134
LIOMBRUNO

Había una vez un pescador desdichado: en tres años no había pescado ni una anchoa. Para ganarse el sustento para él, su mujer y sus cuatro hijos, había tenido que venderlo todo y ahora vivía de limosnas. Pero todos los días se hacía a la mar con su barca y echaba las redes. Las levantaba sin haber pescado ni siquiera un cangrejo o una almeja, y lanzaba feroces imprecaciones.

Una vez, precisamente, estaba imprecando después de levantar la red cuando en medio del mar se le apareció el Enemigo.

—¿Qué te pasa que estás furioso, marinero?

—¡Qué me va a pasar! ¡Estoy cansado de mi suerte! De este mar no saco ni un pedazo de cuerda para ahorcarme.

—Escucha, marinero —dijo el Enemigo—, si haces un pacto conmigo tendrás pesca todos los días y te harás rico.

—¿Qué pacto? —preguntó el pescador.

—Quiero a tu hijo —dijo el Enemigo.

El pescador se puso a temblar.

—¿A cuál?

—Al que todavía no nació y nacerá dentro de poco.

El pescador pensó que hacía muchos años que no tenía hijos y que no volvería a tenerlos. Por eso respondió:

—Bien, acepto tus condiciones.

—Entonces —dijo el Enemigo—, cuando tu hijo tenga trece años me lo entregarás. Y a partir de hoy pescarás en abundancia.

—¿Y si ese hijo no naciera?

—Igual tendrás las redes llenas de pescado, no te preocupes, y a mí no me darás nada.

—Eso quería saber. Entonces firmo el contrato.

Una vez sellado el pacto, el Enemigo desapareció en el mar y el pescador arrojó las redes, que salieron colmadas de doradas, atunes, mújoles y pulpos. Y así el día siguiente, y así el otro. El pescador se hacía rico, y ya decía: «¡He burlado al Enemigo!». Pero entonces le nació un hijo, que de tan hermoso parecía una flor y sin duda iba a ser el más apuesto y el más fuerte de todos sus hijos. Lo llamó Liombruno.

Estaba en alta mar cuando volvió a aparecérsele el Enemigo.

—¡Eh marinero!

—¿En qué puedo servirte?

—Lo prometido es deuda, no lo olvides. Liombruno me pertenece.

—Sí, de acuerdo, pero dentro de trece años.

—Nos veremos a los trece años.

Y desapareció.

Liombruno crecía y el pobre padre se apenaba al verlo cada vez más apuesto y más fuerte, porque el día se avecinaba.

Los trece años ya se habían cumplido y el pescador empezaba a tener esperanzas de que el Enemigo hubiera olvidado el pacto, cuando, remando en medio del mar, lo vio salir a su encuentro.

—¡Eh marinero! —le dijo.

—Pobre de mí —dijo el marinero—. Sí, ya sé. Es la hora. Dime qué debo hacer.

—Tráemelo. Mañana —dijo el Enemigo.

—Mañana —dijo el padre llorando.

Y le dijo a Liombruno que al día siguiente le llevara un cesto con el almuerzo a un sitio desierto en la playa, adonde él se acercaría con la barca para poder volver al mar sin entretenerse en la casa. El muchacho fue pero no vio a nadie; el padre se había internado en alta mar para no dejarse ver y dejar a Liombruno en manos del Enemigo. Al ver que su padre no estaba, el muchacho se sentó en la orilla a esperarlo y para pasar el rato se puso a hacer pequeñas cruces con trozos de madera y corcho que el mar había dejado en la playa, y canturreando las dispuso en círculo a su alrededor. Canturreaba en medio del círculo de cruces, con una de ellas en la mano, cuando el Enemigo llegó del mar.

—¿Qué haces, muchacho? —le dijo.

—Espero a mi padre.

—Tú debes venir conmigo —dijo el Enemigo, pero no avanzaba porque el muchacho estaba rodeado de cruces—. ¡Desarma esas cruces, rápido! —le dijo.

—¡No desarmo nada!

Pero el Enemigo empezó a echar fuego por los ojos, por la boca, por la nariz, asustándolo tanto que Liombruno se apresuró a desarmar las cruces, aunque todavía le quedaba la que tenía en la mano.

—¡Desarma esa también, rápido!

—¡No, no quiero! —decía el muchacho llorando, frente al Enemigo que seguía vomitando fuego. En eso apareció un águila en medio del cielo. Voló en círculos batiendo las alas por encima de Liombruno, se precipitó sobre él, lo asió por los hombros con sus garras y lo elevó en el cielo en las narices del Enemigo enfurecido.

El águila llevó a Liombruno a la cima de una montaña y allí se transformó en un Hada bellísima.

—Yo soy el Hada Aquilina —dijo—, y tú vivirás conmigo y serás mi esposo.

Se inició para Liombruno una vida principesca, alimentado y criado por las Hadas, que lo instruyeron en las artes y en el manejo de las armas. Después de vivir así durante varios años, añoró su hogar y pidió al Hada Aquilina que le permitiera volver con su padre y su madre.

—Puedes ir, Liombruno, y llevar la riqueza a casa de tus padres —dijo el Hada—, pero a fin de año debes volver conmigo. Toma este rubí: tendrás todo lo que le pidas. Pero debes cuidarte de revelar que yo soy tu esposa.

Cuando los habitantes de la aldea de Liombruno vieron llegar un caballero tan ricamente armado y vestido lo siguieron en procesión. Y lo vieron apearse de la silla frente a la casa del viejo pescador.

—¿Qué quieres de esa pobre gente? —le preguntaron, pero Liombruno no les prestó atención.

Salió a abrir la madre, y Liombruno, sin darse a conocer, pidió alojamiento. Grande fue la turbación de esos dos pobres viejos al tener que alojar a un señor de apariencia tan noble y tan rica.

—Desde que perdimos a nuestro adorado hijo mejor —le decían—, nada nos importa en el mundo, y hemos dejado que la casa cayera en la ruina.

Pero Liombruno daba a entender que estaba satisfecho y por la noche se durmió en un catre, realmente como si estuviera en su casa.

Todos dormían cuando Liombruno le dijo al rubí:

—Mi rubí, transforma esta humilde cabaña en un palacio con muebles señoriales, y que también nuestras camas sean las más blandas y cómodas que existan.

Y el rubí transformó estos deseos en realidad.

Por la mañana el pescador y su mujer se despertaron en una cama tan blanda que se hundían en ella.

—¿Dónde estamos, dónde estamos? —exclamó la madre espantada.

—¡Qué sé yo, mujer! —dijo el pescador—. ¡Lo cierto es que estoy realmente cómodo!

Y se maravillaron aún más cuando al abrir la ventana se encontraron en un cuarto principesco, y en lugar de los harapos que habían dejado sobre la silla, vestidos recamados de oro y plata.

—¿Pero dónde estamos?

—En vuestra casa —dijo el caballero, entrando—, y también en mi casa, porque yo soy vuestro hijo Liombruno, a quien creíais perdido para siempre.

Así se inició para el viejo pescador y su mujer una vida feliz y sin privaciones junto al hijo reencontrado. Pero un día éste dijo que debía marcharse y tras dejarles cofres con joyas y piedras preciosas se despidió prometiendo que todos los años regresaría para verlos.

Mientras cabalgaba rumbo al castillo del Hada Aquilina, pasó por una ciudad donde los bandos anunciaban un torneo. Quien triunfara en el torneo tres días consecutivos se casaría con la hija del Rey. Liombruno, que tenía ganas de alardear un poco con el rubí encantado que llevaba en el dedo, se presentó en el torneo del primer día, venció a todos los caballeros y huyó sin revelar su nombre. El segundo día volvió a presentarse, venció una vez más y desapareció nuevamente. El tercer día el Rey había reforzado la guardia alrededor del campo, y el vencedor fue detenido y conducido frente a la tribuna real.

—Caballero desconocido —dijo el Rey—, te has presentado al torneo y has triunfado. ¿Entonces por qué te niegas a descubrirte?

—Perdón, Majestad, no osaba presentarme ante vos.

—Has triunfado, caballero, y ahora debes casarte con mi hija.

—Lo siento pero es imposible, Majestad.

—¿Y por qué?

—Majestad, vuestra hija es una joven bellísima, pero yo ya tengo una esposa que es mil veces más bella.

Estas palabras provocaron gran alboroto en la Corte; la Princesa se puso roja como una brasa y los nobles empezaron a murmurar. El Rey dijo, grave e impasible:

—Caballero, para que podamos admitir esa jactancia, al menos es necesario que nos muestres a tu consorte.

—Sí, sí —dijeron a coro los nobles—, nosotros también queremos ver a esa belleza.

Liombruno se dirigió al rubí:

—Rubí, rubí, que aparezca el Hada Aquilina.

Sin embargo, el rubí podía ejercer dominio sobre cualquier cosa menos sobre el Hada Aquilina, de quien provenía su virtud mágica. Y el Hada henchida de desprecio al ver que Liombruno se vanagloriaba de ella, respondió al llamado del rubí mandando a la última de sus criadas. Pero la última criada del hada Aquilina era tan bella y tan suntuosos sus vestidos, que el Rey y toda la Corte se quedaron con la boca abierta.

—¡Sin duda tu esposa es bella, caballero! —comentaron.

—¡Pero ésta no es mi esposa! —protestó Liombruno—. No es más que la última de sus criadas.

—¿Y entonces a qué esperas para mostrarnos a tu esposa? —dijo el Rey.

Y Liombruno repitió al rubí:

—Rubí, quiero que comparezca el Hada Aquilina.

Esta vez el Hada Aquilina envió a la primera de sus criadas.

—¡Ah ésta sí que es una belleza! —dijeron todos—. ¡Esta sin duda es tu esposa!

—No —dijo Liombruno—. Es sólo su primera criada.

—¡Basta! —dijo el Rey—. Te ordeno que hagas aparecer a tu verdadera esposa.

Liombruno no acababa de dirigirse al rubí por tercera vez cuando, resplandeciente como un sol, apareció el Hada Aquilina. Los nobles de la Corte se quedaron pasmados, quietos como estatuas, el Rey inclinó la cabeza, y la Princesa rompió a llorar y se fue. Pero el Hada Aquilina se acercó a Liombruno y simulando que iba a cogerle la mano le arrebató el rubí, diciendo:

—¡Traidor! Acabas de perderme, y no me recobrarás a menos que hayas gastado siete pares de zapatos de hierro.

Y desapareció.

El Rey señaló a Liombruno con un índice acusador:

—Ya entiendo: venciste no por tus virtudes, sino por las del rubí. ¡Siervos, apaleadlo!

Y el caballero fue apresado y apaleado y abandonado en medio de la calle vestido con harapos.

En cuanto tuvo fuerzas para ponerse en pie, se dirigió tristemente a la puerta de la ciudad. Entonces oyó unos martillazos y comprendió que estaba cerca de una herrería. Entró y pidió siete pares de zapatos de hierro.

—¿Qué, el Padre Eterno te prometió cien años de vida, para que puedas gastar esos zapatos? Aunque por mí, te puedo hacer diez, o los que pidas.

—¡Qué te importa si los gasto o no! Basta con que te los pague, ¿no? Dame los zapatos y cállate.

En cuanto le dieron los zapatos y los pagó, se calzó un par, guardó tres en el bolsillo de delante y tres en el bolsillo de atrás en una alforja, y se fue. La noche lo sorprendió mientras caminaba por un bosque. Oyó voces enfurecidas; eran tres ladrones que disputaban para dividirse el botín.

—¡Eh, hombre, ven aquí! Oficia de juez. Nos someteremos a tu criterio para saber qué nos corresponde.

—¿Qué os tenéis que repartir?

—Una bolsa que cada vez que se abre suelta cien ducados. Un par de botas que corren más rápidas que el viento. Y un manto que vuelve invisible a quien lo viste.

—Primero déjame probar, ya que tengo que hacer de juez. La bolsa, sí, es como decís. Las botas, en fin, son bastante cómodas. Y el manto, esperad que lo abotone. ¿Me veis?

—Sí.

—¿Y ahora me veis?

—Sí, todavía.

—¿Y ahora?

—No, ahora no te vemos.

—Ni me veréis más —dijo Liombruno, y vuelto invisible gracias al manto, corriendo más que el viento con las botas mágicas y llevándose la bolsa de los cien ducados, atravesaba selvas y valles.

Vio humo y llegó a una casita rodeada de zarzales, en una garganta tenebrosa y llena de precipicios. Llamó a la puerta.

—¿Quién llama? —preguntó la voz de una vieja.

—Un pobre cristiano que busca albergue.

La puerta de la casita se abrió y una vieja decrépita dijo:

—¡Oh, pobre muchacho! ¿Pero cómo has venido a perderte por estos lugares?

—Abuela —dijo Liombruno—, voy en busca de mi esposa, el Hada Aquilina, y no tendré paz hasta encontrarla.

—¿Y qué haremos cuando vuelvan mis hijos? Te querrán comer.

—¿Por qué? ¿Quiénes son tus hijos?

—¿No lo sabes? Esta es la casa de los Vientos y yo soy Voría, madre de los Vientos, y dentro de poco mis hijos estarán de vuelta.

La vieja escondió a Liombruno en un arcón. Se oyó un rumor lejano como de árboles que se doblaban y ramas que se quebraban y un aullido en los barrancos de la montaña. Eran los Vientos que regresaban. El primero fue Aquilón, gélido y con las ropas cubiertas de carámbanos, luego Mistral, Gregal, Garbino, y ya se habían sentado a la mesa cuando llegó el último hijo de Voría, Siroco, que siempre era el que más se hacía esperar y en cuanto entraba calentaba en seguida la casa.

Apenas entraban los Vientos, lo primero que decían a la madre era:

—¡Oh, qué olor a carne humana! En esta casa hay algún cristiano.

—Vosotros soñáis —replicaba Voría—, ¿qué cristiano? A estos lugares sólo vienen las cabras.

Los Vientos sin embargo seguían olisqueando el aire y diciendo que olían a cristiano. Voría, entre tanto, sirvió una polenta humeante y todos los hijos se pusieron a comer a dos carrillos. Cuando estuvieron ahítos, Voría dijo:

—El hambre os hacía oler a cristiano, ¿no es cierto?

—Ahora que estamos llenos —dijo Mistral—, aunque tuviéramos un cristiano cerca no le haríamos nada.

¿De veras que no le haríais nada?

—De veras, claro que sí. Ni lo tocaríamos.

—Entonces, si me juráis por San Juan que no le haréis nada, os presento un cristiano en carne y hueso.

—¿Qué dices, madre? ¿Un hombre aquí arriba? ¿Pero cómo ha podido? Sí, te juramos por San Juan que si nos lo muestras no le hacemos nada.

Así, entre los resuellos de los Vientos, que casi no le permitían tenerse en pie, Liombruno salió de su escondite y al ser interrogado contó su historia.

Cuando se enteraron de que buscaba al Hada Aquilina, cada uno pensó si sabía algo de ella, y todos dijeron que no la habían visto nunca mientras recorrían el mundo. Sólo Siroco guardaba silencio.

—¿Y tú, Siroco, sabes algo? —dijo Voría.

—Claro que sí —dijo Siroco—. No soy un dormido como mis hermanos, que no saben encontrar nada. El Hada Aquilina está enferma de amor. Se pasa el día llorando, dice que su esposo la ha traicionado y parece muerta en vida a causa de su dolor. Y yo, granuja que soy, me divierto haciendo barullo alrededor de su palacio, abriendo de par en par ventanas y balcones y haciéndole que vuelen hasta las sábanas.

—¡Oh, Siroco, amigo mío! ¡Tienes que ayudarme! —dijo Liombruno—. Enséñame cómo llegar a ese palacio. Yo soy el esposo del Hada Aquilina y no es cierto que sea un traidor. También yo moriré de dolor si no la encuentro.

—No sé cómo hacerlo —dijo Siroco—, porque el camino es muy complicado para indicártelo. Deberías venir conmigo, pero yo voy tan rápido que nadie puede seguirme. Tendría que sujetarte al cuello, ¿pero cómo podría? Yo soy de aire y resbalarías.

—No te preocupes —dijo Liombruno—, tú vas por tu camino y yo te seguiré.

—¡Ah, pero tú no sabes cómo corro! En fin, si quieres intentarlo salimos mañana al amanecer.

Por la mañana Liombruno, con bolsa, botas y manto, parte con Siroco. Siroco cada tanto se volvía y llamaba:

—¡Liombruno, Liombruno!

Y Liombruno:

—¿Qué quieres?

Lo tenía delante. Y Siroco cada vez fruncía el ceño.

—Hemos llegado —dijo en cierto punto Siroco—. Este es el balcón de tu amada.

Y lo abrió de un soplo. Liombruno saltó ágilmente adentro, envuelto en su manto.

El Hada Aquilina estaba en cama, y una de sus criadas le decía:

—Ama, ¿cómo te sientes? ¿Estás mejor?

—¿Mejor? Ahora vuelve a soplar ese maldito viento. Estoy medio muerta.

—¿No quieres nada? ¿Un poco de café, de chocolate, una taza de caldo?

—Nada, no quiero nada.

Pero la criada insistió tanto que la persuadió para que tomara un poco de café. Le trajo la tacita y se la dejó junto a la cama. Liombruno, invisible, cogió la tacita y bebió el café. La criada, pensando que el Hada se había bebido el café muy rápidamente, le llevó también una taza de chocolate, y Liombruno también se la bebió. La criada volvió con una taza de caldo y una pechuga de palomo:

—Señora, si te has tomado el café y el chocolate es señal de que has recuperado un poco el apetito. Prueba este caldo y esta pechuga, así recobrarás las fuerzas.

—¿Pero qué café? ¿Qué chocolate? —dijo el Hada—. Yo no he tomado nada.

Las criadas se miraron como si dijeran: «Está perdiendo el juicio».

Pero no bien estuvieron a solas, Liombruno se quitó el manto:

—Esposa mía, ¿me reconoces?

El Hada le echó los brazos al cuello y lo perdonó. Se declararon su amor, se contaron los sufrimientos ocasionados por la ausencia. Y ofrecieron un gran banquete en el palacio y todos los Vientos fueron invitados para arremolinarse a su alrededor en señal de fiesta.

(Basilicata)

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