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LA HERMANA DEL CONDE

Se cuenta y se recuenta que había una vez un Conde rico como el mar, y el Conde tenía una hermana hermosa como el sol y la luna, que tenía dieciocho años. Como estaba celoso de su hermana, siempre la tenía encerrada bajo llave en un cuarto del Palacio y nadie la había visto ni conocido jamás. La hermosa Condesita, que no podía más de estar allí encerrada, de noche, con mucha paciencia se puso a escarbar en la pared de su cuarto, detrás de un cuadro. Pegado al palacio del Conde estaba el Palacio Real, y el orificio de esa pared daba a los aposentos del Rey, detrás de otro cuadro, de manera que tampoco se veía.

Una noche, la Condesita corrió un poco el cuadro y miró en el cuarto del Rey. Vio una hermosa lámpara prendida y dijo:

—Lámpara de oro, lámpara de plata,

¿Qué está haciendo tu amo, duerme o vela?

Y la lámpara respondió:

—Entra, Señora, no temas a mi dueño,

Que en este momento está en un lindo sueño.

Ella entró y se acostó al lado del Rey. El Rey se despierta, la abraza, la besa y le dice:

—¿De dónde ha salido esta aparición?

Dime cuál es tu estado y condición.

Y ella, haciendo temblar de risa la boquita de oro, respondía:

—¿A qué tantas preguntas y miradas?

Mejor cállate y ama.

Cuando el Rey despertó y no volvió a ver a esa Diosa a su lado, se vistió en un santiamén y llamó al Consejo.

—¡Consejo! ¡Consejo!

Vino el Consejo y el Rey expuso la situación.

—¿Qué debo hacer para que se quede conmigo?

—Sacra Majestad —dijo el Consejo—, cuando la abracéis, sujetad sus cabellos a un brazo. Así, cuando quiera irse, por fuerza os despertará. Llegó la noche y la Condesita preguntó:

—Lámpara de oro, lámpara de plata,

¿Qué está haciendo tu amo, duerme o vela?

Y la lámpara:

—Entra, Señora, no temas a mi dueño,

Que en este momento está en un lindo sueño.

Ella entra y se mete debajo de las sábanas:

—¿De dónde ha salido esta aparición?

Dime cuál es tu estado y condición.

—¿A qué tantas preguntas y miradas?

Mejor cállate y ama.

Así se durmieron y el Rey se había atado al brazo los hermosos cabellos de la Condesita. La Condesita coge una tijera, se corta los cabellos y se va. El Rey se despierta.

—¡Consejo! ¡Consejo! ¡La Diosa me ha dejado la cabellera y ha desaparecido!

—Sacra Majestad —respondió el Consejo—, uníos al cuello su collar de oro.

La noche siguiente, volvió a asomarse la Condesita:

—Lámpara de oro, lámpara de plata,

¿Qué está haciendo tu amo, duerme o vela?

Y la lámpara respondió:

—Entra, Señora, no temas a mi dueño,

Que en este momento está en un lindo sueño.

El Rey cuando la tuvo entre los brazos, volvió a preguntarle:

—¿De dónde ha salido esta aparición?

Dime cuál es tu estado y condición?

Y ella, como de costumbre:

—¿A qué tantas preguntas y miradas?

Mejor cállate y ama.

El Rey se prendió en el cuello el collar de la Condesita; pero apenas él se durmió ella cortó el collar y se fue. Por la mañana:

—¡Consejo! ¡Consejo! —y contó lo ocurrido.

—Sacra Majestad, tomad un balde con agua de azafrán y ponedlo bajo la cama. En cuanto ella se levante el camisón, empapadlo en el agua de azafrán… Cuando ella se lo ponga para marcharse, por donde pase dejará la huella.

A la noche siguiente, el Rey preparó el balde con el azafrán y se acostó. A medianoche la Condesita le dijo a la lámpara:

—Lámpara de oro, lámpara de plata,

¿Qué está haciendo tu amo, duerme o vela?

Y la lámpara respondió:

—Entra, Señora, no temas a mi dueño,

Que en este momento está en un lindo sueño.

El Rey al despertar le hizo la pregunta de costumbre:

—¿De dónde ha salido esta aparición?

Dime cuál es tu estado y condición.

Y ella le dio la respuesta de costumbre:

—¿A qué tantas preguntas y miradas?

Mejor cállate y ama.

Cuando el Rey se quedó dormido, ella se levantó sigilosamente para marcharse, pero encontró el camisón empapado en agua de azafrán. Sin decir nada, retorció y exprimió el camisón con mucho cuidado y huyó sin dejar huellas.

Desde esa noche en adelante, el Rey esperó en vano a su Diosa, y estaba desesperado. Pero al cabo de nueve meses, una mañana, no bien despertó se encontró al lado un niño hermoso como un ángel. Se vistió en un santiamén, gritando:

—¡Consejo! ¡Consejo! —y exhibió el niño ante el Consejo diciendo—: Este es mi hijo. ¿Qué hago ahora para reconocer a la madre?

—Sacra Majestad —respondió el Consejo—, fingid que ha muerto, ponedlo en medio de la iglesia y dad órdenes de que todas las mujeres de la ciudad vengan a llorarlo. Quien lo llore más que las demás será la madre.

Así lo hizo. Venía toda clase de mujeres, decían: «¡Hijo, hijo!», y se iban tal como habían venido. Al fin llegó la Condesita y con los ojos llenos de lágrimas se arrancaba los cabellos y gritaba:

—¡Oh hijo! ¡Hijo!

Que por tener muchas bellezas

Me corté las negras trenzas,

Que por ser bella por demás,

Perdí la cadena del collar,

Que por culpa de mi afán,

Tengo el camisón con azafrán.

El Rey y el Consejo y todos se pusieron a gritar:

—¡Esta es la madre! ¡Esta es la madre!

En esos momentos se adelantó un hombre con la espada desenvainada. Era el Conde, que amenazó a su hermana con su arma. Pero el Rey se interpuso y dijo:

—Detente, Conde, vergüenza no es,

¡Hermana de Conde y mujer de Rey!

Y se casaron en aquella misma iglesia.

(Región interior de Palermo)

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