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EL CAPITÁN Y EL GENERAL
Había una vez en Sicilia un Rey que tenía un hijo. Este hijo se casó con la Princesa Teresina. Terminada la fiesta, el Príncipe se sentó en su cuarto, melancólico y pensativo.
—¿Qué tienes? —le preguntó la esposa.
—Tengo, Teresina mía, que debemos hacer un juramento: cuando muera el primero de los dos, el otro debe quedarse a velarlo tres días y tres noches encerrado en la tumba.
—¡Si eso es todo! —dijo la esposa. Tomó la espada, y besaron la cruz de la empuñadura en señal de juramento.
Al año, la Princesa Teresina cayó enferma y murió. El Príncipe ordenó un gran funeral y por la noche cogió la espada, dos pistolas, un saco de monedas de oro y de plata; fue a la iglesia y le pidió al sacristán que lo bajara a la tumba.
—Dentro de tres días acércate y escucha —le dijo al sacristán—: si llamo, ábreme. Si por la noche todavía no he llamado, quiere decir que no vuelvo más. —Y le dio cien onzas de propina.
Encerrado en la tumba, el Príncipe encendió la antorcha, abrió el féretro y se puso a llorar mirando a su esposa muerta. Y así pasó la primera noche. En la segunda se oyó un crujido en el fondo de la tumba y salió una serpiente ferocísima y enorme, seguida por una nidada de serpientes pequeñas. La serpiente feroz se arrojó sobre la joven muerta abriendo las fauces, pero el Príncipe apuntó la pistola, disparó y le descerrajó una bala en la cabeza, dejándola sin vida. Las serpientes pequeñas, asustadas por el disparo, retrocedieron y escaparon. El Príncipe se quedó en la tumba, con la serpiente muerta al pie del féretro, y más tarde vio que las serpientes pequeñas regresaban y cada cual llevaba en la boca un puñado de hierba. Rodearon a la serpiente muerta y le pusieron hierba en la herida, en la boca, en los ojos, o bien se la frotaron por el cuerpo. La serpiente abrió los ojos, se movió, y ya estaba curada. Se volvió y huyó seguida por las serpientes pequeñas.
El Príncipe se apresuró a buscar la hierba que habían dejado las serpientes, la puso entre los labios de la mujer, le esparció otro puñado en el cuerpo. Y la mujer empezó a respirar y a recobrar el color. Se levantó.
—¡Ah! —dijo—. ¡Cuánto he dormido!
Se abrazaron y se apresuraron a buscar el agujero por donde habían entrado las serpientes: era un agujero bastante grande porque también ellos pudieron pasar a través de la abertura. Salieron a un prado sembrado con la hierba de las serpientes, y el Príncipe juntó una gran gavilla y partieron. Fueron a París de Francia, y alquilaron un palacio cerca del río.
Tiempo después, el Príncipe decidió hacerse mercader. Dejó a su esposa con una mujer de costumbres intachables para que la ayudara en las tareas de la casa, compró una nave y zarpó. Dijo que volvería en un mes, y cuando la nave estuviera a la vista del palacio dispararía tres salvas de cañón para anunciar su regreso.
No bien se marchó, pasó por la calle un Capitán de las tropas napolitanas y vio a Teresina en el ventanal. Le hizo inclinaciones y reverencias, pero Teresina se retiró. Entonces el Capitán llamó a una vieja:
—Abuela, si consigues que hable con la hermosa joven que vive en este palacio, te doy doscientas onzas.
La vieja fue a ver a Teresina y le suplicó que la ayudara porque en su casa querían hacerle un embargo.
—Tengo un baúl lleno de ropa —le dijo— y me lo quieren confiscar. ¿Su Señoría tendría la bondad de guardármelo en su casa?
Teresina asintió, y la vieja mandó traer el baúl. Por la noche, del baúl salió el Capitán. Raptó a la Señora, y se la llevó prisionera a su barco. Fueron a Nápoles, y Teresina, olvidándose de su marido, se contentó con ser la mujer del Capitán.
Al cabo de un mes, la nave del marido remontó el río y disparó tres cañonazos, pero la mujer no se asomó al balcón. Cuando el Príncipe encontró la casa vacía, sin un recado siquiera, vendió todas sus mercancías y recorrió el mundo hasta que llegó a Nápoles; se alistó como soldado. Un día el Rey hizo una revista de gala y desfilaron todas las tropas. Los Capitanes desfilaban con sus mujeres del brazo. Y el Príncipe soldado reconoció a Teresina del brazo de su Capitán. También Teresina reconoció al Príncipe entre los soldados, y dijo:
—Mira, Capitán, mi marido se encuentra entre los soldados. ¿Qué hago?
El Capitán se lo hizo señalar: era uno de su compañía, a quien hacía poco habían designado furriel. El Capitán invitó a su casa a todos los suboficiales: cabos y furrieles. Celebraron un almuerzo, pero Teresina no se presentó. Mientras comían, el Capitán deslizó un cubierto de plata en el bolsillo del joven furriel. Falta un cubierto. Lo buscan, ¿y quién lo tiene en el bolsillo? Ese pobre inocente. Consejo de guerra: el pobre furriel es condenado al fusilamiento. Entre los soldados del pelotón, el furriel tenía un amigo. Le dio un poco de la hierba de las serpientes y le dijo:
—Cuando me disparen, trata de que hagan mucho humo. Mientras los soldados hacen ¡armas al hombro! ponme esta hierba en la boca y en las heridas y déjame allí.
Lo fusilaron. En medio del humo el amigo le llenó la boca de hierba. El Príncipe resucitó, se levantó y huyó gateando.
La hija del Rey de Nápoles estaba enferma desde hacía tiempo y le faltaba poco para morir: no había médicos capaces de curarla. El Rey promulgó un bando por todo el Reino:
«A quien logre devolver la salud a mi hija, si es soltero se la doy por mujer; si es casado lo hago Príncipe».
Vestido de doctor, el Príncipe se presentó en el Palacio Real. Atravesó un salón lleno de médicos preocupados; vio a la enferma, ya más muerta que viva: exhaló el último aliento y murió.
—Majestad —dijo el Príncipe—, vuestra hija ya está muerta pero yo sin embargo puedo curarla. Aunque necesito que me dejéis a solas con ella.
Se lo concedieron. Entonces extrajo del bolsillo un poco de aquella hierba y la puso en la boca y la nariz de la muerta. Y la hija del Rey respiró nuevamente y se curó de inmediato.
—Bien, doctor —le dijo el Rey—, ahora eres mi yerno.
—Majestad —dijo el Príncipe—, disculpadme, pero yo ya estoy casado.
—¿Entonces qué gracia me pides? —le preguntó el Rey.
—Majestad, quiero ser el Generalísimo de todos los regimientos.
—Te sea concedido. —Y el Rey ordenó celebrar dos grandes fiestas: la primera por la curación de su hija y la segunda por el nombramiento del Generalísimo.
A su fiesta, el Generalísimo invitó a todos los Capitanes. Entre ellos estaba el Capitán que le había quitado la mujer. Y el Generalísimo le deslizó en el bolsillo un cubierto de oro. El Capitán, sorprendido con el cubierto en el bolsillo, fue llevado a prisión.
El Generalísimo fue a interrogarlo.
—Capitán, ¿eres soltero o casado?
—Señor General —dijo el Capitán—, a decir verdad no estoy casado.
—¿Y esa dama que estaba contigo?
Y en ese momento ella apareció, maniatada, en medio de dos soldados.
—No, no —gritaba—, el Capitán me secuestró en nuestra casa, yo nunca te olvidé.
Pero fue inútil. El General los sentenció a ser quemados con una camisa de pez. Y así, después de tantas fatigas y trabajos, se quedó solo, Generalísimo de todos los regimientos.
(Provincia de Agrigento)