18.
Los aspirantes fueron separados. Pero sin embargo la cuarta escuela no había terminado: quedaba realizar un último ejercicio, en condiciones reales. Durante varios días, sin papeles y con solo diez chelines en el bolsillo, los futuros agentes debían llevar a cabo una auténtica operación sobre el terreno en el transcurso de la cual sería examinada la totalidad del aprendizaje en Beaulieu: localizar a un contacto, seguir a un blanco a través de una ciudad, recuperar explosivos, entrar en contacto con una supuesta red de resistencia, todo ello tratando de despistar el seguimiento de los observadores del SOE.
A Palo se le asignó un sabotaje ficticio en el canal de Manchester. Instalado en una pequeña habitación de Beaulieu que le recordaba mucho a Northumberland House, solo dispuso de dos horas para memorizar los detalles de su misión, brevemente resumidos en una carpeta de cartón; tenía cuatro horas para efectuar la operación. Se le hizo memorizar un número de teléfono en caso de urgencia. Si la policía le detenía y no podía huir o liberarse por sus propios medios, podría entrar en contacto con el SOE, que notificaría a la policía local que retenía a un agente de los servicios secretos británicos. El aspirante que utilizara ese número evitaría la prisión por terrorismo, pero firmaría el final de su carrera en el SOE.
Pasadas las dos horas, Palo sintió que su corazón se le aceleraba en el pecho. Recibió las últimas consignas de un oficial, y después acudió a verle el teniente Peter. Lo cogió de los hombros, como Calland había hecho en Londres, como su padre había hecho en París, para infundirle valor. Palo se cuadró y realizó el saludo militar, y después estrechó con fuerza la mano del buen teniente.
Había hecho autoestop. Coger el tren sin billete era arriesgarse a meterse en problemas. A bordo de un camión de mercancías que le llevaba hacia Manchester, Palo se permitió echar una cabezada. Ignoraba cuándo podría volver a dormir, había que aprovechar. Con la cabeza apoyada en la ventanilla, pensaba en sus compañeros, Aimé, Gordo, Claude, Faron, Key, Stanislas, Denis y Jos. ¿Los volvería a ver?
Pensaba en Laura.
Pensaba en su padre.
Pensaba también en Ciruelo, en Dentista, en Coliflor, en el Gran Didier y en los demás, en todos los agentes de todas las nacionalidades que había conocido en Wanborough Manor, en Lochailort, en Ringway y en Beaulieu. Pensaba en todas esas personas ordinarias que habían elegido sus destinos. Los había más o menos guapos, más o menos fuertes, algunos con gafas, pelo graso o dientes torcidos, otros bien formados y elocuentes. Los había tímidos, furiosos, solitarios, pretenciosos, nostálgicos, violentos, dulces, antipáticos, generosos, avaros, racistas, pacifistas, felices, melancólicos, pusilámines, algunos brillantes, otros insignificantes; unos se acostaban pronto, otros eran noctámbulos, estudiantes, obreros, ingenieros, abogados, periodistas, parados, arrepentidos, dadaístas, comunistas, románticos, excéntricos, patéticos, valientes, cobardes, valerosos, padres, hijos, madres, hijas. Nada más que seres humanos ordinarios, convertidos en una multitud clandestina para ayudar a la humanidad en peligro. Todavía creían en la especie humana, los muy infelices.
Y Palo, en una carretera de tráfico denso del sur de Inglaterra, recitaba su poesía, esa poesía tantas veces salmodiada, y que pronto recitaría, sin saberlo aún, a bordo del avión que le llevaría a Francia en el mayor de los secretos. Su poesía del valor, la de la colina de los fumadores del alba.
Que se abra ante mí el camino de mis lágrimas.
Porque ahora soy el artesano de mi alma.
No temo ni a las bestias ni a los hombres,
ni al invierno, ni al frío ni a los vientos.
El día que vaya hacia los bosques de sombras, de odios y miedo,
que me perdonen mis errores, que me perdonen mis yerros.
Yo, que no soy más que un pequeño viajero,
que no soy más que las cenizas del viento, el polvo del tiempo.
Tengo miedo.
Tengo miedo.
Somos los últimos Hombres, y nuestros corazones, llenos de rabia, no latirán mucho más tiempo.