17.

En Beaulieu, además de la enseñanza general, se guiaba a los aspirantes hacia una formación particular, según las aptitudes destacadas por el oficial que les había seguido en su evolución. Frank, Faron, Key y Palo se especializaron en sabotaje industrial; Stanislas y Claude, en allanamiento; Aimé, en reconocimiento de fuerzas enemigas; y Gordo, en propaganda blanca y propaganda negra. En cuanto a Jos, Denis y Laura, el teniente Peter decidió que se convertirían en operadores de radio; pianistas, en la jerga del Servicio. La comunicación desde el terreno era una mecánica compleja de emisiones de radio cifradas, que se realizaban a través de redes clandestinas instaladas en los países ocupados, que permitían un contacto directo con Londres y, así, la transmisión de datos o consignas. Solo algunos agentes recibían formación específica en esta tarea.

Separados según sus futuras asignaciones, los once aspirantes se vieron cada vez menos, y solo se juntaban en los ratos libres.

Al final de una tarde, de vuelta a la casa de la Sección F, descubrieron a Gordo y a Claude tumbados en el dormitorio. Borrachos. Una hora antes, los dos infelices se habían encontrado, por casualidad, solos en la casa, y Gordo había sacado una pequeña petaca de whisky.

—¿De dónde has sacado eso? —había preguntado Claude.

—Se lo he robado a los holandeses —dijo Gordo ofreciéndosela.

—Pero yo no bebo…

—Solo un traguito, Ñoño. Hazlo por mí. Porque pronto dejaremos de vernos.

—Yo no bebo nunca.

—Seguro que bebes vino de misa, al menos. Así que piensa que es tu vino de misa.

Claude se había dejado convencer. Y bebieron. Un trago, después otro, y un tercero. Achispados, se habían contado algunos chistes, y luego habían vuelto a empinar el codo. Habían subido al dormitorio, lanzando grandes gritos, y Gordo se había puesto el camisón de Stanislas.

—¡Soy Faron, soy una mujer! ¡Una mujercita! ¡Me gusta disfrazarme!

Saltó entre las camas, Claude se reía. Después se había recompuesto, porque hacer burla estaba mal.

—No te burles de Faron —le dijo—. No está bien.

—Faron es gilipollas.

—No, Gordo. Ya no somos los mismos.

Gordo se había quitado el camisón. Hubo un largo silencio. Y los dos amigos, completamente ebrios, se habían mirado con angustia, invadidos de repente por una inmensa tristeza que el alcohol había vuelto patética.

—¡Te voy a echar de menos, Ñoño! —gimió el gigante.

—¡Yo también a ti, Gordo! —sollozó el cura.

Se abrazaron y se terminaron la petaca, y cuando los otros los descubrieron, estaban durmiendo en el suelo. La situación divirtió primero a todo el mundo. Hasta que el teniente Peter entró en la casa y gritó, desde la planta baja:

—¡Ejercicio! ¡Ejercicio!

Los instructores de Beaulieu habían convencido a Londres de que enviase un avión para un ejercicio de señalización de una zona de lanzamiento. El teniente Peter había designado a Claude y a Gordo de la Sección F para participar en la simulación.

Denis y Key bajaron rápidamente para disimular.

—¿Ejercicio? —preguntó Key, presa del pánico, porque se consideraba responsable de todos los miembros del grupo.

—Tú no —respondió el teniente—. Claude y Gordo.

—¿Solo ellos?

—Afirmativo. Que se presenten ante mí en el edificio de la Comandancia General, dentro de diez minutos.

Key se atragantó: si era un entrenamiento con armas de fuego o con cuchillo, los dos borrachos asesinarían sin duda a alguien, si antes no se mataban entre ellos.

—¿No podríamos ir mejor Denis y yo? —sugirió.

El teniente le miró con recelo. Nadie discutía las órdenes. Y mucho menos Key.

—¿Qué me estás contando, Key?

—Nada, señor. Voy a avisarles. ¿De qué es el ejercicio?

—De guía aérea.

Key se sintió algo aliviado. En el peor de los casos, no habría más que un accidente de bombardero.

—Voy a decírselo, teniente —repitió Key para que Peter se fuera.

Faron y Frank los habían despertado a base de sopapos y agua helada, Palo y Aimé les habían obligado a cambiarse y a lavarse los dientes, Laura les había rociado perfume para ocultar el olor a alcohol y, durante ese tiempo, Denis y Jos habían montado guardia en la sala para detener un eventual regreso por sorpresa del teniente.

Así fue como al final del día, en la penumbra de la noche inminente, los aspirantes observaron con prismáticos a Claude y Gordo que tomaban parte, ebrios pero aplicados, en el ejercicio de guía con los aspirantes holandeses y austriacos. Nadie se había dado cuenta de su lamentable estado.

—¿Qué van a hacer con ellos? —suspiró Key.

—Están impresentables —añadió Stanislas.

Se rieron.

En ese mismo instante, un bombardero Whitley de la RAF sobrevolaba Beaulieu, y en la cabina el piloto insultaba a los inútiles aspirantes. En tierra, Gordo agitaba una linterna en la penumbra, equivocándose con la letra que componía en morse para el avión. A algunas decenas de metros de él, Claude, encargado de comunicarse con la tripulación por medio de un S-Phone, aguantaba los improperios del piloto, que se quejaba de que el código de confirmación no era válido. Y Claude, agobiado, repetía: «Sorry, sorry, we are français. I repeat, we are français».

La tercera semana de febrero, los aspirantes recibieron instrucción sobre la seguridad durante las operaciones. Se les enseñó cómo abordar a un contacto sobre el terreno, organizar enlaces, encontrar un refugio o una casa franca, y después también fueron aleccionados sobre los métodos de la policía local y del contraespionaje alemán; aprendieron cómo librarse de una persecución, qué hacer en caso de arresto, y qué comportamiento adoptar durante un interrogatorio. Uno de los peores ejercicios que debieron soportar fue una auténtica confrontación con carceleros en uniforme de las SS, que los llevaron a un atroz cuarto oscuro y los torturaron durante todo un día, sin ahorrarles golpes para ponerlos a prueba. Una de las cosas más importantes para la supervivencia de los agentes era el mantenimiento de la tapadera preparada por el SOE, con ayuda de documentación falsa. Deberían tener cuidado con todo, en especial con los detalles, porque no se necesitaba gran cosa para despertar sospechas y ser desenmascarado, como no saber cómo funcionaba el racionamiento en Francia. Un agente se había comprometido ya al pedir simplemente un café solo; el café solo era el único que se servía en los cafés, porque la leche estaba racionada. Así, todos, hasta los aspirantes franceses, fueron informados de los detalles más insignificantes de la vida cotidiana en la Francia ocupada.

La guerra les pareció más cercana que nunca cuando en los primeros días de marzo, que marcaban el término de su tercera semana en Beaulieu, los once aspirantes abordaron los detalles del desarrollo de las operaciones: primero sesión informativa en Londres, y después la salida hacia un aeródromo secreto de la RAF. El lanzamiento en paracaídas tendría lugar en los dos días precedentes o siguientes a una luna llena —siempre y cuando las condiciones meteorológicas lo permitiesen—, a fin de que los pilotos pudieran volar con luz. En cuanto aterrizara en suelo ocupado, el agente debería enterrar el paracaídas y su traje de salto, para lo que se serviría de una pequeña pala atada al tobillo, convirtiéndose así en un simple ciudadano anónimo, al menos en apariencia. Y unirse al comité de acogida de resistentes, que le esperaría impaciente. Empezaría una nueva vida.

La escuela llegaba a su fin. Después de cuatro meses de formación intensiva, los aspirantes de la Sección F estaban a punto de convertirse en agentes del SOE; es cierto que se sentían aliviados de terminar, pero nostálgicos por vivir en la sala de la casa de Beaulieu sus últimos días juntos. Organizaron una velada de despedida, durante la cual se dijeron «¡Hasta pronto!». Se ofrecieron unos a otros regalos insignificantes, efectos personales, para el recuerdo, y porque era todo lo que podían regalarse. Un rosario, un espejo de bolsillo, un amuleto. Gordo repartió la petaca de los holandeses y unas bonitas piedras que había ido a recoger expresamente en el lecho del cercano río, y Faron le dio a Gordo un pequeño zorro de madera que había esculpido él mismo con su cuchillo en un trozo de pino.

Hacia las doce, cuando la mayoría fueron a acostarse, Palo tomó a Laura del brazo.

—¿Te apetece un último paseo? —murmuró.

Ella asintió, y él se la llevó al parque.

Caminaron mucho tiempo, cogidos de la mano. Era una hermosa noche. Rodearon el bosque para alargar el paseo y, en dos ocasiones, Palo, en un impulso de valor, le quitó los guantes a Laura y besó sus manos desnudas. Ella sonreía beatíficamente mientras se llamaba estúpida por sonreír así, se reprendía por no fingir al menos un poco de indiferencia, y Palo, paralizado, pensaba: ¡Ahora, bésala, imbécil! Y ella: ¡Ahora, bésame, imbécil!

Cuando estuvieron de vuelta en la casa, todo se hallaba silencioso y tranquilo. Los demás dormían.

—Ven conmigo —susurró Laura a Palo sin soltarle la mano.

Subieron al primer piso, hasta un dormitorio vacío. La estancia estaba agradablemente oscura; se pegaron el uno contra el otro, y ella cerró la puerta con llave.

—No hagas ruido —murmuró, recordando con un gesto de cabeza la presencia de los aspirantes que dormían en los cuartos de al lado.

Se abalanzaron el uno sobre el otro. Palo colocó sus manos en los riñones de Laura, estrechó su fina y frágil cadera, y después las deslizó por su espalda, acariciándola con suavidad. Laura acercó la cabeza a su nuca y le susurró al oído:

—Me gustaría que me amases como Gordo ama a Melinda.

Palo quiso decir algo, pero ella posó dos dedos sobre su boca.

—Sobre todo no digas nada.

Él besó los dedos sobre sus labios, ella apoyó la cabeza contra su nuca, luego su frente contra su frente, alzándose de puntillas; plantó su mirada en su mirada, y después le besó en la mejilla, dos veces, y por fin en la boca. Primero furtivamente, después más tiempo, y fueron besos profundos y apasionados, en la suavidad tibia del dormitorio. Se tumbaron en una de las camas y, esa noche, Laura convirtió a Palo en su amante.

Solo se separaron al amanecer. Se abrazaron por última vez en la oscuridad.

—Te quiero —dijo Palo.

—Lo sé, imbécil —sonrió Laura.

—¿Tú también me quieres?

Ella hizo una mueca encantadora.

—Es posible…

Se abrazó a su cuello y le besó una última vez.

—Ahora vete. Antes de que nos echemos demasiado de menos. Vete y vuelve a mí pronto.

Palo obedeció, y desapareció en su dormitorio en silencio. Había sabido decirle que la amaba y, en cambio, a su padre, nunca.