54.

Solo en su despacho, bailaba con su mujer de cartón. El reloj dio las doce. De nuevo el paso del tiempo le había sorprendido. Besó la foto, apagó el gramófono y guardó a Katia en un cajón. Se dio prisa en salir del Lutetia: iba a la Rue du Bac. Ahora iba casi todos los días.

Estaban a mediados de julio, hacía un tiempo espléndido; caminaba en mangas de camisa. Recorrió el Boulevard Raspail por la acera de la derecha, como siempre, aunque cuando transitaba por el Boulevard Saint-Germain lo hacía siempre por la acera de la izquierda, la opuesta a donde había arrestado a Marie. Aceleró el ritmo para recuperar el retraso.

—Tiene usted mala cara, Werner —dijo el padre cuando le abrió la puerta antes incluso de haber llamado.

Le había esperado con el ojo en la mirilla. Kunszer entró; el piso olía a asado.

—Las jornadas son largas, señor —dijo el alemán excusándose.

—Hay que dormir. Por la noche hay que dormir. Por cierto, ¿dónde se aloja?

—Tengo una habitación.

—¿Dónde?

—En la Rue de Sèvres.

—Eso no está lejos.

—No.

—¡Entonces no se retrase para la comida, Werner! El asado está demasiado hecho. Los ingleses nunca se retrasan.

Kunszer sonrió: el padre se estaba recuperando. Desde hacía poco, comían incluso los platos que preparaba para su hijo. El asalto normando había alegrado al hombrecillo; se decía que el final de la guerra estaba próximo, su Paul-Émile volvería pronto.

—Palo va muy bien —dijo el padre mientras sentaba a su eterno invitado a la mesa—. He recibido dos nuevas postales. ¿Quiere verlas?

—Por supuesto.

El padre cogió el libro de encima de la chimenea, sacó los dos tesoros y se los tendió.

—¿Cuándo volverá mi hijo? Usted me ha dicho que volverá pronto.

—Es inminente, señor. Cuestión de días.

—¡De días! ¡Qué felicidad! ¡Eso quiere decir que por fin podremos marcharnos!

Kunszer se preguntó que para qué iba a marcharse, si los alemanes iban a dejar pronto París.

—Como mucho dos o tres semanas —rectificó para tener un poco de margen.

Era el tiempo que estimaba necesario para que los Aliados llegaran a París.

—Pensaba que no había tanto que hacer en Ginebra —dijo el padre.

—Es una ciudad altamente estratégica.

—Eso nunca lo he dudado. Hermosa ciudad, Ginebra. ¿Ha estado usted allí, Werner?

—Me temo que no.

—Yo sí. Muchas veces. Una ciudad magnífica. Los paseos al borde del lago, las esculturas de hielo del surtidor en invierno.

Kunszer asintió con la cabeza.

—Pero ¿Paul-Émile no tiene tiempo de pasar a buscarme? Sería cosa de dos días…

—El tiempo es precioso, sobre todo en este momento.

—¡Ah, sí! Ha llegado la hora de la desbandada para los alemanes, ¿verdad?

—No lo dude.

—¿Y es mi hijo el que dirige todo eso?

—Sí. El Desembarco de Normandía fue idea suya.

—¡Ah, magnífico! ¡Mag-ní-fi-co! —exclamó el padre, alegre y vivaracho—. ¡Qué buena idea ha tenido! ¡Es el vivo retrato de su padre! Qué extraño, por un tiempo pensé que en lugar de hacer la guerra, trabajaba en la banca.

—¿En la banca? ¿Dónde?

—¡Pues en Ginebra, claro! Se lo estoy diciendo una y otra vez, Werner, ¿es que no me escucha?

Kunszer escuchaba atentamente pero seguía sin comprender ese tema de la banca en Ginebra, que también había mencionado la portera durante la investigación que llevó a cabo para desenmascarar a Palo.

El padre desapareció en la cocina para ir a buscar el asado. Su maleta seguía lista, con el cepillo de dientes, el salchichón, la pipa y la novela. No la había tocado. Hacía ahora más de un mes que el Desembarco había tenido lugar. Su hijo llegaría de un momento a otro. El tren a Lyon salía a las dos de la tarde, le había dicho.

El grupo de Key colaboraba estrechamente con los SAS, que acababan de ser lanzados en la región junto a unos jeeps. Mientras los americanos avanzaban sobre Rennes, ellos recorrían las carreteras por la noche arrojando un diluvio de fuego sobre las patrullas alemanas que se cruzaban. Key se sentía muy tenso, pero la situación había cambiado. Las organizaciones de resistencia se mostraban poco a poco a cara descubierta; él mismo no se quitaba nunca el uniforme. La guerra secreta prácticamente había terminado, pero debían contentarse con ataques furtivos, con dar miedo, con debilitar. Sobre todo no debían enfrentarse de tú a tú a las unidades alemanas, equipadas con armamento pesado y capaces de acabar con las escuadrillas organizadas de combatientes. En el Vercors, unos franceses libres asediados por divisiones SS habían sido espantosamente masacrados.

Claude, consciente de la situación, intentaba contener las ambiciones de Trintier y sus maquis, que proyectaban llevar a cabo asaltos temerarios cuando las emboscadas debían ser simples y cortas. Él mismo daba prioridad a los sabotajes, y entre ellos los de los ejes de comunicación. Había que aguantar hasta el desembarco aliado en el Sur.

Una mañana, mientras, cubierto de sudor al volver de una inspección, se lavaba, vino a verle Trintier. Había recibido un mensaje de Londres; esa misma mañana tendría lugar un lanzamiento de material. Había ido a recogerlo con algunos de sus hombres. Las fuerzas aéreas británicas y americanas ya no dudaban en lanzar hombres en pleno día.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó Claude.

—Muy bien. Hemos recibido el material que habíamos pedido.

—¿Todo?

—Armas, municiones… Absolutamente todo.

—¡Ya era hora!

Trintier sonrió, burlón.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó el cura.

—Londres nos ha enviado por fin al instructor para los lanzadores PIAT.

Claude suspiró. Hacía más de dos meses que lo habían pedido; gajes del oficio en Baker Street. Ya habían tenido tiempo de aprender solos.

—¿Y dónde está ese listillo?

Trintier le llevó hasta una barraca donde el recién llegado estaba tomando el sol, con la camisa húmeda pegada a su enorme cuerpo.

—¡Gordo!

Este dio un salto.

—¡Ñoño!

Se precipitaron uno en los brazos del otro.

—Pero ¿qué estás haciendo aquí?

—Estaba en el Norte, por lo del Desembarco, pero ahora los americanos están haciendo un buen trabajo. Así que me han enviado aquí.

—¿Has pasado por Londres? ¿Tienes noticias de los demás?

—No. No he vuelto desde febrero. Lo echo de menos. Me han metido directamente en un avión. Un Datoka… Un trasto de esos de los americanos.

—Un Dakota —corrigió Claude.

—Eso. Da igual. En fin, me metieron dentro y me lanzaron aquí. Sabes, Ño, creo que vamos a ganar esta maldita guerra.

—Eso espero… pero mientras todo el mundo se divierte en el Norte, aquí no nos enteramos de nada.

—No te preocupes. Los americanos se disponen a desembarcar en Provenza. Vengo de refuerzo para dar su merecido a los pequeños boches. Y vengo a hacer de instructor para el lanzagranadas, también estaba en mis órdenes.

Claude se echó a reír, imaginando la catástrofe que podía ocurrir si a Gordo se le ocurría utilizar un PIAT.

—¿Sabes cómo usarlo?

—Pues aprendí, figúrate. ¡Había que estar atento en clase, en lugar de pensar en el Niño Jesús!

—¿Hicimos un curso sobre esos trastos?

Gordo levantó la vista al cielo, fingiendo desesperación.

—¡Claro! ¡Te saltas las clases para dar misa y después estás perdido! Lo vimos en Escocia. Por suerte, ahora, Gordo está contigo.

Y dio una palmada en la cabeza de Claude como si fuera un niño.

Gordo llevaba tres misiones seguidas; estaba cansado. Pensaba a menudo en Inglaterra, en las escuelas del SOE, en sus compañeros, en todo gracias a lo cual se sentía un poco realizado. Gracias a la guerra se había convertido en Gordo, también llamado Alain, y ya no era Alain, el gordo. Había sufrido durante los entrenamientos, más que los demás, pero se había encontrado en el seno de una familia; era eso lo que quería conservar. Hasta sus misiones para el SOE no eran más que un medio de permanecer con ellos, pues si no, habría renunciado hacía mucho. Eran todo lo que siempre había soñado; amigos fieles, hermanos. Durante mucho tiempo había creído que solo los perros podían ser fieles, y después llegaron Palo, Laura, Key, Stanislas, Claude y los demás; nunca se lo había dicho a nadie, pero la vida había empezado a parecerle bonita haciendo la guerra. Gracias a ellos, gracias al SOE, se había convertido en alguien. Después del Desembarco, al unirse a la red, en Normandía, había pasado no lejos de Caen, muy cerca de su casa, la casa de sus padres. Había sentido ganas de ir a verlos, de contarles todo lo que había realizado. Se había marchado siendo un gordo inútil, y se había convertido en un guerrero. En los momentos de mayor euforia, llegaba a pensar que no era tan mediocre como algunos habían pensado.

La noche de su llegada al maquis, Gordo partió con Claude, Trintier y un puñado de hombres a realizar un atentado contra un tren de transporte de tropas. Como anochecía tarde, se pusieron en marcha en pleno día y eligieron un lugar bien seguro entre los árboles para instalar las cargas a lo largo de los raíles. Trintier se encargó de desplegar el cable del detonador hasta una colina cercana, tras la que estaría a cubierto; sería él quien desencadenaría la explosión. Enfrente, un explorador con su corneta. Dispersos en torno al lugar de la operación, dos grupos de tiradores para cubrir; uno de ellos estaba formado por Gordo, Claude y un joven recluta atemorizado, todos armados de Sten y de Marlin.

—¿No te pesa demasiado la ametralladora? —susurró Gordo al chico, para relajarle con la conversación.

—No, señor.

—¿Cómo te llamas?

—Guiñol. No es mi verdadero nombre, pero así es como me llaman, de burla.

—No es burla —corrigió Gordo con tono docto—, es un nombre de guerra. Es importante tener nombre de guerra. ¿Sabes cómo me llamo yo? Gordo.

El chico no dijo palabra. Escuchaba atentamente.

—Pues bien, no es por burla tampoco —prosiguió Gordo—, es una particularidad, porque tuve una enfermedad que me dejó así, no puedes saberlo, no estabas en Wanborough Manor con nosotros pero, en todo caso, se convirtió en mi nombre de guerra.

En medio de aquella penumbra que los estaba envolviendo, Claude dio un golpe de reprimenda a Gordo, que acababa de divulgar por despiste uno de los lugares de entrenamiento de alto secreto del SOE. Pero el chico no se había enterado de nada.

—¿Quieres chocolate, soldadito? —propuso entonces el gigante, para cambiar de tema.

El chico asintió con la cabeza. Se sentía más tranquilo con la presencia de ese imponente agente británico. Un día lo contaría. Esperaba que le creyesen: sí, había combatido al lado de un agente inglés.

—¿Tú también quieres chocolate, Ñoño?

—No, gracias.

Gordo rebuscó en su bolsillo. Sacó una barra de chocolate que dividió en dos trozos; la luz había menguado poco a poco y, en aquel instante, en los matorrales donde se ocultaban, estaba demasiado oscuro para ver con claridad.

—Ten, compañero, esto te dará coraje.

Gordo tendió un trozo de chocolate al chico, que se lo metió en la boca con ganas, agradecido.

—Está bueno, ¿eh?

—Sí —dijo el joven combatiente, al que le costaba mascar.

Claude se reía en silencio: era plástico.

Pronto escucharon una corneta, y después el tren acercándose. Y a su paso entre los árboles, se desencadenó una formidable explosión.