23.

Disponían de algunas semanas de permiso en Londres, y desde su reencuentro, en Nochebuena, no se habían separado. Los primeros días de enero envolvían Inglaterra. Tras la serie de fracasos encajados a lo largo de los meses anteriores por la Sección F, el Estado Mayor del SOE quería revisar sus objetivos para el nuevo año. Estaban libres por lo menos hasta febrero.

Palo, Key, Gordo, Claude y Aimé, hartos de los pisos de tránsito del SOE, decidieron buscar una casa para ellos. Tener una dirección significaba dejar de ser fantasmas. Al haber alcanzado en el Servicio el grado de oficiales, ganaban un salario del ejército británico que les permitía vivir cómodamente. Aimé se enamoró de una pequeña buhardilla en el barrio de Mayfair. Palo, Key, Gordo y Claude decidieron mudarse juntos a un gran piso amueblado del barrio de Bloomsbury, no lejos del British Museum.

Stanislas vivía en su piso de Knightsbridge, y Laura había vuelto a casa de sus padres en Chelsea, con la excusa de que su unidad del FANY estaba de permiso. Al final de su formación en el SOE, había podido pasar unos días junto a su familia; para no mentir del todo, había dicho que estaba destinada en una unidad que pronto enviarían a Europa. El Servicio permitía dar ese tipo de explicaciones: los agentes eran oficialmente soldados del ejército británico, de pleno derecho, y los miembros británicos del SOE, cuando partían a una misión, decían a sus familias que se iban a la guerra como cualquier otro movilizado; nadie se imaginaba que iban a lanzarlos en paracaídas detrás de las líneas enemigas, en el corazón de un país ocupado, para combatir a los alemanes desde el interior. De hecho, en el seno de la Sección F, el coronel Buckmaster se preocupaba personalmente de tranquilizar a las familias de los agentes en misión cuando era posible, escribiéndoles cartas tipo con evasivas, que decían más o menos: Señora, Señor, no debe inquietarse. Las noticias son buenas.

Laura se pasaba el día con sus compañeros, y las noches con Palo; volvía a Chelsea al amanecer, justo antes de que se levantase Suzy, la doncella. Cansada, dejaba su vestido tirado en una silla y se metía en la cama. Y suspiraba de alegría, feliz. Había vuelto a encontrar a Palo. Es cierto que ya le amaba antes; recordaba muy bien cuando se habían conocido en Wanborough, y sobre todo el día que se había peleado con Faron. Los aspirantes llevaban entrenándose juntos solo dos o tres semanas, y todos odiaban ya a Faron, tan impresionante pero siempre tan sucio y malvado. En la sala, cuando el coloso le había dado una paliza, Palo tenía en la mirada un destello brillante, como si la fuerza física de Faron no pudiese vencer a su fuerza moral. Luego había destacado a menudo durante los entrenamientos y, a pesar de su corta edad, siempre le hacían caso. Se había ganado cierta reputación en el Servicio. Decididamente, le gustaba todo de él. Tras su primera noche en Beaulieu, había pensado que debía hacerse la difícil. Él le había dicho palabras de amor, y ella se había limitado a bromear. No se habían cruzado después, y los meses de separación habían sido insoportables; ¿y si no lo volvía a ver? Se arrepentía tanto, había pensado tanto en ello… Había tenido que esperar casi diez meses, diez malditos meses, hasta que volvieron a verse un poco antes de Navidad, aquí, en Londres, en las oficinas de la Sección F. ¡Qué felicidad encontrarse de nuevo! Allí estaba, entero. Soberbio. Se habían abrazado en una sala vacía, mucho tiempo, cubriéndose de besos, y durante dos días habían permanecido encerrados en una habitación del Langham, el hotel más lujoso de Regent Street. Así era como se había dado cuenta de cuánto le amaba: como nunca había amado, y como nunca volvería a amar. Pero la primera noche, tendida en la inmensa cama mientras él dormía a su lado, la había invadido la duda: ¿y si él ya no la quería? Después de todo, ella había sido la única chica que había podido frecuentar durante los meses de formación del SOE; quizás la había amado tan solo por las circunstancias, seguramente había conocido a otras chicas, en Londres, y sobre el terreno. El peligro de las misiones le había empujado sin duda a buscar consuelo femenino, y además no se habían prometido nada. Ay, ¡por qué no se habrían jurado fidelidad antes de partir esa noche en Beaulieu! Él le había dicho que la amaba, ella había sentido ganas de responderle que le amaba más aún, pero se había contenido. Cómo lo sentía ahora. Sí, sin duda había conocido a chicas guapas que le ofrecían más ternura que ella. ¿Quizás ahora se sentía forzado a estar allí? Eso es, se sentía forzado, ya no la quería. Él volvería a Francia con sus conquistas, y ella se moriría de pena y de soledad.

Al final, se durmió. Despertó con un sobresalto. Él no estaba en la cama. Permanecía de pie, inmóvil, en una esquina de la habitación; angustiado por la marcha del mundo, miraba por la ventana, con la mano derecha apoyada en su pecho como solía, a la altura del corazón, como si quisiera esconder su cicatriz.

Laura se levantó y le abrazó.

—¿Por qué no duermes? —preguntó con dulzura.

—Mi cicatriz…

¿Su cicatriz? ¡Estaba herido! Entró precipitadamente en el cuarto de baño, en busca de vendas y desinfectante; como no los encontró, quiso coger el teléfono para alertar a botones y conserjes, pero cuando apareció en la habitación, él sonrió, divertido.

—Era una metáfora… Estoy bien.

¡Claro, qué tonta había sido! La mayor de las tontas, allí, de pie en la habitación. No era otra cosa que una estúpida amante servil y quejica.

Conmovido, él la había abrazado para darle consuelo.

—¿Me dirás cómo te hiciste esa cicatriz?

—Algún día, sí.

Ella hizo una mueca; no le gustaba amar tanto.

—Pero ¿cuándo me lo dirás? ¿Ya no me quieres? Has conocido a alguien, ¿verdad? Si es así, dímelo, sufriré menos sabiéndolo…

Palo puso un dedo en sus labios. Y murmuró:

—Te contaré lo de mi cicatriz, te lo contaré todo. Te lo contaré cuando nos casemos.

La besó en el cuello, ella dibujó una sonrisa resplandeciente y se abrazó a él con más fuerza, cerrando los ojos.

—Entonces, ¿te casarás conmigo?

—Claro. Después de la guerra. O antes, si la guerra dura demasiado tiempo.

Ella rio. Sí, se casarían. En cuanto la guerra terminase. Y si la guerra no terminaba nunca, se marcharían lejos, se irían a América, al abrigo del mundo, y tendrían la vida que merecían. La más hermosa que se pudiese imaginar.

Las vacaciones en Londres tenían olor español. Los agentes de permiso estaban a salvo de Europa en un universo protegido que contrastaba con lo que habían dejado atrás en Francia. En el seno del grupo, cada uno se ocupó de sus propios asuntos. Lo más importante era no pensar demasiado en la próxima partida hacia el continente; la despreocupación sentaba bien.

Por la mañana iban a correr a Hyde Park, para mantener la forma. Después se pasaban el día vagando juntos, por las tiendas y los cafés. En los momentos de ocio, se presentaban en pequeñas delegaciones discretas en Portman Square, donde Stanislas tenía su oficina. Iban a visitarle, aunque no estuviese autorizado. Se instalaban en su oficina y mataban el tiempo hablando por hablar y bebiendo té, convencidos de estar tratando cosas importantes. En realidad, el cuartel general del SOE no estaba allí, sino en los números 53 y 54 de Baker Street, una dirección desconocida para la mayoría de los agentes que estaban en el terreno; de esa manera, en caso de captura, no podrían revelar nunca la localización precisa del centro neurálgico del Servicio. Portman Square, de hecho, solo era una antena de la Sección F —existían varias— para escapar a la vigilancia de los taxistas y agentes alemanes infiltrados en la capital, que estaban convencidos de que Portman Square era el cuartel general de un centro clandestino francés, pero no sabían muy bien a qué se dedicaba.

Por la noche cenaban fuera, y a menudo acababan la velada en Mayfair, amontonados en casa de Aimé, jugando a las cartas. Si llovía mucho, iban al cine, aun cuando el nivel general de su inglés no les permitía comprender por completo la película. El aprendizaje del inglés se había convertido en la primera obsesión de Gordo: saber inglés y encontrarse con Melinda, la camarera de Ringway. Se pasaba los días en la cocina de su piso en Bloomsbury, inmerso en un grueso libro de gramática mientras comía pastas de té, estudiando las lecciones y, cuando estaba solo, practicaba en voz alta: «I am Alain, I love you». Era su frase preferida.

Palo, con su grado de teniente, su apartamento y su cuenta en un banco inglés en la que depositaba cada mes su salario del gobierno, sentía que se estaba convirtiendo en alguien. De adolescente, había fantaseado con frecuencia sobre cuáles serían sus primeros pasos en la vida sin su padre. Pero no podía imaginarse lo que estaba viviendo ahora; ni la guerra, ni el SOE, ni las escuelas, ni las misiones, ni el apartamento en Bloomsbury. Había pensado en París, se imaginaba viviendo en un piso pequeño cerca de la Rue du Bac, para que su padre pudiese llegar sin esfuerzo. Y este habría acogido con satisfacción la independencia de su hijo. Palo se preguntaba qué diría su padre si pudiese verle en ese instante; el hijo francés convertido en teniente británico. Había cambiado, física y mentalmente, en el transcurso de los meses en los centros de formación del SOE, claro, pero sobre todo durante sus dos misiones. Wanborough, Lochailort, Ringway, Beaulieu no habían sido al final más que una larga maceración: agentes con agentes, militares con militares. Pero sobre el terreno era distinto: el día a día era un país ocupado, y resistentes en su mayoría peor formados que él; su estatus imponía deferencia. Después de Berna, una vez se quedó solo, sus contactos de la Resistencia le habían empezado a mirar con inmenso respeto, y se había sentido importante, indispensable. Como nunca. Cuando aconsejaba a los responsables, asistía a un entrenamiento clandestino o explicaba el uso de las Sten, oía los murmullos que provocaba su presencia: era un agente inglés. En una ocasión le pidieron que se dirigiera a un pequeño grupo de resistentes bonachones y mal organizados, para animarles. Qué bien había hablado; había fingido improvisar, pero se había pasado las horas previas repitiéndose las palabras en la cabeza. Y había alentado a las tropas, él, el misterioso, el invencible, la mano de Londres y la mano en la sombra. Ah, esos modestos soldados, jóvenes, viejos, apiñados frente a él, escuchándole, emocionados. Les había dejado entrever que portaba un arma en su cinturón. Qué bien había sabido infundirles valor, cómo se había creído el mejor de todos. Más tarde, de vuelta en la habitación del hotel, su orgullo había sido castigado con un nudo en el vientre, la violenta angustia de ser desenmascarado, capturado, torturado, que le invadía a menudo pero pocas veces de forma tan virulenta. Entonces se había sentido el menos importante de los hombres, el más insignificante y, por primera vez, había vomitado de terror.

En Francia nadie se imaginaba su edad. Tenía veintitrés años, y sin duda aparentaba cinco o incluso diez más. Su pelo había crecido, se lo peinaba hacia atrás y se había dejado crecer un bigote fino que le sentaba particularmente bien. Cuando hablaba con interlocutores importantes, como los jefes de red, adoptaba un aire de gravedad que le hacía parecer más serio y experimentado; y cuando vestía traje y corbata, le llamaban señor. En Niza se había comprado un traje oscuro, a cargo del SOE, pero no conservó la factura porque hubiera sido difícil justificarla. El servicio de contabilidad pedía explicaciones de cada gasto, así que en el momento de hacer cuentas, de regreso a Londres, la mejor técnica era poner cara de pena y hablar de la Gestapo cuando no era posible explicar ciertos agujeros en el presupuesto. Para estrenar su traje, había ido varias veces a tomar café y a leer el periódico al Savoy, solo por el placer de ser admirado.

Y después había llegado a Lyon, donde había conocido a Marie, una intermediaria de su red. Era una mujer muy guapa, mayor que él, una mujer para Key. Pero sintió que él, el nuevo, le había producido cierta impresión. Metido de lleno en su papel de seductor bienintencionado, incluso tenía una forma propia de fumar, aunque en realidad la había copiado de Doff, porque Doff tenía mucha clase. Así que había estado fumando a la manera de Doff, como en broma, sin maldad. De hecho, se había encontrado algo ridículo. Pero, poco a poco, todo aquello se había convertido en una estratagema para ablandar a la tal Marie, enamorada de él, a la que había utilizado descaradamente para depositar las postales de Ginebra en casa de su padre, haciéndole creer que se trataba de documentos secretos. La primera vez había sido en octubre, después en diciembre, justo antes de regresar. Sí, la había seducido, le había mentido; en otro caso, sin duda nunca hubiese aceptado. Todo aquello no había sido más que un ardid de agente inglés, porque la única mujer en la que pensaba desde hacía meses, la única mujer que contaba para él, era Laura.

La había vuelto a ver dos días después de su regreso a Londres, en un despacho de la Sección F. Se habían quedado a solas, qué felicidad reencontrarla, abrazarla. Se habían besado largamente. Y luego ella había pronunciado, por fin, las palabras que llevaban mucho tiempo resonando en su cabeza. La respuesta a su declaración en Beaulieu. «Te quiero», había susurrado Laura a su oído.