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EL AMOR DE LAS TRES GRANADAS
(Blanca-como-la-leche-roja-como-la-sangre)
Un hijo de Rey estaba comiendo. Al cortar un queso, se cortó un dedo y una gota de sangre cayó en el queso. Dijo a su madre:
—Mamá, quiero una mujer blanca como la leche y roja como la sangre.
—¡Cómo!, hijo mío, si es blanca no es roja y si es roja no es blanca. Pero busca a ver si la encuentras.
El hijo se puso en marcha. Tras mucho caminar, encontró una mujer: —Jovencito, ¿adónde vas?
—¡Cómo te lo voy a decir justo a ti, que eres mujer!
Tras mucho caminar, encontró un viejecito:
—Jovencito, ¿adónde vas?
—A ti sí te lo digo, abuelito, pues sin duda sabes más que yo. Busco una mujer blanca como la leche y roja como la sangre.
—Hijo mío —repuso el viejecito—, si es blanca no es roja y si es roja no es blanca. Sin embargo, toma estas tres granadas. Ábrelas a ver qué sale. Pero hazlo sólo cerca de la fuente.
El joven abrió una granada y salió una bellísima muchacha blanca como la leche y roja como la sangre, que al instante gritó:
—Oh jovencito de los labios frescos
Dame de beber que desfallezco.
El hijo del Rey ahuecó la mano, la llenó de agua y se la ofreció, pero no llegó a tiempo. La muchacha murió.
Abrió otra granada y de un brinco surgió otra hermosa muchacha, diciendo:
—Oh jovencito de los labios frescos
Dame de beber que desfallezco.
Le ofreció el agua pero ya había muerto.
Abrió la tercera granada y salió una muchacha aún más bella que las otras dos. El joven le arrojó el agua a la cara y sobrevivió.
Estaba desnuda como su madre la trajo al mundo, y el joven la arropó con su abrigo y le dijo:
—Súbete a este árbol que yo iré a buscar vestidos para cubrirte y una carroza para llevarte a Palacio.
La muchacha se encaramó al árbol, junto a la fuente. A esa fuente iba todos los días la Sarracena Fea a buscar agua. Mientras recogía agua en el cántaro, vio reflejada en la superficie la cara de la muchacha que estaba en el árbol.
—¿Y debo yo, siendo tan bonita
Acarrear el agua con la vasijita?
Y sin titubear un instante, arrojó el cántaro al suelo y lo hizo añicos. Volvió a casa, donde la patrona la recibió con gritos:
—¡Sarracena Fea! ¿Cómo te atreves a volver sin agua y sin vasija?
Cogió otro cántaro y regresó a la fuente. En la fuente volvió a ver la imagen reflejada en el agua. «¡Ah, realmente soy muy bella!», se dijo.
—¿Y debo yo, siendo tan bonita
Acarrear el agua con la vasijita?
Y tiró el cántaro al suelo. La patrona volvió a gritarle, ella regresó a la fuente, rompió otro cántaro, y la muchacha que siempre la miraba desde el árbol, esta vez no pudo contener una risotada.
La Sarracena Fea alzó los ojos y la vio.
—Ah, ¿eres tú? ¿Y me has hecho romper tres cántaros? ¡Aunque sin duda eres muy bonita! Espera, que quiero peinarte.
La muchacha no quería bajar del árbol, pero la Sarracena Fea insistió:
—Deja que te peine y quedarás aún más hermosa.
La hizo bajar, le soltó el pelo, vio que llevaba un alfiler en la cabeza. Cogió el alfiler y se lo clavó en una oreja. La muchacha derramó una gota/ de sangre y murió. Pero la gota de sangre no bien tocó el suelo se transformó en una palomita y la palomita se alejó volando.
La Sarracena Fea fue a encaramarse al árbol. Volvió el hijo del Rey con la carroza, y al verla exclamó:
—¡Eras blanca como la leche y roja como la sangre! ¿Cómo te has vuelto tan negra?
Y la Sarracena Fea respondió:
—En el cielo salió el sol
Y me mudó de color.
Y el hijo del Rey:
—¿Pero cómo tienes la voz tan cambiada?
Y ella:
—En el cielo sopló el viento
Y me mudó el parlamento.
Y el hijo del Rey:
—¡Pero eras tan guapa y ahora eres tan fea!
Y ella:
—La brisa y sus impurezas
Me mudaron la belleza.
En fin, él la llevó a la carroza y se fueron a casa.
Desde que la Sarracena Fea se instaló en el Palacio como mujer del hijo del Rey, la palomita se posaba todas las mañanas en la ventana de la cocina y preguntaba al cocinero:
—Oh, cocinero, señor de la alacena,
¿Qué hace el Rey con esa Sarracena?
—Come, bebe y duerme —respondía el cocinero.
Y la palomita:
—Sopita para mí,
Plumas de oro para ti.
El cocinero le daba un plato de sopa y la palomita se sacudía y le caían plumas de oro. Después se alejaba volando.
A la mañana siguiente volvía:
—Oh, cocinero, señor de la alacena,
¿Qué hace el Rey con esa Sarracena?
—Come, bebe y duerme.
—Sopita para mí,
Plumas de oro para ti.
Ella se tomaba la sopa y el cocinero se guardaba las plumas de oro.
Al cabo de un tiempo el cocinero pensó en ir a ver al hijo del Rey para contarle lo que ocurría. El hijo del Rey lo escuchó y dijo:
—Mañana cuando vuelva la palomita, no la dejes escapar y tráetela, que quiero tenerla conmigo.
La Sarracena Fea, que lo había escuchado todo a hurtadillas, pensó que esa palomita no auguraba nada bueno; y cuando al día siguiente volvió a posarse en la ventana de la cocina, la Sarracena Fea fue más rápida que el cocinero: la traspasó con un espetón y la mató.
La palomita murió. Pero una gota de sangre cayó en el jardín, y en ese lugar creció al instante un granado.
Este árbol tenía una virtud: a quien estaba a punto de morir le bastaba comer una granada para reponerse. Y siempre había una gran cola de gente que iba a pedir a la Sarracena Fea que por favor le diera una granada.
Por fin en el árbol sólo quedó una granada, la más grande de todas, y la Sarracena Fea dijo:
—Esta me la guardo para mí.
Vino una vieja y le pidió:
—¿Me darías esa granada? Tengo a mi marido agonizando.
—Me queda una sola, y la quiero conservar de adorno —dijo la Sarracena Fea, pero el hijo del Rey intervino:
—Pobrecita —dijo—, se está muriendo su marido, tienes que dársela.
Y así la vieja volvió a casa con la granada. Volvió a casa y se encontró con que su marido ya había muerto. «Entonces me guardaré la granada de adorno», se dijo.
Todas las mañanas la vieja iba a misa. Y mientras ella estaba en misa, la muchacha salía de la granada. Encendía el fuego, limpiaba la casa, cocinaba y ponía la mesa; y después se metía dentro de la granada. Cuando la vieja volvía lo encontraba todo dispuesto y no entendía cómo.
A la mañana siguiente la vieja fingió cerrar la casa, pero en cambio se escondió detrás de la puerta. La muchacha salió de la granada y empezó a limpiar y cocinar. La vieja entró y la muchacha no tuvo tiempo de esconderse en la granada.
—¿De dónde vienes? —le preguntó la vieja.
—Sea buena, abuelita —rogó la muchacha—, no me mate, no me mate.
—No te mato, pero quiero saber de dónde vienes.
—Yo vivo dentro de la granada…
Y le contó su historia.
La vieja la vistió de aldeana, tal como estaba vestida ella (pues la muchacha siempre seguía desnuda como su madre la había traído al mundo) y el domingo se la llevó a misa. El hijo del Rey también estaba en misa y la vio. «¡Jesús! ¡Me parece que ésta es la joven que encontré en la fuente!», pensó, y el hijo del Rey siguió a la vieja por la calle.
—¡Dime de dónde ha salido esa joven!
—¡No me mates! —lloriqueó la vieja.
—No tengas miedo. Sólo quiero saber de dónde viene.
—Viene de la granada que me diste.
—¡También ella de una granada! —exclamó el hijo del Rey, y preguntó a la joven—: ¿por qué estabas dentro de una granada?
Y ella le contó todo.
Él volvió a Palacio con la muchacha y le hizo repetir toda su historia delante de la Sarracena Fea.
—¿Lo has oído bien? —dijo el hijo del Rey a la Sarracena Fea cuando la muchacha concluyó con su relato—. No quiero ser yo quien te condene a muerte. Condénate tú misma.
Y la Sarracena Fea, viendo que no quedaba otro remedio, dijo:
—Manda que hagan una camisa de pez y quémame en medio de la plaza.
Así se hizo. Y el hijo del Rey se casó con la joven.
(Abruzos)