102
EL REY SOBERBIO

Había una vez un mercader que tenía una hija y de noche la presentaba en sociedad. Una noche la hija, estando en sociedad, vio un señor que sacaba del bolsillo una tabaquera y se servía tabaco, y en la tapa de la tabaquera había un retrato. Era el retrato del hijo del Rey de Persia con siete velos en la cara, y la muchacha se enamoró de él.

Volvió a casa y le dijo a su padre:

—Papá, me he enamorado del hijo del Rey de Persia; ve a pedírmelo por esposo y llévale mi retrato.

El hijo del Rey de Persia era doblemente famoso: por su belleza y por su soberbia. Era tan bello que a causa de su exagerada belleza ninguno podía verlo; más aún, por temor a que alguien lo viese llevaba siete velos sobre la cara, y siempre permanecía encerrado en la sala del trono sin hablar con nadie salvo con su madre.

El mercader, cuando su hija le dio la noticia, respondió:

—Hija mía, es mejor que te olvides del hijo del Rey de Persia.

Pero la muchacha ya estaba tan exaltada que no pensaba en otra cosa. Empezó a acosar a su padre, y tanto hizo y tanto dijo que el mercader, por no verla sufrir, decidió ir en persona en busca del famoso hijo del Rey de Persia con siete velos en la cara para hablarle del amor que su hija sentía por él.

Lo recibió la Reina, quien cogió el retrato de la muchacha y fue a mostrárselo a su hijo.

—¿Quieres ver el retrato, hijo mío?

—Dile que lo tire en el baño.

La Reina fue a comunicarle la respuesta.

—¡Pero mi pobre hija se deshace en lágrimas! —suplicaba su pobre padre.

—Hijo mío —fue a decir la madre al Rey soberbio—, ¡dice qué la muchacha se deshace en lágrimas!

—¡Entonces dale estos siete pañuelos!

—¡Pero mi hija se mata! —dijo el pobre padre cuando la Reina le llevó los pañuelos.

—Ha dicho que se mata —comunicó la Reina al Rey soberbio.

—Entonces entrégale este cuchillo y que se mate de una vez.

El viejo volvió a casa y transmitió a su hija estas crueles respuestas. La hija guardó silencio un instante, luego dijo:

—Padre, hay que ser fuertes. Dame un caballo, una bolsa de monedas, y déjame partir.

—¿Pero estás loca?

—Loca o no, quiero salir a recorrer el mundo.

Salió a recorrer el mundo. La noche la sorprendió en medio del campo. Divisó una luz. Era una casa donde una mujer velaba a su hijo moribundo.

—Vaya a descansar —dijo la muchacha—, yo cuidaré a su hijo.

Mientras velaba, la luz se apagó y quedaron a oscuras. Busca a tientas una cerilla y no la encuentra. «Voy a ver si por aquí cerca encuentro a alguien que me dé una luz». Sale a la carrera, da vueltas y a lo lejos ve una lucecita. Se acerca y encuentra una vieja echando leña debajo de un caldero de aceite.

—Abuela, ¿me prendes la luz?

—Si me ayudas —respondió la vieja.

—¿Si te ayudo a qué?

—A preparar el hechizo para un joven, el hijo de esos campesinos que viven allá. —E indicó la casa donde agonizaba el muchacho—. Cuando se consuma el aceite, el joven morirá.

—Te ayudo —dijo la muchacha—. Yo pongo la leña, tú fíjate en si el caldero hierve.

La vieja se agacha a ver si hierve el caldero y la muchacha la coge de las piernas y la zambulle en el aceite hasta que se queda tiesa. Después prendió la luz, apagó el fuego y corrió a la casa, donde el joven había recobrado la salud y se levantaba de la cama. Fiestas, alegría en esa casa humilde.

—¡Pues yo me caso contigo! —repetía el joven.

—No, no, dejémoslo así —respondió ella, y al día siguiente reanudó el viaje cargada de regalos.

Llegó a una aldea y se puso al servicio de un matrimonio. El marido, pobrecito, hacía años que no se levantaba de la cama, pues sufría una enfermedad desconocida y ningún médico daba en la tecla. La muchacha, mientras servía en la casa, empezó a sospechar de la mujer. Comenzó a vigilarla, y una noche se ocultó detrás de una cortina para ver qué hacía. En eso llega la mujer, despierta al marido, le hace beber una taza de opio y en cuanto él vuelve a dormirse abre un cofrecito y dice:

—Arriba, hijas mías, que ya es hora.

Del cofrecito salieron unas víboras que se tendieron junto al durmiente y empezaron a chuparle la sangre. Cuando las víboras se saciaron, la mujer las despegó del cuerpo de su marido, sacó una pequeña marmita que tenía oculta detrás de un cuadro y les hizo escupir toda la sangre que habían sorbido. Se untó cuidadosamente el pelo, devolvió las víboras al cofrecito y dijo:

—Sobre el agua y sobre el viento,

Hasta el nogal de Benevento.

Y desapareció.

¿Y la muchacha qué hace? Se unta cuidadosamente el pelo con la sangre de la marmita, repite las palabras de la mujer, y de pronto se encontró dentro de un tonel lleno de brujas que bailaban y obraban sortilegios y encantamientos. En cuanto amaneció, la muchacha, ansiosa de llegar a casa antes que su ama, pensó: «Hay que encontrar la fórmula mágica inversa». Y probó diciendo:

—Bajo el agua y bajo el viento,

Lejos del nogal de Benevento.

Y de golpe se encontró de vuelta en casa. Cuando volvió la patrona, la encontró durmiendo como si nada hubiera sucedido.

Pero a la mañana siguiente la muchacha le dijo al marido:

—Esta noche finja beber de la taza que le trae su señora, pero no trague ni una gota.

El marido siguió sus instrucciones y permaneció despierto. Cuando la mujer se dispuso a mandarle las víboras, él se levantó y la mató. Apenas hubo expirado, el marido recobró la salud.

—¿Cómo puedo agradecértelo? —le dijo a la muchacha—. No te vayas de aquí. Quiero tenerte siempre conmigo.

Pero ella no quiso saber nada. Aceptó todo el dinero que le dio el patrón y reanudó el viaje.

Caminó y caminó hasta llegar a otra ciudad, donde se alojó en una posada. El dueño de la posada tenía un hijo jovencito que desde hacía mucho yacía en cama sin comer ni beber, durmiendo noche y día.

—Déjelo de mi cuenta —dijo la muchacha—, yo lo curaré.

Por la noche se puso a cuidarlo. Dan las diez: nada. Dan las once: nada. Dan las doce y ¡zas!, en el techo se abren dos orificios y por allí caen dos bultos, uno blanco y otro negro. Llegan al suelo, y el bulto blanco se transforma en una hermosa señora y el bulto negro en una criada que llevaba una bandeja con la cena. La señora abofeteó al durmiente y lo despertó; después le pusieron la mesa y empezaron a cenar con él como si tal cosa. Cuando se oyó el canto del gallo, la hermosa señora volvió a abofetear al jovencito, que se durmió de inmediato. Las dos mujeres se encogieron hasta transformarse en dos bultos, uno blanco y otro negro, y salieron volando por los orificios del techo.

Al día siguiente, la muchacha dijo a los padres del enfermo:

—Si quieren que este pobre muchacho se cure, préstenme atención. Hay que hacer cinco cosas: primero, que maten todos los gallos del pueblo; segundo, que sujeten todas las campanas; tercero, que preparen una manta negra bordada de estrellas y la cuelguen fuera de la ventana; cuarto, que debajo de la ventana enciendan una fogata; quinto, que se ponga un albañil en el techo, listo para tapar dos agujeros.

A la noche siguiente las dos mujeres-bulto descendieron al cuarto y se pusieron a cenar con el joven. De vez en cuando miraban por la ventana para ver si aclaraba, pero siempre veían el cielo estrellado. Espera que te espera, afuera estaba oscuro, no se oían los gallos y ni siquiera las gallinas; las dos mujeres-bulto van a la ventana para ver qué pasa que la noche no termina nunca. Sacan la mano y comprueban que eso no era el cielo sino una manta, y la manta cayó de repente mostrando el sol en lo alto del cielo. Se apresuraron a convertirse en bultos y saltaron hacia el techo. Pero entre tanto el albañil había asegurado las tejas, las vigas y el revoque, y encontraron un obstáculo en su camino. Corren a tirarse por la ventana, pero ven la fogata ahí abajo. De todos modos, no les quedaba otra posibilidad. Se tiraron, se chamuscaron un poco y huyeron. Con las prisas, sin embargo, habían olvidado propinar al jovencito la bofetada de costumbre, de modo que él permaneció despierto y quedó liberado del hechizo.

Los padres corrieron a abrazarlo locos de contento.

—¡Esa muchacha! ¡Me quiero casar con esa muchacha! —fue lo primero que dijo el joven. Pero ella, ¡cucú!, tenía otras ideas en la cabeza. También los posaderos la colmaron de regalos, y ella reanudó la marcha. Encontró una viejecita.

—¿Adónde vas?

—En busca del Rey soberbio —dijo la muchacha.

—Oye —dijo la vieja—, sé que has sufrido bastante. Toma esta varita de las órdenes. Pídele lo que quieras y ella lo hará. Has de saber que el Rey soberbio se encuentra en esta región.

Y la viejecita desapareció.

La hija del mercader se dirigió entonces al palacio del Rey soberbio, dio un golpe con la varita de las órdenes en el suelo y dijo:

—¡Ordeno! Ordeno que surja de inmediato un palacio grande como el del Rey soberbio, y con ventanas en número de siete al igual que las suyas, pero que el palacio esté hecho de tal forma que en un extremo las ventanas toquen las del palacio del Rey y las del otro extremo estén alejadas.

Y de pronto surgió otro palacio frente al del Rey, tal como ella lo había pedido. Era por la mañana y el Rey soberbio se levantó y vio que frente al suyo había crecido ese hermoso palacio jamás visto anteriormente. Se asomó y frente a su ventana se encontraba la ventana más alejada del otro palacio, a la cual se asomaba una muchacha tan bella que el Rey soberbio, para verla mejor, se quitó el primer velo.

—Tomad los dos mejores brazaletes del tesoro —ordenó a sus lacayos— y llevádselos en seguida a esa muchacha, pidiéndole su mano en mi nombre.

Los lacayos fueron a llevarle el mensaje con los brazaletes en cojines de terciopelo.

—Estos brazaletes —replicó la muchacha apenas los vio— colgadlos como aldabas en el portón, que justamente no tiene.

Y los despidió.

A la mañana siguiente la muchacha se asomó por la segunda ventana y el Rey soberbio se quitó otro velo y se asomó también a la segunda ventana. Después ordenó a los lacayos que le llevaran un collar de brillantes.

—Este collar —repuso ella—, ponédselo al perro como cadena, que está sujeto con una cuerda.

Al tercer día la muchacha se asomó por la tercera ventana, y el Rey soberbio, tras quitarse el tercer velo y asomarse también por la tercera ventana, envió a sus lacayos con dos colgantes de perlas.

—Estos colgantes —dijo ella—, usadlos de badajos para la campanilla del perro.

Al cuarto día, desde la cuarta ventana, respondió a los lacayos que el hermoso chal recamado que le traían lo usaran de felpudo, y el quinto día, después de que el Rey, despojado también del quinto velo, le mandó un anillo de compromiso con un diamante grande como una nuez, dijo que se lo regalaran a los hijos del portero para que jugaran con él.

El sexto día le llevaron la corona de Reina.

—Usadla para poner encima la olla.

Pero entre tanto habían llegado a la séptima ventana y estaban cara a cara, y el Rey soberbio se había quitado el último velo, y tanto le gustó a la hija del mercader que al fin le dijo:

—De acuerdo, me caso contigo.

Lo festejaron con pan duro

Y gallina agusanada.

¡Viva la recién casada!

(Roma)

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