27.

Era un bonito verano. Agosto, calor. Las calles de París, bañadas de sol, bullían de paseantes de buen humor y con ropa ligera. En los bulevares, los árboles de ardientes hojas desprendían sus fragancias. Era un bonito verano.

Inmóvil en su ventana, en su estrecho despacho del Lutetia, Kunszer estaba molesto. Contra sí mismo. Contra sus iguales, contra sus hermanos. Hermanos alemanes, ¿en qué os estáis convirtiendo?, pensaba. Sostenía en la mano la nota de Berlín que había recibido esa mañana: la situación empeoraba día tras día. El SOE se había vuelto temible. ¿Cómo había podido suceder? A finales del año anterior, estaba convencido de que el Reich ganaría la guerra. En unos meses la situación se había invertido: a principios de febrero, había tenido lugar Stalingrado, después la invasión de Sicilia por los Aliados. Quizás esas victorias habían dado alas a esos malditos agentes ingleses. Porque, ahora, los soldados alemanes tenían miedo en Francia; oficiales asesinados, convoyes atacados y trenes convertidos en blancos recurrentes. Habían subestimado a los servicios secretos ingleses y a los miembros de la Resistencia; había sido necesario reforzar los protocolos de seguridad de los oficiales y escoltar hasta los convoyes más pequeños. ¿Cómo llegaban con tanta facilidad a Francia los agentes británicos? La Abwehr, a pesar de sus agentes en Inglaterra, no conseguía averiguar desde dónde partían hacia Francia los miembros del SOE; si desvelaran el misterio, ciertamente ganarían la partida. Eran todos conscientes de ello y, ahora, en las más altas esferas del ejército, querían saberlo; el mismo Hitler reclamaba respuestas. Pero la Abwehr no las tenía. El Servicio ya no disponía de medios; estaba venido a menos, roído por la competencia de la Gestapo.

Kunszer se sirvió una taza de café pero no se la bebió. La Gestapo. Odiaba a la Gestapo. Malditos sean Hitler, Himmler y su policía secreta, todos tan cegados por sus satánicas depuraciones étnicas que iban a perder la guerra. A veces, cuando se cruzaba con oficiales de la Gestapo, les llamaba sales Boches, en francés, muy deprisa, para que nadie le entendiese. Era su pequeña revancha. Pero pronto la Gestapo suplantaría a la Abwehr, lo sabía. Himmler odiaba a Canaris, el jefe de la Abwehr, y no perdía la ocasión de menospreciarle delante del Führer. Si Canaris caía, la Abwehr caería con él. No, no le gustaba la Gestapo, no le gustaban sus métodos ni sus oficiales, a menudo poco instruidos. No le gustaban las gentes poco instruidas. Aplastar a los británicos, reprimir la resistencia armada que atacaba a los soldados de la Wehrmacht, era su deber, pero aquellos que atacaban a la Gestapo no le importaban nada. De hecho, la Gestapo no era un blanco común. Mientras que los soldados sí. Soldados valientes, la mayoría unos niños, llenos de futuro, y que habían tenido que renunciar a sus sueños para defender la patria. Fieros patriotas. Los mejores. Y no podía tolerar que atacasen a los hijos de Alemania, todavía niños, y que no habían hecho nada para merecer su suerte.

Kunszer tenía la confianza de Canaris. Años antes, Canaris había hecho de América una de sus prioridades; había instalado una importante red de agentes y le había enviado a Washington. Había sido en 1937, y ese año no hubo un solo telegrama remitido desde una embajada de cuyo contenido no estuviera al tanto. Había vuelto a Alemania en 1939, por la guerra, mientras que la red americana había acabado mal: desmantelada en 1940 por el FBI, reconstruida en parte con agentes procedentes de la Gestapo, ignorantes poco entrenados e incapaces, y vuelta a desmantelar por los agentes federales americanos. Y esta vez para siempre. La Gestapo, decididamente, no servía para nada.

Desde la ocupación de París, le habían asignado responsabilidades. Había sido destinado al Gruppe III de la Abwehr-París, la sección encargada del contraespionaje; el Gruppe I se encargaba de la información, y el Gruppe II de los sabotajes en territorio enemigo y de la guerra psicológica. El traslado al Lutetia se había realizado en junio de 1940. Durante los dos años siguientes, habían logrado contener a la Resistencia. Ahora habían cambiado las tornas.

Wilhelm Canaris había celebrado sus cincuenta y seis años el primer día de enero; Kunszer le había escrito una nota para la ocasión. Le gustaba Canaris, el viejo, como le llamaban en el Servicio, porque hacía al menos diez años que tenía todo el pelo blanco.

¿Cómo golpear al SOE? No lo sabían. Estaba desanimado. A veces, se preguntaba si ganarían la guerra. Cerró la puerta de su despacho y puso un disco en el gramófono. La música le tranquilizaba.