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SAN ANTONIO DA EL FUEGO A LOS HOMBRES
Una vez en el mundo no existía el fuego. Los hombres tenían frío y fueron a ver a San Antonio, que estaba en el desierto, para pedirle ayuda y decirle que con ese frío no aguantaban más. San Antonio tuvo compasión de ellos y pese a que el fuego estaba en el Infierno decidió ir a buscarlo.
Antes de ser santo San Antonio había sido porquero, y un cerdito de su piara nunca lo había querido abandonar y siempre lo seguía. De modo que San Antonio, con su cerdito y su cayado, se presentó a la puerta del Infierno y llamó.
—¡Abrid, que tengo frío y me quiero calentar!
Los diablos, desde la puerta, no tardaron en advertir que ése no era un pecador sino un santo y le dijeron:
—¡No, no! ¡Te hemos reconocido y no te abrimos!
—¡Abrid! ¡Tengo frío! —insistía San Antonio, y el cerdo refregaba el hocico contra la puerta.
—¡Al cerdo sí lo dejamos entrar; pero a ti no! —dijeron los diablos, y abrieron un poquito, lo suficiente para dejar entrar al cerdo. El cerdo de San Antonio, apenas entró en el Infierno, se puso a corretear y a meter el hocico por todas partes, y armaba un alboroto tremendo. Los diablos tenían que correr tras él para recoger los tizones, levantar pedazos de corcho, alzar los tridentes que tiraba, poner en su lugar patíbulos e instrumentos de tortura. Ya no podían más, pues no atinaban a atrapar al cerdo ni a echarlo.
Terminaron por hablar con el santo, que se había quedado frente a la puerta.
—¡Ese maldito cerdo nos lo desordena todo! Ven a buscarlo.
San Antonio entró en el Infierno, tocó al cerdo con el cayado y el animal se quedó quietecito.
—Ya que estamos —dijo San Antonio—, me siento un momento para calentarme. —Y se sentó en una bolsa de corcho, en medio del paso, acercando las manos al fuego.
De vez en cuando pasaba delante un diablo a la carrera que iba a contarle a Lucifer acerca de algún alma de este mundo a quien había hecho caer en pecado. Y San Antonio, con su cayado, ¡pum!, un golpe en la espalda.
—Estas bromas no nos gustan —dijeron los diablos—. Abajo ese cayado.
San Antonio inclinó el cayado junto a él, clavando la punta en el suelo, y el primer diablo que pasó a la carrera, gritando «¡Lucifer! ¡Un alma segura!», tropezó y cayó de bruces.
—¡Basta! ¡Nos tienes hartos con ese cayado! —dijeron los diablos—. Ahora te lo quemamos. —Le quitaron el cayado y le hundieron la punta en el fuego.
En ese momento el cerdo empezó a tirarlo todo por el aire: pilas de leña, garfios, antorchas.
—Si queréis que lo calme —dijo San Antonio, devolvedme el cayado—. Se lo devolvieron y el cerdo en seguida se tranquilizó.
Pero el cayado era de férula, y la madera de férula tiene la médula esponjosa, y si una chispa o un rescoldo entran en el tronco sigue ardiendo a escondidas, sin que se note por fuera. De modo que los diablos no advirtieron que San Antonio se llevaba el fuego en el cayado. Y San Antonio, tras predicar a los diablos, se fue con el cayado y el cerdito, y los diablos soltaron un suspiro de alivio.
Apenas salió al aire libre, San Antonio enarboló el cayado con la punta encendida y lo hizo girar lanzando chispas al aire, como dando una bendición. Y cantó:
—¡Fuego, fuego,
Ahora y luego,
En todo el mundo
Fuego jocundo!
Desde ese momento, para gran alegría de los hombres, hubo fuego en la tierra. Y San Antonio volvió al desierto a meditar.
(Logudoro)