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HIERBA BLANCA
Se cuenta y se recuenta a los señores presentes que había una vez, y había un Rey y una Reina. A la Reina cada vez que tenía un hijo le nacía una niña. El Rey, que deseaba un varón, se enojó y dijo:
—Si tienes otra mujer, te la mato.
La pobre Reina, angustiada, terminó por dar a luz otra niña, pero tan hermosa como no se había visto jamás. Por temor a que el marido se la matara, le dijo a la comadrona:
—Llévesela su señoría, a esta criatura, y haga lo que le parezca más conveniente.
La comadrona la aceptó y se dijo: «¿Y yo qué hago con una niña?», y saliendo a campo abierto la dejó sobre un arbusto de hierba blanca.
En ese campo vivía un ermitaño. En su gruta el ermitaño tenía una cierva que estaba alimentando a sus cervatillos recién nacidos. Todos los días la cierva salía en busca de comida. Aquella tarde, cuando la cierva regresó a la gruta, los cervatillos trataron de succionar la leche, pero las ubres de la cierva estaban vacías y los cervatillos se quedaron con la boca seca. Lo mismo se repitió el día siguiente, y también el otro: los cervatillos se estaban muriendo de hambre. El ermitaño, que les tenía compasión, decidió seguir a la cierva y vio que le daba su leche a una niña que estaba en un arbusto de hierba blanca. El ermitaño cogió a la niña en brazos y se la llevó a la gruta.
—Aliméntala aquí —le dijo a la cierva— y reparte su leche entre ella y tus cervatillos. —Poco a poco la niña se destetó, y crecía, y cuanto más crecía más grácil era. Le hacía las tareas al ermitaño, y el ermitaño le había tomado cariño como a una hija.
Una vez otro Rey iba de cacería y en lo mejor lo sorprende una tempestad: agua, truenos, viento; el Rey no encuentra otro refugio que la gruta del ermitaño. Al ver entrar al Rey todo empapado, exclamó:
—¡Hierbablanca! ¡Hierbablanca! ¡Trae una silla, enciende el fuego, ayudemos a Su Majestad!
—¿Hierbablanca? —dijo el Rey—. ¿Qué nombre es ése, buen eremita?
Y el ermitaño le contó cómo había encontrado a la niña en un arbusto de hierba blanca, y le había puesto ese nombre.
Apenas vio a la muchacha, el Rey dijo:
—Ermitaño, ¿quieres dármela, que me la llevo a Palacio? Tú eres viejo, cómo esta muchacha se va a quedar sola en el campo. Yo le daré maestros para que la instruyan…
—Majestad —dijo el ermitaño—, yo a la muchacha le tengo cariño y por su bien me complace que vaya a Palacio, porque la educación que puede darle Su Majestad sin duda no es la que puede darle un pobre ermitaño.
El Rey saludó al ermitaño, montó a Hierbablanca en su caballo y se la llevó consigo. En Palacio la puso en manos de dos damas de la Corte para que la educaran. Cuando pudo comprobar los méritos de la muchacha, dijo:
—Lo mejor que puedo hacer es casarme con ella y hacerla Reina.
Se casó con ella, y Hierbablanca fue Reina del Reino. Tanto era el amor del Rey por su mujer que estaba como loco por ella. Y un día le dijo:
—Hierbablanca, me veo obligado a partir: pero tener que dejarte, aunque sea por poco tiempo, me causa tanto dolor que ni puedo describírtelo.
El Rey partió. Una noche, fuera de su Reino, se encontraba en compañía de Príncipes y de Caballeros, y cada cual se puso a elogiar a su propia mujer.
—Todos se enorgullecen de sus esposas —dijo el Rey—, pero una mujer como la mía no la tiene nadie.
—Majestad —le dijo uno de esos Caballeros—, si queréis hacer una apuesta, voy a Palermo y le demuestro que mientras vos estáis ausente yo trabo conversación con vuestra mujer.
—No puede ser —respondió el Rey—, ¡no puede ser!
—¿Apostamos? —insistió el Caballero.
—Pues apostemos —dijo el Rey.
Convinieron la apuesta: un feudo. Convinieron el plazo: un mes. Y el Caballero partió. En Palermo se dedicó noche y día a pasear bajo las ventanas del Palacio Real. Los días pasaban y ni siquiera había logrado ver a la Reina asomada una vez: las ventanas estaban siempre cerradas.
Un día se paseaba por allí con la cara triste, cuando se acercó una vieja a pedirle limosna.
—¡Fuera de aquí! —dijo él—. ¡No me fastidies!
—¿Qué os pasa, señor, que estáis tan triste? —le preguntó la vieja.
—Fuera, déjame en paz.
—Decidme, señor, tal vez os pueda ayudar…
Entonces el Caballero le habló de la apuesta, y le dijo que quería entrar en el Palacio o al menos saber qué aspecto tenía la Reina.
—Tranquilícese Su Señoría: ya pensaré yo en todo.
La vieja preparó una canasta con huevos y fruta, fue a Palacio y pidió hablar con la Reina. Cuando estuvo sola con la Reina, la abrazó y le dijo al oído:
—Hija mía, tú no me conoces pero soy pariente tuya: tengo el placer de traerte estas cositas.
La Reina no conocía a su parentela, de modo que era muy posible que la vieja fuera pariente suya. Así que la trató con confianza, la alojó en Palacio y dio orden de que se la respetara. La vieja podía entrar en el cuarto de la Reina a cualquier hora y hacer lo que se le antojara.
Un día, mientras la Reina estaba durmiendo, la vieja entró en el cuarto. Se acercó a la cama, levantó un poco la colcha y vio que en el hombro desnudo de la Reina había un bellísimo lunar. La vieja tomó entonces una tijera y cortó el vello que despuntaba del lunar y se lo guardó: y muy satisfecha se alejó del Palacio. Cuando el Caballero tuvo ese vello en las manos y obtuvo de la vieja una descripción de la Reina, no cabía en sí de la alegría. Recompensó a la vieja con una buena suma de dinero y se puso en marcha. El día acordado se presentó al Rey y a los otros caballeros, también ellos impacientes por saber quién era el ganador.
—Majestad —dijo el Caballero—, disculpad lo que debo deciros. ¿Es verdad o no es verdad que vuestra mujer es así y así?… —Y describió minuciosamente la figura de la Reina.
—Sí, así es —repuso el Rey—, pero eso no significa nada. Habrás conseguido informarte de esos detalles, pero no tratar con ella en persona.
—Entonces, Majestad, escuchadme: ¿es verdad o no es verdad que vuestra esposa tiene un lunar en el hombro izquierdo?
El Rey palideció.
—Bueno, sí.
El Caballero le dio un medallón al Rey.
—Majestad, lamento deciros que ésta es la prueba de que gané la apuesta. —Y el Rey, temblando, vio en el medallón el vello del lunar de la Reina. Sin decir palabra, hundió la barbilla en el pecho.
Sin pérdida de tiempo el Rey regresó a su Palacio. La Reina, feliz de volver a verlo después de una ausencia tan prolongada, le salió al encuentro riendo. El Rey no la abrazó ni le devolvió el saludo. Dio órdenes de uncir los caballos a una carroza y dijo a su mujer:
—Sube. —Y también él subió a su lado empuñando las riendas.
La Reina lo miraba sin comprender y lo interrogaba con aprensión, pero el Rey no respondía. Cuando llegaron a la ladera del Monte Peregrino, el Rey detuvo los caballos y dijo:
—Desciende. —La Reina se apeó de la carroza y el Rey, sin desmontar, le dio tal ramalazo con la fusta que la tiró al suelo. Luego azuzó a los caballos y partió al galope.
Ese día, un médico y su mujer que iban a cumplir un voto que habían hecho por el nacimiento de un hijo subían al santuario de Santa Rosalía. Los seguía un esclavo moro llamado Alí. Al llegar a la ladera del Monte Peregrino oyeron un lamento.
—¿Quién será? —dijo el médico, y acercándose al lugar encontraron una joven tirada en el suelo, herida, más muerta que viva. El médico la vendó como pudo y dijo a su mujer—: Por hoy posterguemos el viaje y tratemos de ayudar a esta joven; llevémosla a casa y veamos si la podemos curar.
Así lo hicieron. Gracias a la hospitalidad y el buen trato del médico y su esposa, la joven recobró la salud; pero por mucho que la interrogaban nunca quiso contarles cómo había ocurrido esa desgracia, ni cuál había sido su pasado. No obstante, la mujer del médico, feliz de haber encontrado una joven tan buena y virtuosa, le tomó mucho cariño y se la quedó como camarera.
Un día el médico dijo a su mujer:
—Querida, es hora de que cumplamos nuestra promesa a Santa Rosalía; dejemos la niña con la camarera, y partamos con Alí.
A la mañana siguiente partieron temprano, mientras la camarera y la niña aún dormían. Al cabo de un trecho, Alí se dio una palmada en la frente:
—Amo, Alí olvidarse. ¡No traer canasto desayuno!
—¡Corre en seguida a buscarlo! —dijo el amo—. Te esperamos aquí.
Resulta que este esclavo, viendo que sus amos se habían encariñado con la camarera, había concebido un odio mortal hacia la pobre muchacha. Y ahora, el olvido del canasto del desayuno no era sino un pretexto. Volvió corriendo a la casa, encontró a la joven y a la niña dormidas. Se acercó con una cuchilla y degolló a la niña. Luego corrió al encuentro de sus amos.
La joven, cuando se despertó, se encontró bañada en sangre y vio a la niña degollada junto a ella.
—¡Ay, qué desgracia! —gritó—. ¡Ay, esos pobres padres! ¡Y yo, desdichada de mí! ¿Qué voy a decirles? —Y presa del miedo, abrió una ventanita y se escapó de la casa corriendo a campo través. Era una planicie desierta. Y en medio de la planicie encontró un antiguo palacio semiderruido. La joven entró: no había un alma. Vio un viejo diván desfondado y se desplomó encima y cayó dormida, agotada por el susto y por lo que había caminado.
Dejemos a la muchacha durmiendo, y volvamos a ese Rey que no quería hijas mujeres. Con el tiempo la mujer le había contado que esa hija no había muerto de veras, sino que se la había entregado a la comadrona y no había vuelto a tener noticias de ella. El Rey sentía remordimientos y un día había dicho:
—Mujer, yo me voy y no regresaré hasta saber algo de mi hija. —Después de mucho viajar, la noche lo sorprendió en una planicie desierta. Vio un antiguo palacio semiderruido y entró.
Dejemos a este padre en busca de su hija, y volvamos a ese Rey que había abandonado a la mujer en la ladera del Monte Peregrino. Cuanto más pensaba más lo acuciaban los remordimientos. «¿Y si ese Caballero me hubiese mentido? ¿Y si mi mujer fuera inocente?… ¿Estará viva? ¿Estará muerta? En este palacio yo no tengo paz sin ella; recorreré el mundo y no volveré hasta no tener noticias suyas».
Después de mucho viajar, la noche lo sorprendió en una llanura desierta. Vio un antiguo palacio semiderruido y entró. Ya había otro Rey echado en una poltrona, descansando. El se sentó a su lado.
Dejemos a ese Rey y sigamos al médico. Al regresar del viaje, entra en casa esperando encontrar a su hija y se encuentra con la casa desierta y la niña asesinada. Lo primero que pensó, antes que nada, fue en decirle al esclavo:
—Alí, la encontraremos aunque sea en el fin del mundo y a esa miserable la mataremos como ella nos mató a nuestra niña.
Y se puso en camino. En una planicie desierta la noche lo sorprendió cerca de un viejo palacio semiderruido. Entra, y había dos Reyes sentados en dos poltronas cercanas. El médico y Alí se sentaron en otras dos poltronas, frente a ellos. Así se quedaron los cuatro, en silencio, cada cual sumido en sus pensamientos.
En medio del cuarto había un farol. Y el farol dijo:
—Quiero aceite.
Entonces entró en el cuarto una aceitera. Y la aceitera dijo al farol:
—Vamos, agáchate.
El farol se agachó y la aceitera le vertió aceite. Luego la aceitera le dijo al farol:
—¿No me cuentas nada?
—¿Qué quieres que te cuente? —dijo el farol—. Bueno, algo te podría contar.
—Pues cuéntame.
—Oye —dijo el farol—, había un Rey que como no quería más hijas mujeres le dijo a su esposa que si le nacía otra mujer la mataba. La esposa, para salvar a la niña, la hizo desaparecer. Escucha bien: esta niña, cuando fue mayor, se casó con un Rey; este Rey, por culpa del engaño de un caballero, la llevó al Monte Peregrino, le dio un fustazo y la abandonó en el suelo. Por casualidad pasó un médico, y el médico oyó un lamento…
A medida que el farol proseguía con la historia los hombres sentados en las poltronas alzaron la cabeza uno por uno, abrieron los ojos y escuchaban entre continuos sobresaltos, y mientras tanto Alí temblaba como un mirlo.
—Escucha bien —continuaba el farol—: ese médico se acercó con su mujer al lugar de donde venía el lamento, ¿y qué vio? Una bellísima muchacha tendida en el suelo, herida. Se la llevó a casa y le confió a su hija. Había un esclavo que sentía odio por la joven, ¿y qué hizo? Asesinó a la niña, para que la culpa recayera en la muchacha…
—¡Pobre muchacha! —dijo la aceitera—. ¿Y ahora dónde está? ¿Está viva o muerta?
—Sssh… —dijo el farol—, está allá arriba, durmiendo en un diván. Están el Rey su padre y el Rey su marido, que la están buscando, arrepentidos del mal que le han hecho. Y está el médico, que la busca para matarla pensando que ella es la asesina de su criatura.
El Rey padre, el Rey marido y el médico se habían levantado. El médico se apresuró a capturar a Alí, que ya estaba a punto de fugarse. Los tres se le arrojaron encima y lo descuartizaron.
Luego corrieron arriba y se hincaron de rodillas frente al diván donde dormía Hierbablanca.
—¡Es mía! —dijo el Rey padre—. ¡Es mi hija!
—¡Es mía! —dijo el Rey marido—. ¡Es mi mujer!
—¡Es mía! —dijo el médico—. ¡Le salvé la vida!
Terminó por ganarla el Rey marido, quien invitó al Rey padre y al médico a Palacio, donde celebró con una gran fiesta el reencuentro de su mujer, y allí los trató como parientes.
(Palermo)