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DUEÑO DE HABAS Y GUISANTES

Había una vez en Palermo un tal Don Giovanni Misiranti, que a mediodía soñaba con el almuerzo y por la noche con la cena, y a la hora de dormir soñaba con las dos cosas. Un día, con las tripas cedidas por el hambre, salió a la calle. «¡Oh Suerte mía!», pensaba, «¡cómo me has abandonado!». Caminando, vio un haba en el suelo. Se agachó a recogerla. Se sentó en el borde del camino y empezó a razonar mirando el haba. «¡Qué haba más bonita! Ahora la planto en una maceta y brotará una planta de habas, cargada de vainas. Dejaré que las vainas se sequen; luego planto las habas en una palangana y crecerán más todavía… Dentro de tres años alquilo un huerto, planto las habas y ya veréis cuántas crecen. Al cuarto año alquilo una tienda y me convierto en un gran comerciante…».

Mientras tanto había reanudado la marcha y había pasado frente a la Porta Sant’Antonino. Había una hilera de tiendas y a la entrada de una había una mujer sentada.

—Buena mujer, ¿estas tiendas se alquilan?

—Así es, señor —le respondió la mujer—. ¿Quién es el interesado?

—Mi patrón —dijo él—. ¿Con quién hay que tratar?

—Con la Señora que está aquí.

Don Giovanni Misiranti se puso a pensar y luego fue en busca de un amigo.

—Por San Juan te lo pido —le dijo al amigo—, no me puedes decir que no. Préstame un traje veinticuatro horas.

—Cómo no, compadre. —Y Don Giovanni Misiranti se vistió con mucha elegancia, hasta con guantes y reloj. Después fue a una barbería a que le afeitaran, y así, de punta en blanco, salió por la Porta Sant’Antonino. Había guardado el haba en el bolsillo del chaleco, y de vez en cuando le echaba una mirada de reojo. Vio a la mujer que seguía sentada en el mismo lugar y le dijo:

—Buena mujer, ¿es a usted a quien mi criado preguntó si estas tiendas se alquilaban?

—Sí, señor. ¿Ha venido a verlas? Venga conmigo, que lo llevo con la mujer de mi patrón.

Don Giovanni Misiranti, muy rígido, sigue a la mujer y se presenta a la dueña de las tiendas. La Señora, al ver un caballero con sombrero, guantes y cadena de oro, lo recibió con mucha ceremonia y empezaron a conversar. En lo mejor de la conversación entró una hermosa muchachita. Don Giovanni Misiranti abrió unos ojos así de grandes.

—¿Pariente suya? —preguntó a la Señora.

—Es mi hija.

—¿Casada?

—No, todavía no.

—Me alegra: yo tampoco estoy casado. —Al rato dice—: A mí me parece que, arreglado el contrato de las tiendas, debemos pasar al de la hija. ¿Qué opina la Señora?

—Todo puede ser… —respondió la Señora.

Vino el marido. Don Giovanni se levantó e hizo una reverencia.

—Yo soy terrateniente —dijo— y quisiera alquilar sus trece tiendas para llenarlas de habas, guisantes y todo el resto de la cosecha. Y si le parece bien, también quisiera la mano de su hija.

—Ah. ¿Y cuál es su nombre?

—Yo me llamo Don Giovanni Misiranti, dueño de habas y guisantes. —Entonces, Don Giovanni, déme veinticuatro horas de tiempo y le daré una respuesta.

Por la noche la madre habló con la hija y le dijo que la quería Don Giovanni Misiranti, dueño de habas y guisantes. La hija dijo que sí, muy contenta.

Al día siguiente Don Giovanni volvió a ver a su amigo y le pidió prestado otro traje, y ante todo puso el haba en el bolsillo del nuevo chaleco. Fue a casa de los dueños de las tiendas y cuando le dieron la respuesta tocó el cielo con las manos.

—En ese caso —dijo—, quisiera apresurarme, porque mis múltiples ocupaciones no me permiten perder tiempo.

—Desde luego, don Giovanni —dijeron los padres de la muchacha—. ¿Le parece que firmemos el contrato dentro de una semana?

Don Giovanni todos los días pedía prestado un traje diferente y los suegros lo creían muy rico. Firmaron el contrato y la dote se fijó en dos mil onzas de oro contantes y sonantes, además de la ropa blanca. Cuando vio tanto dinero junto, Don Giovanni se sintió otro hombre. Empezó a gastar: regalos para la novia, y para él trajes y todo lo necesario para causar buena impresión.

A los ocho días del contrato, asistió a la boda con un impecable traje de novio y el haba en el bolsillo del chaleco. Dieron fiestas y banquetes y Don Giovanni hacía una vida de barón. La suegra empezó a preocuparse al ver que ese despilfarro no terminaba nunca.

—Don Giovanni, ¿cuándo llevará a mi hija a visitar sus tierras? Es época de cosecha.

Don Giovanni empezó a contradecirse: ya no sabía qué excusa poner. Se devanaba los sesos.

—Suerte mía —dijo sacando su amuleto del bolsillo—, tienes que echarme otra mano.

Mandó preparar una suntuosa litera para su mujer y su suegra y dijo:

—Es hora de partir. Vayamos hacia Mesina. Yo voy delante a caballo, vosotras seguidme.

Don Giovanni partió a caballo. Cuando vio un lugar que le pareció apropiado, llamó a un campesino.

—Toma doce tarjas: en cuanto veas venir una litera con dos señoras, si te preguntan de quién son estas tierras debes decir: «De Don Giovanni Misiranti, dueño de habas y guisantes».

Pasó la litera.

—Buen hombre, ¿de quién son estas hermosas tierras?

—De Don Giovanni Misiranti, dueño de habas y guisantes.

La madre y la hija sonrieron complacidas y siguieron su camino.

En otro feudo sucedió lo mismo; Don Giovanni cabalgaba delante despejando el camino con puñados de doce tarjas, llevando en el bolsillo el haba que era toda su fortuna.

Cuando llegó a un sitio donde ya no había nada más que ver, Don Giovanni se dijo: «Ahora busco una posada y las espero». Mira alrededor y ve un gran palacio, con una Damisela vestida de verde asomada a la ventana.

—¡Psss, psss! —lo llamó la Damisela, y le indicó que entrara.

Don Giovanni subió las escaleras y casi tenía miedo de ensuciarlas, tan limpias y resplandecientes estaban. Le salió al encuentro la Damisela, e indicando con un gesto todas las lámparas, los tapices, las paredes de oro puro, le dijo:

—¿Te gusta el palacio?

—¡Pero cómo no va a gustarme! —dijo Don Giovanni—. Aquí yo estaría cómodo hasta estando muerto…

—Pasa, pasa —y le hizo recorrer todos los cuartos: por todas partes había joyas, piedras preciosas, paños finos, cosas que Don Giovanni ni siquiera había imaginado.

—¿Ves todo esto? Te pertenece. Cuídalo bien. Aquí tienes los documentos. Es un regalo que te hago. Yo soy el haba que recogiste y conservaste en el bolsillo. Ahora me voy.

Don Giovanni estaba a punto de arrojarse a sus pies y expresarle toda su gratitud, pero la Damisela vestida de verde ya no estaba: había desaparecido delante de sus ojos. En cambio el palacio seguía allí y era todo suyo, todo de Don Giovanni Misiranti:

Apenas la suegra vio el palacio:

—¡Ah, hija mía, qué suerte que tienes! Don Giovanni, hijo querido, tenías semejante palacio y no me habías dicho nada…

—Es que… quería daros una sorpresa… —Y así las llevó a visitar el palacio, y también para él era la primera vez que lo veía, y les mostró las joyas, y los documentos de los feudos, y después un recinto subterráneo colmado de oro y plata con una pala plantada en el centro, después las cocheras con todas las carrozas, y finalmente pasaron revista a los lacayos y a toda la servidumbre.

Escribieron al suegro que lo vendiera todo y se viniera al palacio, y Don Giovanni también le envió una recompensa a aquella buena mujer que había encontrado sentada frente a las tiendas.

(Palermo)

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