38.
Llorando y sudando, revolvía todo su piso por tercera vez. Movía los muebles, levantaba las alfombras, sacaba los libros de la librería, volvía a buscar en la basura. Faltaba una postal. ¿Cómo diablos había sucedido? Todas las noches las había vuelto a contar, amorosamente. Y de pronto, cinco días antes, había comprobado que le faltaba una. Era miércoles por la noche. Su velada preferida. Primero la había buscado con calma, entre las páginas del libro. Nada. Después había mirado en el suelo, en la chimenea. Nada tampoco. Entonces, presa del pánico, había buscado por todo el piso. En vano. Al día siguiente, aterrado, había repetido paso por paso el camino hasta el ministerio, y había registrado su despacho. Por si acaso. Pero sabía que nunca habían salido de la Rue du Bac. Nunca. Entonces había registrado todo el piso, minuciosamente, por todos los rincones. Por todos. No había dormido. Y había vuelto a empezar. Y esa quinta noche, tras una última búsqueda desesperada, había llegado a la conclusión de que la postal no estaba en el apartamento. Pero entonces, ¿dónde estaba?
Agotado, se derrumbó sobre un sillón que había acabado en la entrada durante las operaciones; intentó calmarse. Quería comprender. De pronto, se dio una palmada en la frente: ¡alguien había entrado en su casa! ¡Le habían robado! ¡Y no se había dado cuenta de nada! ¿Qué más se habían llevado? El piso estaba entonces tan desordenado que no sabría decir lo que faltaba o no. Había dejado la puerta abierta durante dos años. Dos años desde que Paul-Émile se había marchado, dos años que no había metido la llave en la cerradura. Dos años ya. Estaba claro que un día le iban a robar. Un pobre hombre, sin duda, buscando comida: la ración de carne había disminuido hasta los 120 gramos. El padre esperaba que al menos ese acto permitiese al ladrón saciar su hambre. Seguramente se había llevado también la plata, que vendería a buen precio, pero ¿para qué robaría la postal? Las postales no se comen.
Al día siguiente, antes de salir para el trabajo, el padre llamó a la portería. Le abrió la portera, con muy mala pinta. Y, al verle, puso cara de susto, como si él fuese un fantasma.
—¡Ahora no tengo tiempo para usted! —exclamó, presa del pánico.
—Han robado en mi casa —respondió él con tristeza.
—Ah.
Parecía del todo indiferente a su desgracia. Quiso volver a cerrar la puerta, pero el padre se lo impidió adelantando el pie.
—Quiero decir que se han llevado cosas —explicó—. Es un delito, ¿lo entiende?
—Lo siento por usted.
—¿Sabe si han robado en otros pisos del edificio?
—No creo, no. Ahora, si me perdona, tengo mucho que hacer.
Empujó el pie del padre, cerró la puerta y echó el cerrojo, dejando al pobre hombre desconcertado y furioso a la vez. Ah, maldita petarda; le parecía que estaba más gorda que de costumbre. Decidió que no volvería a darle aguinaldo. Esa misma tarde, iría a la comisaría a poner una denuncia.