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INFORTUNIO

Se cuenta que una vez había siete hijas mujeres, hijas de un Rey y una Reina. Al padre le declararon la guerra; perdió, le quitaron el trono y lo hicieron prisionero. Con el Rey en prisión, empezaron los tiempos de miseria para la familia. Para no gastar tanto, la Reina dejó el Palacio y se mudaron a una casucha. Todo les iba mal, encontraban de comer por puro milagro. Un buen día pasa un vendedor de frutas; la Reina lo llama para comprarle unos higos; mientras está comprando los higos pasa una vieja y le pide limosna.

—¡Ah, Virgen mía! —dice la Reina—. Si por mí fuera, cómo no te daría una limosna. Pero yo también soy pobre, no puedo.

—¿Y cómo has caído en la pobreza? —le pregunta la vieja.

—¿No lo sabes? Soy la Reina de España, caída en desgracia por culpa de la guerra que le hicieron a mi marido.

—Pobrecita, tienes razón. ¿Pero sabes por qué te sale todo al revés? En casa tienes una hija que es muy infortunada, y mientras la tengas en casa nunca te podrá ir bien.

—¿Y ahora qué? ¿Tengo que echar de casa a una hija mía?

—Pues sí, señora.

—¿Y quién es esa hija infortunada?

—La que duerme con las manos en cruz. Esta noche ve a verlas con una vela mientras duermen: a la que encuentres con las manos en cruz, tienes que echarla. Sólo así recuperarás los reinos perdidos.

A medianoche la Reina coge la vela y pasa frente a las camas de sus siete hijas. Todas duermen, una con las manos unidas, otra con las manos debajo de la mejilla, otra con las manos debajo de la almohada. Llegó a la última, que era la más pequeña: y vio que dormía con las manos en cruz.

—¡Ah, hija mía! ¡Justo a ti tengo que echarte de casa!

Mientras decía esto, la hija menor se despierta y ve a la madre con la vela en la mano y los ojos inundados de lágrimas.

—Mamá, ¿qué te pasa?

—Nada, hija mía. Ha venido una vieja así y asá, y me ha dicho que sólo me irá bien cuando eche de casa a la hija infortunada que duerme con las manos en cruz. ¡Y esa infortunada eres tú!

—¿Y por eso lloras? —dijo la hija—. En seguidita me visto y me voy. —Se vistió, hizo un bulto con sus cosas y se marchó de la casa.

Tras mucho caminar llegó a una planicie solitaria donde sólo se alzaba una casa. Se acercó, oyó el ruido de un telar y vio mujeres que tejían.

—¿Quieres entrar? —dijo una de las tejedoras.

—Sí, señora.

—¿Cómo te llamas?

—Infortunio.

—¿Quieres servirnos?

—Sí, señora.

Y se puso a barrer y a hacer las tareas de la casa. Por la noche las mujeres le dijeron:

—Oye, Infortunio, nosotras de noche nos vamos. Cerraremos por fuera y tú cerrarás por dentro. Cuando volvamos abriremos por fuera y tú abrirás por dentro. Y debes cuidar que no nos roben la seda, los galones y la tela que hemos tejido.

Y se marcharon.

Llegó medianoche, Infortunio oyó un ruido de tijeras, fue al telar con una vela y vio una mujer con tijeras que cortaba del telar toda la tela de oro: y comprendió que era su Mala Suerte que la había seguido hasta allí. Por la mañana volvieron sus amas: ellas abrieron por fuera, ella por dentro. Y no bien entraron vieron aquel desastre.

—¡Ah, desvergonzada! ¡Esta es la recompensa por nuestra hospitalidad! ¡Fuera! ¡Largo de aquí! —Y la echaron a puntapiés.

Infortunio siguió caminando por el campo. Antes de entrar en una aldea, se detuvo frente a una tienda de pan, legumbres, vino y otras cosas. Pidió una limosna y la dueña de la tienda le dio comida en abundancia y un vaso de vino. Volvió el marido, tuvo compasión de la muchacha y sugirió que pasara la noche con ellos y durmiera en la tienda, entre las bolsas. Los dueños dormían arriba, y por la noche oyeron un ruido y se levantaron: los toneles estaban destapados y el vino se escurría por la casa. El marido, ante ese desastre, buscó a la muchacha y la encontró tirada sobre las bolsas, lamentándose como en sueños.

—¡Desvergonzada! ¡Sólo tú puedes ser la culpable de esto! —Y empezó a apalearla con una tranca; después la echó.

Sin saber qué hacer de su alma, Infortunio se alejó llorando. Al amanecer encontró en el campo una mujer que lavaba.

—¿Qué miras?

—Estoy perdida.

—¿Y sabes lavar?

—Sí, señora.

—Entonces quédate a lavar conmigo. Yo enjabono y tú enjuagas.

Infortunio empezó a enjuagar la ropa y luego a extenderla. A medida que se secaba la iba recogiendo. Luego se puso a zurcir, luego a almidonar, y por último a planchar.

Resulta que estas ropas eran del Rey. Cuando el Rey las vio, le pareció que eran realmente una maravilla.

—¡Ña Francisca! —dijo—. ¡Nunca me ha lavado la ropa tan bien! ¡Esta vez se merece una propina! —y le dio diez onzas.

Con esas diez onzas Ña Francisca vistió a Infortunio de punta en blanco, compró una bolsa de harina, amasó el pan, y junto con el pan amasó roscas llenas de anís y de sésamo que decían cómeme, cómeme.

—Con estas dos roscas —le dijo a Infortunio— ve a la orilla del mar y llama a mi Suerte así: ¡Aaah! ¡Suerte de Ña Francisca!, tres veces. La tercera vez aparecerá mi Suerte, tú le darás una rosca y la saludarás de mi parte. Después pídele que te muestre dónde está tu Suerte, y haz lo mismo con ella.

Infortunio, paso a paso, llegó a la orilla del mar.

—¡Aaah! ¡Suerte de Ña Franciscaaa! ¡Aaah! ¡Suerte de Na Franciscaaa! ¡Aaah! ¡Suerte de Ña Franciscaaa! —Y la Suerte de Ña Francisca acudió. Infortunio le comunicó el mensaje y le dio la rosca. Después le dijo—: Suerte de Ña Francisca, ¿Su Señoría me haría el favor de enseñarme dónde se encuentra mi Suerte?

—Escúchame bien: toma por este sendero, avanza un trecho, encontrarás un horno; al lado del escobón hay una vieja bruja. Trata de caerle en gracia, dale la rosca: es tu Suerte. Ya verás cómo no la quiere y la desprecia: tú déjasela y ven para aquí.

Infortunio fue al horno, encontró a la vieja y casi le dio asco al verla tan sucia, legañosa y hedionda.

—Suertecita mía, sírvete por favor —le dijo, ofreciéndole la rosca.

Y la vieja:

—¡Fuera de aquí, fuera de aquí! ¡Quién te ha pedido roscas! —Y le dio la espalda. Infortunio dejó la rosca y volvió a casa de Ña Francisca. El día siguiente era lunes, y había que hacer la colada: Ña Francisca metía las ropas en remojo y después las enjabonaba: Infortunio las exprimía y enjuagaba, y después, cuando estaban secas, las zurcía y planchaba. Una vez planchadas, Ña Francisca las puso en un canasto y las llevó a Palacio.

—Ña Francisca —dijo el Rey en cuanto las vio—, a mí no me engañas: tú nunca has lavado así. —Y le dio otras diez onzas de propina.

Ña Francisca compró más harina, hizo otras dos roscas y mandó a Infortunio para que se las ofreciera a las Suertes.

Para la siguiente colada, el Rey, que tenía que casarse y quería que la ropa estuviera bien limpia, le dio a Ña Francisca una propina de veinte onzas. Y esta vez Ña Francisca no sólo compró la harina para dos roscas, sino que para la Suerte de Infortunio compró un hermoso vestido con miriñaque, enagua, pañuelos finos y un peine, pomada para el pelo y otras chucherías.

Infortunio fue al horno.

—Suertecita mía, aquí tienes la rosca.

La Suerte, que estaba amasando, vino refunfuñando a buscar el pan; entonces Infortunio se le echó encima, la sujetó bien fuerte y se puso a lavarla con esponja y jabón, a peinarla, a cambiarle la ropa de la cabeza a los pies. La Suerte, que se había contorsionado como una serpiente, cuando se vio así de punta en blanco cambió de la noche a la mañana.

—Oye, Infortunio —dijo—, por el bien que me has hecho te regalo este estuche. —Y le dio una cajita como las de cerillas.

Infortunio voló a casa de Ña Francisca y abrió la cajita. Dentro había un palmo de galón. Se quedaron un poco decepcionadas.

—¡Oh! ¡Se ha gastado toda! —dijeron, y tiraron el galón al fondo de una cómoda.

La semana siguiente, cuando Ña Francisca llevó la colada a Palacio, encontró al Rey con cara larga. La lavandera tenía confianza con el Rey y le dijo:

—¿Qué te pasa, Rey?

—¡Qué me pasa! Pasa que me tengo que casar y ahora se descubre que al vestido de novia de mi prometida le falta un palmo de galón, y en todo el Reino no se encuentra un galón igual.

—Espera, Majestad —exclamó Ña Francisca. Corrió a casa, hurgó en la cómoda y le llevó el pedazo de galón al Rey. Lo compararon con el vestido de la novia: era igual.

—Por haberme librado de un lío semejante —dijo el Rey— te quiero pagar por este galón su peso en oro.

Toma una balanza: en un platillo pone el galón, en el otro el oro. Pero el oro no era nunca suficiente. Vuelve a probar con una romana: lo mismo.

—Ña Francisca —le dijo a la lavandera—, dime la verdad. ¿Cómo es posible que un pedacito de galón pese tanto? ¿De qué es?

Ña Francisca se vio obligada a contárselo todo y el Rey quiso conocer a Infortunio. La lavandera hizo que la muchacha se vistiera con elegancia (poquito a poco habían ahorrado un poco de ropa) y la llevó a Palacio. Infortunio entró en la sala real e hizo una graciosa reverencia; era hija de Reyes y por cierto que no le faltaba educación. El Rey la saludó, la hizo sentar y le preguntó:

—¿Pero quién eres?

—Soy la hija menor del Rey de España —respondió entonces Infortunio—, el que fue echado del trono y hecho prisionero. Mi mala ventura me arrojó por el mundo, donde soporté agravios, desaires y zurras. —Y le contó su historia.

El Rey ante todo hizo llamar a las costureras a quienes la Mala Suerte les había cortado seda y galones.

—¿Cuánto os costaron esos daños?

—Doscientas onzas.

—Aquí tenéis doscientas onzas. Sabed que esta pobre muchacha a quien echaron de casa es hija de Reyes. Tenedlo en cuenta. ¡Fuera!

Hizo llamar a los dueños de la tienda a quienes la Mala Suerte había volcado los toneles.

—¿Cuánto sumaban los daños?

—Trescientas onzas…

—Aquí tenéis trescientas onzas. Pero otra vez, antes de apalear a una hija de Rey, pensáoslo dos veces. ¡Largo de aquí!

Despidió a su anterior prometida y se casó con Infortunio. Por Dama de Corte le dio a Ña Francisca.

Dejemos a los novios contentos y felices y volvamos a la madre de Infortunio. Después de la marcha de su hija, la rueda empezó a girar a su favor: y un día llegaron su hermano y sus primos a la cabeza de una poderosa armada y reconquistaron su Reino. La Reina y sus hijas volvieron a instalarse en su viejo Palacio y a gozar de todas las comodidades; pero seguían pensando en esa hija menor de quien no sabían nada de nada. Pero entre tanto el Rey, enterado de que la madre de Infortunio había recuperado el Reino, mandó sus Embajadores para informarle de que la hija se había casado con él. La madre, muy contenta, emprendió el viaje con Caballeros y Damas de Corte. A su vez, la hija también fue a su encuentro con Caballeros y Damas de Corte. Se encontraron en la frontera y se abrazaron durante horas y horas. Las seis hermanas las rodeaban muy conmovidas y hubo una gran fiesta en uno y otro Reino.

(Palermo)

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