48.
Durante ese mes, Baker Street fue emitiendo nuevas consignas. Todos lo ignoraban aún, pero serían sus últimas misiones en Francia.
Denis el canadiense, que nunca se había unido al grupo, había realizado un rápido paso por Londres; ahora estaba en una casa de tránsito, esperando a unirse a una red del Noreste.
Claude iba a partir para unirse a uno de los maquis en el Sur.
Gordo iba a ser lanzado a principios de febrero en el Norte. Debía unirse a una célula de propaganda negra, encargada de confundir a los alemanes haciéndoles creer que pronto habría un desembarco aliado en Noruega.
Key se había integrado en un grupo interaliado, al igual que Rear. Ambos se disponían a recibir una formación especial, en las Midlands, antes de partir en misión.
A Doff, que a veces iba a pasar la velada en Bloomsbury, lo había fichado la Gestapo en Burdeos, en noviembre. Había conseguido desaparecer y volver sano y salvo a Inglaterra. La oficina de seguridad del SOE había decidido no volver a enviarle a Francia, por lo cual había ingresado a principios de mes en la sección de contraespionaje del Servicio. Contraespionaje estaba más activo que nunca en aquel periodo. Se trataba de impedir que los espías enemigos consiguiesen descubrir el secreto del Desembarco, especialmente difundiendo informaciones falsas por medio de agentes de la Abwehr detenidos en Gran Bretaña, a quienes obligaban a continuar en contacto con Berlín. De esa forma, el SOE abrumaba a la Abwehr a base de mensajes que les hacían transmitir a los espías cautivos. La técnica era buena, pero si los ingleses la empleaban, podían estar seguros de que los alemanes hacían lo mismo.
Laura se decidió a informar a Portman Square de su embarazo, y después, una noche, reunió a sus camaradas de guerra en el salón de Bloomsbury. «Estoy embarazada de Palo», les anunció, con los ojos llenos de lágrimas. Y Stanislas, Key, Rear, Doff, Claude y Gordo la asfixiaron con sus abrazos. Gordo, muy orgulloso por estar ya al corriente de la noticia, contó a todo el mundo cómo había sabido mantener la boca cerrada.
Y todos los agentes, emocionados, hicieron proyectos para el niño. Quién le enseñaría a leer, a pescar, a jugar al ajedrez, a disparar y a manejar explosivos. Ya avanzada la velada, Laura fue a ver a Key a su habitación. Estaba haciendo gimnasia.
—Me daba algo de miedo pensar en cómo reaccionaríais —le confesó.
Key se levantó, el torso desnudo, los músculos hinchados. Se puso una camisa.
—¿Por qué?
—Porque Palo está muerto.
—Pero eso significa que los alemanes no han ganado. Esto es algo muy de Palo: no darse nunca por vencido. Tú le querías tanto…
—Todavía le quiero.
Key sonrió.
—Un hijo de él quiere decir que seguiréis siempre juntos. Incluso si un día conoces a otro hombre…
—Nunca habrá otro hombre —le cortó secamente.
—He dicho un día. Todavía eres joven, Laura. Se puede amar varias veces, de forma diferente.
—No lo creo.
Key la abrazó para infundirle valor y para cortar de raíz una conversación que no quería tener.
—¿Qué dicen tus padres?
—Todavía no se lo he contado.
Key posó su mirada sobre el vientre de Laura; el embarazo aún era invisible para los que no lo supieran.
—Todavía no estoy lista para decírselo —añadió.
Él asintió con la cabeza. Lo comprendía.
Los servicios administrativos del SOE enviaron a Laura a Northumberland House para una evaluación psiquiátrica. Simple rutina en estos casos. Tenían previsto asignarle un puesto en Baker Street. Al entrar en el despacho donde había sido convocada, no pudo reprimir una sonrisa. Ante ella tenía al mismo hombre que la había reclutado: el doctor Calland.
Él la reconoció en el acto. Como era habitual, no recordaba su nombre, pero se acordaba perfectamente de esa guapa jovencita. Ahora era aún más hermosa.
—Laura —se presentó ella, para evitarle tener que preguntarle su nombre.
—Pero bueno…
—Ha pasado tiempo. Ahora tengo el grado de teniente.
Calland pareció impresionado; hizo que se sentara y ojeó rápidamente un documento sobre su mesa.
—Una evaluación, ¿verdad? —dijo.
—Sí.
—¿Qué ha pasado?
—La maldita guerra, señor. Un agente murió en octubre. Era mí… prometido. Nosotros… Bueno, estoy embarazada de él.
—Cómo se llamaba.
—Paul-Émile. Le llamábamos Palo.
Calland miró fijamente a Laura, y al instante acudieron a su cabeza los recuerdos. Su grupo de aspirantes era el último que había reclutado, antes de ser destinado a otras tareas; de hecho, su puesto lo había ocupado un escritor. Y entre los nombres de esos aspirantes, uno solo se había grabado en su memoria: Paul-Émile. El hijo. Recordaba la poesía, una poesía que había inventado para su padre, mientras paseaban juntos por una avenida. Lo recordaría siempre.
—Paul-Émile… —repitió Calland.
—¿Lo conocía?
—Los conocía a todos. Os conocía a todos. A veces olvido un nombre, pero el resto no lo olvido. No olvido que los que están muertos lo están en parte por mi culpa.
—No diga eso…
Esa tarde no hubo evaluación; a Calland le pareció innecesaria. La joven respondía bien; era valiente. Y durante toda la entrevista no hablaron más que de Palo. Ella le contó cómo se conocieron, las escuelas de formación, su noche en Beaulieu; contó también cuánto se habían amado en Londres. Laura solo dejó Northumberland House al caer la noche, cuando teóricamente la cita debía durar a lo sumo una hora.
Juzgada apta para el servicio, fue transferida al cuartel general de Baker Street; la destinaron al servicio de cifrado, de comunicaciones en clave, para la Sección F. Se encontró, en un despacho vecino al suyo, a las noruegas de Lochailort.
Unos diez días más tarde, Claude partió hacia Francia. Después llegaron los primeros días de febrero; Overlord tendría lugar en apenas unos meses. Para la Sección F, el principio del año se anunciaba tan malo como el final del previo: las tormentas habían durado hasta mediados de enero, perturbando gravemente las operaciones aéreas, y además en el norte de Francia, la Gestapo había recibido a unos agentes lanzados en paracaídas. La Gestapo era temible, y su servicio de radiogoniometría, bien eficaz. En previsión de la Operación Overlord, el comandante general del SOE pondría en marcha en breve la Operación Ratweek: la eliminación de jefes de la Gestapo en toda Europa; pero aquello no concernía a la Sección F.
Después les llegó a Key y Rear el turno de abandonar Londres. Antes de unirse a un comando cerca de Birmingham, en las Midlands, los enviaron a Ringway para un breve curso de puesta al día, porque la técnica de lanzamiento en paracaídas había sido ligeramente modificada. Ahora se saltaba con un «bolso de pierna»: el material de la misión se guardaba en un bolso de tela, atado a la pierna del paracaidista por una cinta de varios metros de largo. En el momento del salto, la cuerda se tensaba y el bolso colgaba en el vacío. En cuanto tocaba el suelo, la cuerda se aflojaba, y así el agente quedaba advertido de la inminencia del aterrizaje.
Gordo, por fin, fue llamado a su misión. Se preparó para el inmutable ritual, que casi se había convertido en rutina: un último paso por Portman Square, después el traslado a una casa de tránsito donde permanecería hasta el despegue del bombardero desde el aeródromo de Tempsford, donde el momento exacto dependía del tiempo que hiciera. No le daba miedo marcharse, pero le molestaba dejar a Laura sola; ¿cómo los protegería, a ella y al niño, si no estaba allí? Es cierto que estaba Stanislas, pero no sabía si el viejo piloto sabría querer al niño como él mismo había decidido; era importante quererlo desde ya. Se consoló pensando que en Londres también estaba Doff; a Gordo le gustaba. A menudo le recordaba a Palo, en más mayor. Doff debía de tener unos treinta años.
La víspera de dejar Londres, mientras preparaba la maleta en su habitación de Bloomsbury, Gordo dio las últimas indicaciones a Doff, que ya formaba parte de los suyos.
—Pon mucha atención a Laura, mi pequeño Adolf —declaró Gordo, solemne.
Doff asintió, divertido por el gigante. Laura comenzaba su cuarto mes de embarazo.
—¿Por qué nunca me llamas Doff?
—Porque Adolf es un nombre muy bonito. No porque Hitler-de-mierda te haya robado el nombre tienes que cambiártelo. ¿Sabes cuántos hombres hay en la Wehrmacht? Millones. Así que, créeme, todos los nombres del mundo están dentro. Y si además añades a los colaboracionistas y a la milicia, la cuenta nos incluye a todos, seguro. ¿Solo por eso es necesario que nos pongamos nombres que nadie ha ensuciado, como Pan, Ensalada o Papel-del-culo? ¿A ti te gustaría que tu hijo se llamase Papel-del-culo? ¡Papel-del-culo, cómete la sopa! Papel-del-culo, ¿has hecho los deberes?
—A ti te llaman Gordo…
—Eso es distinto, es un nombre de guerra. Eres como Denis y Jos, no puedes saberlo… No estabas con nosotros en Wanborough Manor.
—No te mereces que te llamen Gordo.
—Te digo que es un nombre de guerra.
—¿Qué diferencia hay?
—Después de la guerra, se acabó. ¿Sabes por qué me gusta la guerra?
—No.
—Porque, cuando se acabe, todos tendremos una segunda oportunidad de existir.
Doff lo miró con afecto.
—Cuídate, Gordo. Vuelve pronto con nosotros, el niño va a necesitarte. Serás una especie de padre…
—¿Padre? No. O bien su padre secreto, que vela en la sombra. Pero nada más. ¿Tú me has visto bien? No sería un padre, sería un animal de circo, con mi pelo horrible y mi papada. Mi falso hijo sentiría vergüenza de mí. Y no se puede ser un padre que da vergüenza, no se le puede hacer eso a un niño.
Hubo un silencio. Gordo miró a Doff: era un hombre guapo. Y suspiró, triste. Le hubiese gustado ser como él. Habría sido más fácil con las mujeres.