galletas, cortando salchichón, habían hablado hasta caer vencidos por el sueño.
Después de la cena, en la sala, habían empezado a disputar partidas de cartas; al alba, sobre la colina, comenzaban a fumar juntos, para infundirse valor. Y, rápidamente, todos los aspirantes se habían ido conociendo.
Key, robusto y dotado de un carácter fuerte, se convirtió en uno de los primeros amigos de verdad de Palo en el seno de la Sección F. Inspiraba una calma serena, tranquilizadora: daba buenos consejos.
Aimé, el marsellés, inventor de una pseudopetanca con piedras redondas, buscaba a menudo la compañía de Palo. Le repetía sin cesar que le recordaba a su propio hijo. Se lo decía casi todas las mañanas, en la colina, como si perdiese la memoria.
—¿De dónde eres, chaval?
—De París.
—Es verdad… París. Bonita ciudad. ¿Has estado en Marsella?
—No. No he tenido ocasión de ir, desde ayer.
A Aimé aquello le hacía gracia.
—Me repito, ¿eh? Es que, cuando te veo, pienso en mi hijo.
Key decía que el hijo de Aimé estaba muerto, pero nadie se atrevía a preguntarle.
Rana y Stanislas se aislaban juntos a menudo para jugar al ajedrez sobre un tablero de madera tallada que había traído Stanislas en su equipaje. Rana ganaba la mayoría de las partidas, y Stanislas se enfadaba.
—¡Ajedrez de mierda! —gritaba tirando los peones por toda la habitación.
Aquello siempre hacía reír a los demás, y Slaz le gritaba a Stanislas que ya era demasiado viejo y que perdía la cabeza, a lo que Stanislas respondía prometiendo repartir tortazos que no llegaban nunca. Mientras tanto, Gordo corría detrás de Stanislas y recogía las piezas del suelo.
—No rompas este juego tan bonito, Stan.
Gordo era en verdad el más encantador de los aspirantes, estaba repleto de buenas intenciones que a veces hacían que se volviera molesto. Por ejemplo, para infundir valor a sus compañeros durante los calentamientos individuales de la mañana, en el exterior de la mansión, con una bruma húmeda y glacial, cantaba a voz en grito una horrible canción infantil: Rougnagni tes ragnagna. Y saltaba en el aire, ya sudando, corto de aliento, mientras daba palmadas en los hombros de los aspirantes, recién levantados, y les gritaba al oído, lleno de ternura: «Rougnagni tes ragnagna, choubi choubi choubi choubidouda[2]». A menudo recibía algún golpe, pero al final de la jornada, bajo la ducha, los aspirantes se sorprendían tarareando el estribillo.
Faron, el coloso, aseguraba que nunca se cansaba con los entrenamientos. Llegaba incluso a salir a correr solo para poner aún más a prueba sus músculos, y todas las noches hacía flexiones de barra colgándose de las vigas de la granja y flexiones de suelo en su habitación. Una noche de insomnio, Palo se lo había encontrado en el comedor haciendo gimnasia como un poseso.
El joven Claude, destinado a convertirse en cura antes de cambiar de opinión y unirse casi por casualidad a los servicios secretos británicos, desbordaba una gentileza enfermiza que hacía pensar que no estaba hecho para la guerra. Rezaba todas las noches, arrodillado frente a su cama, indiferente a cualquier burla. Decía rezar por sí mismo, pero sobre todo rezaba por ellos, por sus compañeros. A veces les proponía que se unieran, pero como todos se negaban, desaparecía y se refugiaba en la pequeña capilla de piedra de la propiedad, para explicar a Dios que sus compañeros no eran malas personas y que seguramente tenían un montón de buenas razones para no querer rezar. Claude era muy joven, y su apariencia física lo hacía parecer más joven aún; era de talla media, muy delgado, imberbe, con el pelo moreno muy corto y la nariz chata. Tenía la mirada huidiza, lo que denotaba su gran timidez, y a veces, en el comedor, cuando intentaba unirse a un grupo en plena conversación, inclinaba la espalda, incómodo y torpe, como para hacerse más discreto. Palo sentía a menudo lástima por él y, una tarde, le acompañó a la capilla. Gordo, como un perro fiel, los seguía detrás canturreando, contando estrellas y masticando madera para engañar el hambre.
—¿Por qué nunca vienes a rezar? —preguntó Claude.
—Porque rezo mal —respondió Palo.
—No se puede rezar mal si uno es devoto.
—No soy devoto.
—¿Por qué?
—No creo en Dios.
—¿Y en qué crees entonces?
—Creo en nosotros, que estamos aquí. Creo en los Hombres.
—Bah, los Hombres ya no existen. Por eso estoy aquí.
Hubo un silencio incómodo, los dos habían censurado la religión del otro, hasta que Claude dejó estallar su indignación:
—¡No puedes no creer en Dios!
—¡No puedes dejar de creer en los Hombres!
Entonces Palo, por simpatía, se arrodilló junto a Claude. Por simpatía, pero sobre todo porque en lo más profundo temía que Claude tuviese razón. Y esa noche rezó por su padre, al que echaba tanto de menos, para que no sufriese los horrores de la guerra y los horrores que se preparaban para cometer, ellos que estaban siendo entrenados para matar. Aunque matar no era tan fácil: los Hombres no matan a los Hombres.
Todos los grupos de aspirantes al SOE estaban bajo las órdenes de un oficial de los servicios secretos británicos retirado de las operaciones y encargado de guiarlos en su formación, de seguir su progreso y de orientarlos más tarde. El grupo de Palo estaba a cargo del teniente Murphy Peter, antiguo enlace de los servicios secretos en Bombay. Era un inglés alto y seco de unos cincuenta años, inteligente, duro pero buen psicólogo y muy unido a sus aspirantes. Era él quien los despertaba, quien se ocupaba de ellos, quien velaba por ellos. Discreta y borrada por la bruma, su silueta angulosa se cernía sobre los aprendices combatientes durante los entrenamientos; anotaba sus logros, señalaba sus fortalezas y sus debilidades, y cuando le parecía que uno de ellos no iba a aguantar más tiempo, debía descartarlo de la selección. Un suplicio para él. Como el teniente Peter no hablaba francés y la mayoría de los aspirantes no dominaba el inglés, el grupo también disponía de un intérprete, un escocés bajito y políglota del que no se sabía nada, y que se hacía llamar sobriamente David. En cuanto a los tres anglófonos —Key, Laura y Stanislas—, tenían prohibido comunicarse en inglés para que su francés fuese irreprochable y no los traicionase una vez estuvieran sobre el terreno. Así que no paraban de requerir a David: debía traducir las instrucciones, las preguntas y las conversaciones, desde el amanecer hasta el ocaso, y sus traducciones eran a menudo somnolientas al alba, brillantes durante la jornada, y cansadas y llenas de lagunas por la noche.
El teniente Peter impartía por la noche las consignas para el día siguiente, anunciaba el comienzo de los entrenamientos y sacaba de su cama a los rezagados. Los entrenamientos empezaban al alba. Los aspirantes debían endurecer sus cuerpos mediante penosos ejercicios físicos: tenían que correr solos, en grupo, alineados, en fila; reptar en el suelo, en el barro, en los matorrales de zarzas; zambullirse en arroyos helados; subir por maromas hasta que les ardiesen las manos. También había sesiones de boxeo, de lucha libre o de combate a pecho descubierto contra armas de fuego. Los torsos se cubrían de hematomas; las piernas y los brazos, de profundos arañazos. No había más que sufrimiento.
Tras el último entreno, llegaba el momento de la ducha. Los cuerpos desnudos y ateridos, marcados por cortes y contusiones, se apilaban en cuartos de baño demasiado pequeños, bajo los chorros de agua tibia, en la intimidad de un espeso vaho blanco, con los aspirantes lanzando sordos gruñidos de fatiga. Palo consideraba la ducha como un instante privilegiado: dejaba que el agua se deslizara suavemente sobre su cuerpo fatigado y lo limpiara de sudor, barro, sangre y arañazos. Se enjabonaba despacio, masajeando sus hombros doloridos, y se sentía un hombre nuevo después de enjuagarse. Más estropeado, es verdad, pero más fuerte, más endurecido, cambiando de piel como una serpiente muda la suya; se convertía en alguien distinto. Se perdía de nuevo otro instante bajo el agua, empapando su cara y su pelo; pensaba en su viejo padre, y esperaba que estuviese orgulloso de él. Tenía el alma tranquila, con esa embriagadora sensación del deber cumplido, que duraría hasta la cena, hasta que Peter entrara en el bullicioso comedor y les indicara el programa y los horarios del día siguiente. Entonces, la angustia por la dificultad de los entrenamientos matutinos los invadiría de nuevo. Salvo, quizás, a Faron.
Todos aprovechaban la ducha para observar a sus compañeros desnudos y juzgar así a los más fuertes, a los que habría que evitar durante los ejercicios de cuerpo a cuerpo. Faron, con su gran talla y sus marcados músculos, era ciertamente el más temible; daba miedo, y su particular fealdad amplificaba el lado salvaje que irradiaba su esculpida complexión. Su rostro era cuadrado y poco agraciado, iba rapado y afeitado como si tuviese sarna, y balanceaba los brazos a ambos lados de su cuerpo como un gran mono. Al hacer el balance de los más fuertes, se señalaba también a los más débiles, aquellos que no aguantarían mucho tiempo, los peor adaptados, demacrados y con heridas profundas. Palo pensaba que Rana y probablemente Claude serían los siguientes. Claude, el infeliz, que no era del todo consciente de lo que les aguardaba, y que a veces preguntaba a Palo:
—Pero, al final, ¿qué vamos a hacer después?
—Después iremos a Francia.
—Y, una vez en Francia, ¿qué haremos?
Y Palo no sabía qué responderle. Primero porque ignoraba qué iban a hacer en Francia, segundo porque Calland les había avisado: no volverían todos. Entonces, ¿cómo decir a Claude, que tanto creía en Dios, que quizás iban a morir?
Al final de la segunda semana de entrenamiento, Dentista fue eliminado. La tarde de su partida, cuando Key propuso a Palo ir a fumar a la colina aunque aún no despuntara el alba, este le preguntó qué pasaba con aquellos que eran eliminados de la selección.
—Ya no vuelven —dijo Key.
Al principio, Palo no comprendió, y Key añadió:
—Los encierran.
—¿Los encierran?
—Encierran a los que fracasan aquí. Para que no revelen nada de lo que saben.
—Pero si no sabemos nada.
Key se encogió de hombros, pragmático. No servía de nada preguntarse lo que era justo o injusto.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
Key le ordenó que no repitiese palabra, porque podría ocasionarles problemas a los dos, y Palo se lo prometió. Sin embargo, le invadió un profundo sentimiento de indignación: iban a encerrar a Dentista y a los demás, porque no valían. Pero no valían ¿para qué? ¿Para la guerra? ¡Si ni siquiera sabían lo que era la guerra! Y llegó a preguntarse si los ingleses eran realmente mejor que los alemanes.