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FRAY IGNACIO
Fray Ignacio, sacerdote laico, tenía que ir todos los días a pedir limosna para el convento. Iba con más ganas donde vivía gente humilde, porque la gente humilde se la daba de corazón; en cambio, nunca visitaba a un notario llamado Franchino, porque lo conocía como hombre de mal corazón, alguien que le chupaba la sangre a los pobres.
Un día el notario, ofendido con Fray Ignacio porque eludía su casa, fue al convento a lamentarse al Prior de la descortesía de Fray Ignacio.
—¿Os parece, padre, que yo soy persona que se pueda tener en tan poco?
El Prior le dijo que no se preocupase, que él se encargaría de poner a Fray Ignacio en el lugar que le correspondía, y el notario se calmó y se fue.
Cuando Fray Ignacio volvió al convento, el Prior le dijo:
—¿Qué es ese modo de tratar al notario? Mañana irás a su casa y aceptarás cuanto te ofrezca.
Fray Ignacio se calló la boca y agachó la cabeza. A la mañana siguiente fue a ver al notario, y Franchino le llenó las alforjas. Fray Ignacio se cargó las alforjas al hombro y se puso en camino hacia el convento. Cuando dio el primer paso, de las alforjas cayó una gota de sangre, luego otra, luego otra más. La gente que iba por la calle, al ver al fraile con esas alforjas que goteaban sangre, decían:
—¡Qué buen día hoy, para Fray Ignacio! ¡Hoy los padres tendrán un buen almuerzo!
Y Fray Ignacio seguía caminando sin decir una palabra, dejando un reguero de sangre.
En el convento, cuando lo vieron llegar con toda esa sangre, los otros frailes le dijeron:
—¡Hoy Fray Ignacio nos trae carne! ¡Carne fresca! —abrieron las alforjas y no encontraron carne—. ¿Y toda esta sangre? ¿De dónde brotaba?
—No tengáis miedo —dijo Fray Ignacio—. Esa sangre salía de las alforjas, porque la limosna que me dio el notario no es trabajo suyo, sino sangre de los pobres a quienes despoja.
A partir de esa vez Fray Ignacio nunca más fue a pedir limosna al notario.
(Campidano)