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EL MERCADER ISMAELITA
Un Rey iba de caza con sus criados. Se nubló y empezó a llover a cántaros. Los criados se desbandaron, y el Rey, extraviado, buscó refugio en una cabaña solitaria.
En la cabaña había un viejo.
—¿Me das albergue? —le preguntó el Rey.
—Venid y secaos al fuego, Majestad —dijo el viejo.
El Rey, después de tender la ropa, se echó a dormir en un catre. Se despertó por la noche al oír que el viejo hablaba en voz alta. Al no verlo en la casa, se acercó al umbral. El cielo se había despejado y se veían las estrellas. El viejo estaba allí, sentado en el escalón.
—¿Con quién hablas, buen hombre? —preguntó el Rey.
—Hablo con los planetas, Majestad —respondió el viejo.
—¿Y qué les dices a los planetas?
—Les agradezco la fortuna que me han dado.
—¿Qué fortuna, viejo?
—Me concedieron la gracia de que mi mujer diera a luz esta noche, y nació un varón; y a vos la gracia de que vuestra mujer diera a luz también esta noche, y le nació una niña; y cuando llegue el momento mi hijo será el marido de vuestra hija.
—¡Ah, viejo descarado! ¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo? ¡Me las vas a pagar! —Se volvió a vestir y con las primeras luces tomó el camino de regreso a su Palacio.
En el camino se encontró con caballeros y mayordomos que venían en su busca.
—¡Felices nuevas, Majestad! ¡Anoche la Reina dio a luz una hermosa niña!
El Rey cabalgó al Palacio Real, y no bien desmontó de la silla, rodeado por los cortesanos que lo felicitaban y las nodrizas que le mostraban la niña, dio una orden de inmediato: que buscaran a todos los hijos varones nacidos esa noche en la ciudad y les quitaran la vida. Los soldados se dispersaron por la ciudad y en una hora la registraron de arriba abajo: esa noche había nacido un solo hijo varón; se lo arrebataron a la madre, por orden del Rey, y lo llevaron al bosque.
Eran dos soldados, y cuando levantaron la espada sobre el niño, sintieron piedad.
—¿Pero de veras tenemos que matar a este inocente? Allí hay un perro: matémoslo y con su sangre empapemos los pañales del niño y llevémoselos al Rey. Al niño dejémoslo aquí, que Dios lo ayude. —Así lo hicieron; y el niño se quedó llorando en el bosque.
Pasó por allí un mercader ismaelita llamado Jumento, en viaje de negocios. Oyó el llanto del niño, lo buscó entre los arbustos, trató de calmarlo y finalmente se lo llevó consigo.
—Mujer —dijo cuando estuvo de vuelta en casa—, la mercancía que traigo esta vez no la he comprado. Es un niño que estaba en medio del bosque. Nosotros no tenemos hijos: éste es un regalo del Señor.
Lo criaron y educaron hasta que cumplió veinte años, y él siempre creía que realmente era hijo del mercader. Cuando cumplió veinte años el mercader le dijo:
—Hijo mío, yo estoy envejeciendo, tú te haces hombre: encárgate de mis cuentas, mis registros, mis cajas de caudales. Tú seguirás con mis negocios.
El joven preparó baúles y partió con sus criados a recorrer el mundo con la bendición del mercader y su esposa. Llegó a España. La fama de un mercader tan rico llegó al Palacio Real, y el Rey lo hizo llamar para ver sus piedras preciosas. El Rey de España era ese Rey que había dado orden de matarlo cuando niño. Llamó a la Princesa, que ya se había convertido en una bella muchacha de veinte años, y le dijo:
—Ven a ver si hay alguna joya que te guste.
La Princesa, apenas vio al joven mercader, se enamoró.
—¿Qué tienes, hija mía?
—Nada, papá.
—¿Quieres algo? Habla.
—No, papá, no quiero joyas ni piedras preciosas: yo quiero casarme con este hermoso joven.
El Rey examinó al mercader.
—¿Y tú quién eres? Dime.
—Soy el hijo de Jumento —dijo el joven—, mercader ismaelita, y recorro el mundo para ejercitarme en los negocios, y ocupar después el puesto de mi viejo padre.
El Rey, considerando las riquezas del mercader, decidió conceder al joven la mano de su hija, y él partió para invitar a su padre y su madre a las bodas. Se presentó ante ellos y les contó su encuentro con el Rey y la promesa de matrimonio. Entonces la madre palideció de golpe y empezó a injuriarlo:
—Ah, ingrato, quieres dejarme, te enamoraste de esa Princesa y ya no ves la hora de irte. ¡Puedes irte ahora mismo! ¡Que no te vuelva a ver en esta casa!
—Pero, madre mía, ¿qué he hecho de malo?
—¡Qué madre ni qué narices! ¡Yo no soy tu madre!
—¿Cómo? ¿Y entonces quién es mi madre, si no tú?
—Pues vete a saber quién es. ¡A ti te encontraron en medio del bosque! —y le contó toda la historia al pobre joven, que casi pierde el conocimiento.
El mercader Jumento, ante esa cólera de la mujer, no tuvo el valor de oponerse. Y muy afligido, proveyó al joven de dinero y mercancías y le dejó partir.
El joven, desesperado, al anochecer llegó a un bosque. Se tiró al pie del árbol, y dando puñetazos en el suelo suspiraba:
—¡Ay, madre mía! ¿Qué voy a hacer ahora, tan solo y desconsolado! ¡Alma de mi madre, ayúdame!
Así se lamentaba, cuando junto a él apareció un viejo mal vestido, de barba larga y blanca.
—¿Qué te pasa, hijo? —le preguntó.
Y el joven le confió sus pesares, contándole que no podía volver con su prometida tras descubrir que no era hijo del mercader ismaelita.
—¿Y de qué tienes miedo? —le dijo el viejo—. Vamos a España. Tu padre soy yo y voy a ayudarte.
El joven miró al viejo harapiento y exclamó:
—¿Tú mi padre? ¡Lo habrás soñado!
—Sí, hijo mío: soy tu padre. Si vienes conmigo, te traeré suerte. Si no, estás perdido.
El joven lo miró a los ojos y se dijo: «Perder por perder, mejor me voy con él. Después de todo no me queda mucho donde elegir». Hizo montar al viejo en la grupa del caballo y llegaron a España.
Se presentó ante el Rey.
—¿Dónde está tu padre? —preguntó el Rey.
—Este es —dijo el joven, señalando al pordiosero.
—¿Este? ¿Y tienes el coraje de venir a pedir a mi hija?
—Majestad —intervino el viejo—, yo soy aquel viejo que hablaba con los planetas y os anunció el nacimiento de vuestra hija y el de mi hijo, que debía casarse con ella. Y éste, como yo os había dicho, es ese hijo mío.
El Rey dio un brinco.
—¡Fuera de aquí, viejo descarado! ¡Guardias, a él!
Los guardias se adelantaron, y entonces el viejo se abrió la raída vestimenta a la altura del pecho y apareció el Toisón de oro del Emperador.
—¡El Emperador! —gritaron al unísono el Rey y los guardias.
—¡Perdón, Sacra Majestad! —y el Rey se arrodilló a sus pies—. No sabía con quién hablaba. Esta es mi hija: cúmplase tu voluntad.
Era un Emperador que, cansado de la Corte, recorría el mundo disfrazado de pordiosero, solo, hablando con las estrellas y los planetas.
Se abrazaron, se besaron y concertaron las bodas. Mandaron llamar al mercader ismaelita y su mujer, y el joven los recibió con un abrazo y les dijo:
—¡Padre y madre mía, porque para mí vosotros sois mi padre y mi madre! ¡Debo mi fortuna a que me hayáis echado de casa! Yo me caso con la Princesa, pero vosotros siempre os quedaréis conmigo.
Y los dos viejos, enternecidos, rompieron a llorar. El hijo del Emperador se casó con la hija del Rey e hicieron un gran festín en toda la ciudad.
Ellos vivieron contentos y felices,
Nosotros nos tocamos las narices.
(Palermo)