16.
La familia Montagu, perteneciente a la aristocracia británica, llevaba cuatro siglos viviendo en una inmensa propiedad al borde de Beaulieu, una ciudad de Hampshire, en el extremo sur de Inglaterra. En aquellas tierras se encontraba la cuarta y última escuela de formación del SOE, la escuela terminal —finishing school—, instalada en un conjunto de casitas que pasaban desapercibidas en la inmensidad del lugar. Lord Montagu había puesto su propiedad a disposición del SOE a espaldas de todo Beaulieu e incluso de su propia familia, que sin embargo vivía en una magnífica mansión en el corazón del dominio. Nadie imaginaba que en esas casitas, cuyos ocupantes se habían marchado al principio de la guerra, bien porque los hombres habían sido movilizados o porque se habían trasladado al Norte para estar más seguros, los servicios secretos británicos formaban en técnicas de guerra clandestina a voluntarios venidos de toda Europa.
Estaban a mediados de febrero. La lluvia torrencial y gélida del invierno dejaba paso lentamente a la ligera llovizna de la primavera. Pronto los días se harían más largos y más claros, el barro se secaría y, a pesar de que el frío perduraría un poco, los primeros brotes de azafrán salpicarían la costra helada del suelo. Stanislas, Denis, Aimé, Frank, Key, Faron, Gordo, Jos, Laura, Palo y Claude, los once aspirantes de la Sección F, los once supervivientes de la selección, vivían allí su último aprendizaje, juntos, durante cuatro semanas; la escuela de Beaulieu era la última etapa antes de obtener el título de agente del SOE. En Wanborough habían endurecido sus cuerpos; en Lochailort se habían enfrentado al arte de la guerra; en Ringway habían descubierto el salto en paracaídas. En Beaulieu aprenderían a moverse por Francia en el mayor de los secretos, es decir, a permanecer anónimos entre los anónimos y a no traicionarse, aunque fuera por un gesto anodino pero inusual que pudiese despertar sospechas. Se instalarían en una de las once casas de la escuela; la propiedad estaba repleta de aspirantes de todas las nacionalidades, lo que les recordaba a Arisaig House.
La formación en Beaulieu se dividía en departamentos encargados de instruir a los aspirantes en el arte de los servicios secretos: la vida en clandestinidad, la seguridad personal, la comunicación sobre el terreno, el mantenimiento y la gestión de una tapadera, e incluso cómo actuar bajo vigilancia policial o cómo librarse de un seguimiento. Los cursos los impartían especialistas en cada materia y, además de los instructores del ejército británico, se incluían en el claustro de profesores criminales, actores, médicos, ingenieros; ninguna experiencia era despreciable para formar futuros agentes.
De ese modo, los aspirantes siguieron un curso de allanamiento impartido por un curtido ladrón, que les enseñó a penetrar en las casas, a reventar una caja fuerte, a forzar una cerradura o a copiar una llave, operación sencilla que consistía en utilizar una caja de cerillas llena de plastilina para hacer un molde de la llave original.
Un actor les inició en el arte de disfrazarse y cambiar rápidamente de apariencia. Era una enseñanza sutil, no se trataba de que se pusieran barbas postizas o pelucas, sino más bien de realizar pequeños cambios: llevar gafas, cambiar de peinado o modificar su aspecto aunque fuese dibujándose una falsa cicatriz en la cara con colodión, un producto parecido a la cera y que se secaba en un visto y no visto.
Un instructor del ejército se encargó de formarles en técnicas rápidas de asesinato, para que pudieran eliminar a un eventual perseguidor o a un blanco con total discreción. Así aprendieron el estrangulamiento, el uso del puñal o de pequeñas pistolas con silenciador en algunos casos.
Un médico abordó algunas nociones de cirugía plástica: el SOE disponía de cirujanos capaces de modificar el aspecto físico de agentes en peligro cuya tapadera estuviese comprometida.
Un oficial del Servicio les enseñó los secretos de la comunicación cifrada. Aunque los contactos con Londres se efectuaban mediante operadores de radio y sus mensajes eran cifrados, los agentes debían comunicarse sobre el terreno con otros agentes o con las redes de resistencia. Como el correo estaba vigilado, los teléfonos también, y el envío de telegramas era imposible sin revelar la identidad, había que utilizar la astucia. Así pues, los aspirantes aprendieron el cifrado, los códigos disimulados en el texto de las cartas o las postales, la tinta invisible, los sistemas de buzones, y el camuflaje de documentos miniaturizados en una pipa, en un botón de abrigo, o insertados en cigarrillos mediante una aguja, y que se podían fumar tranquilamente en caso de arresto. Después le llegó el turno al S-Phone, un emisor-receptor de onda corta que permitía a un avión o a un barco comunicarse en un radio de varias decenas de kilómetros con un agente en tierra, equipado con un receptor que cabía en una maleta. Las conversaciones eran tan claras como las de una llamada telefónica local, y el S-Phone también podía servir tanto para guiar a un bombardero hacia una zona de lanzamiento como para que un agente sobre el terreno se comunicara con el Estado Mayor en Londres, porque el avión hacía las veces de repetidor de la señal. Sin embargo, los ensayos con el S-Phone por parte de los aspirantes no fueron muy prometedores pues, aparte de los cuatro anglófonos, ninguno de ellos hablaba suficientemente bien inglés como para entenderse con un piloto. Y durante un ejercicio de simulación de guiado de un avión, el pobre Aimé balbuceó un revoltijo que le valió una reprimenda del instructor.
Se abordaron asimismo dos puntos que los futuros agentes deberían a su vez enseñar más tarde a las redes locales de resistencia: cómo recibir a los Lysander desde tierra, y cómo delimitar las zonas de lanzamiento de paracaidistas y material. Para esta última misión, había que encender en el suelo tres puntos luminosos. La tripulación del bombardero no tendría más que realizar un vuelo rasante sobre la región donde estaba previsto el lanzamiento, lo que ya constituía una actividad peligrosa. Cuando el piloto, o el copiloto, veía el triángulo dibujado en el suelo, al que se le añadía una señal luminosa de seguridad —una letra del alfabeto repetida en morse, que constituía el código de reconocimiento previamente establecido—, avisaba al jefe de salto encendiendo la luz roja, para anunciar que sobrevolaban la zona de lanzamiento. En caso de duda, el piloto podía también comunicarse mediante un S-Phone con el agente en tierra, si este poseía uno.
Para recibir a los Lysander, era necesario encontrar terrenos adecuados, prados o campos, que sirvieran de pista improvisada. El cuartel general del SOE utilizaba para las operaciones aéreas los mismos mapas de carreteras que empleaban los agentes en misión, para poder establecer, mediante comunicación por radio, un lugar preciso de aterrizaje; también era primordial indicar puntos de referencia sobre el terreno —puentes, colinas, riveras— que permitieran a los pilotos, volando de noche, a la vista y a baja altitud, guiarse fácilmente. También debían, en los minutos precedentes al aterrizaje, balizar la pista improvisada distribuyendo luces en forma de «L» según la dirección del viento, y emitir, como en el caso de los lanzamientos, un código de reconocimiento en morse. El piloto podría entonces posarse durante solo unos minutos, el tiempo de embarcar o desembarcar a sus pasajeros, con el motor en marcha, y despegar de inmediato.
Un perfume de nostalgia flotaba en las jornadas en Beaulieu, pues los aspirantes vivían allí sus últimos días juntos: la guerra estaba más cerca que nunca, y su separación también. Al principio, en Wanborough, no se habían caído bien; se habían tenido miedo, se habían burlado los unos de los otros, y a veces se habían dado buenas palizas en los entrenamientos. Pero ahora que estaban a punto de separarse, se daban cuenta de lo mucho que se apreciaban. A menudo, por la noche, jugaban todos a las cartas: no jugaban por jugar, jugaban para estar juntos, para olvidar su angustia. Para recordarse lo bien que lo habían pasado, juntos, a pesar de la dureza de los entrenamientos. Y cuando atravesaran el cielo de Francia, en los pocos segundos de intervalo entre el final de la euforia del salto y el principio del miedo, se darían cuenta de lo desamparados que estaban, completamente solos, y de cuánto se iban a echar de menos los unos a los otros.
Una noche, tras una partida de cartas, Gordo y Palo se marcharon a caminar por las tierras de los Montagu. Hacía varias horas que había anochecido, pero la oscuridad era ligera; la luna llena iluminaba la inmensa pradera, y el musgo que invadía los troncos de los pinos perfumaba el aire con un olor precoz a primavera. Percibieron de lejos la silueta de un zorro.
—¡Un Georges! —exclamó Gordo, emocionado.
Palo saludó al zorro.
—Sabes, Palo, pienso todo el rato en Melinda.
Él asintió con la cabeza.
—¿Crees que la volveré a ver?
—Seguramente, Gordo.
Palo sabía que Laura le había mentido.
—Te lo digo porque sé que tú también piensas en Laura. ¿Todo el rato?
—Todo el rato.
—¿Qué vais a hacer? Quiero decir, después, cuando nos separemos.
—Lo ignoro.
—No, porque, entiéndeme, son cosas serias las que estamos viviendo. Tú y Laura, y yo con Melinda. Ella se fijó en mí. En mí. ¡No es moco de pollo!
—De pavo.
—Eso. Es algo serio. En cuanto tenga un permiso, saldré corriendo a verla. Bueno, ya sabes lo que es que tu corazón lata de amor por una mujer.
Palo volvió a asentir. Y pensó que echaría mucho de menos a Gordo, y Gordo pensó que echaría mucho de menos a Palo; nunca había conocido a alguien tan fiel y leal.
—Eres como un hermano, Palo —dijo Gordo.
—Y tú igual.
Hablaron de después de la guerra.
—Me casaré con Melinda. Abriremos un albergue. Mira, he dibujado los planos.
Sacó de su bolsillo un trozo de papel cuidadosamente doblado y se lo tendió a Palo, que lo giró para verlo mejor a la luz de la luna. Silbó de admiración; no entendía nada del plano, pero se veía que el dibujo había sido ejecutado con rara devoción.
—¡Hala! Qué sitio más bonito.
Gordo le detalló el croquis, pero sus explicaciones no ayudaron en nada. Después levantó la cabeza, inquieto, y dijo a bote pronto:
—Hay una pregunta que se hace todo el mundo: tú y Laura ¿folláis?
—No —respondió Palo, un poco molesto.
Se inclinó hacia el oído de su obeso compañero y susurró:
—Es que… no sé follar.
Gordo le sonrió.
—No te preocupes, harás un buen trabajo.
Y aplastó el hombro del chico con su brazote.
Palo contempló las estrellas tintineantes, en el cielo despejado. Si su padre mirase el mismo cielo en ese mismo momento, vería Beaulieu, vería a sus compañeros, vería cómo su hijo estaba bien acompañado. «Te quiero, papá», murmuró al viento y a las estrellas.