62.
Se encontraban en Dieppe, en un pequeño hotel frente al mar; su habitación estaba en el segundo piso. Por la ventana, Saskia contemplaba cómo las olas acariciaban la arena, mientras Gordo permanecía sentado sobre la cama. Llevaban varios días allí.
—Me aburro —dijo ella sin dejar de mirar la playa.
Gordo parecía abatido.
—Pero aquí estamos a salvo de los hombres. ¿No quieres estar a salvo de los hombres?
—Sí, pero me ha parecido ver una rata en el comedor.
—No tengas miedo de las ratas. No van a hacerte nada.
—Me gustaría ir a la playa.
—No podemos… Está llena de minas.
Ella suspiró. A Gordo le parecía muy hermosa. La impaciencia la embellecía. Le hubiese gustado estrecharla contra él, abrazarla. Pero no se atrevía.
—¡Me gustaría correr por la arena! —exclamó de pronto Saskia.
Gordo sonrió. Mi pequeña Saskia querida, pensó.
—Podrías venir a Inglaterra. Allí no hay minas en las playas…
—¿Es un país bonito?
—El más bonito.
—Allí llueve todo el rato, ¿no? No me gusta la lluvia…
—Llueve mucho. Pero no importa: es un país donde se vive muy bien. ¿Qué importa la lluvia cuando se es feliz?
Ella puso cara triste.
—Me gustaría volver a ver a mis padres. Y a mi hermana…
El encargado del hotel le había dicho a Gordo que los deportados que volvían de los campos alemanes iban a parar al hotel Lutetia, en París. Si los padres y la hermana de Saskia habían sido arrestados y deportados tal y como ella le había dicho, y aún seguían con vida, podrían dar con ellos en el Lutetia. Gordo no se lo había contado a Saskia, tales eran sus ganas de quedarse allí con ella; pero era incapaz de seguir ocultándole que quizás encontraría a su familia en París.
Se levantó y se acercó a ella.
—Sabes, Saskia, podríamos ir a París. Para buscar a tus padres… Conozco un sitio.
—¡Oh, sí! ¡Me encantaría!
Bailó de alegría y se colgó de su cuello; iría a encontrarse con los suyos. Feliz de hacerla feliz, él la cogió de la mano y le propuso salir a tomar el aire. Fueron hasta el borde de la playa, donde no había minas.
Saskia se quitó los zapatos y caminó delicadamente con los pies descalzos sobre la arena calentada por los rayos del sol. Sus cabellos rubios, aquellos hermosos cabellos, bailaban al son del viento. No soltó la mano de Gordo.
—Un día te llevaré a una bonita playa inglesa —le dijo él.
Ella sonrió y asintió, risueña. Haría todo lo que él quisiese, la había salvado de la vergüenza e iba a conducirla hasta sus padres.
Llevaban allí juntos varios días. Él no la tocaba, pero no dejaba de mirarla. Mirar no estaba prohibido; era tan dulce y tan guapa. Llevaba varios días enamorado de ella. El mismo amor que el que había sentido por Melinda. Y quizás también por Caroline. Sentía una alegría inmensa por ser capaz de amar todavía. No todo estaba perdido, nada estaba perdido nunca por completo. Se sentía revivir. Podía volver a soñar; si no tenía a Philippe, tendría a Saskia. Ella daba sentido a su vida. La amaba, pero se juró no decírselo nunca. O al menos no antes de que ella se lo dijera a él. Sobre las playas de Inglaterra, se amarían.