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LA ESCUELA DE SALAMANCA

Había una vez un padre que tenía un solo hijo. A este hijo, que parecía ser muy inteligente, el padre le dijo:

—Hijo mío, a fuerza de privaciones logré ahorrar cien ducados uno sobre otro y quisiera duplicarlos. Pero a hacer negocios no me atrevo porque tengo miedo de perderlos, pues los hombres, por una razón u otra, son todos unos malandrines, de manera que día y noche paso pensando qué debo hacer, devanándome los sesos. Dime, ¿cuál es tu opinión? ¿Qué te dice ese cerebro que tienes?

El hijo guardó silencio un rato, como si reflexionara, y después de pensar concienzudamente respondió así:

—Padre, he oído hablar de la escuela de Salamanca, donde se aprenden muchísimas cosas. Si con nuestros cien ducados yo pudiera ingresar en ella, puedes estar seguro de que al salir sabré cómo arreglármelas y me bastará poner manos a la obra para que el dinero nos llueva a paladas.

Esta idea fue del agrado del padre, y al día siguiente se pusieron inmediatamente en camino y partieron rumbo a la montaña. Caminaron hasta llegar a una ermita.

—¡Eh, el de la ermita!

—¿Quién es?

—¡Un alma bautizada como tú!

—Aquí no canta el gallo ni brilla la luna, ¿cómo vienes tú, alma solitaria? ¿Traes tijeretas para mis pestañas? ¿Traes tijerones para mis mechones?

—Traigo tijeretas, traigo tijerones, para tus pestañas y para tus mechones.

No bien pronunciada esta respuesta, la puerta de la ermita se abrió de golpe y el padre entró con su hijo. Con las tijeras cortaron las largas pestañas del viejo, y cuando él pudo alzar los párpados y verlos le pidieron consejo.

El ermitaño aprobó la decisión de ambos, hizo al muchacho una serie de recomendaciones y finalmente dijo:

—Cuando hayáis llegado a la cima de esa montaña que se ve a lo lejos, dad un golpe en el suelo con esta varita y de bajo tierra veréis salir un viejo más viejo que yo. Ese es el Maestro de Salamanca.

Dicho esto, estuvieron charlando un rato más y luego se despidieron. Padre e hijo siguieron caminando durante dos días y dos noches, y una vez que llegaron a la cima de la montaña procedieron como había dicho el ermitaño: el monte se abrió y apareció el Maestro.

Entonces ese pobre padre cayó de rodillas y con lágrimas en los ojos explicó al Maestro por qué había ido hasta allí. El Maestro, de corazón duro como todos los maestros, lo escuchó inconmovible y luego invitó a padre e hijo a entrar en su casa. Les hizo recorrer cuartos y cuartos y cuartos, y estos cuartos estaban atestados de animales de todas las especies; él pasaba y silbaba, y a su silbido los animales se convertían en apuestos jóvenes, hermosos como el sol.

—Ahora —dijo el Maestro al padre— ya no tienes por qué preocuparte por tu hijo. Aquí estará más cómodo que en ninguna parte; yo le enseñaré los secretos de la ciencia y a fin de año, si logras reconocerlo en medio de todos estos animales, te lo llevarás a casa con los cien ducados que me diste; pero si no logras reconocerlo, se quedará conmigo para siempre.

El padre se puso a llorar ante estas tristes palabras; pero luego se armó de coraje, abrazó a su hijo, lo besó una y otra vez y emprendió solo el camino de regreso.

El Maestro le daba lecciones de mañana y de tarde y el joven pescaba las cosas al vuelo y progresaba a pasos agigantados: al cabo de un tiempo sabía tanto que era uno de los que ya podían arreglárselas solos. En una palabra, cuando expiró el plazo de un año el discípulo había aprendido del Maestro todo el bien y todo el mal.

Entre tanto el padre se había puesto en camino para irlo a buscar y el pobre estaba desesperado porque no sabía cómo salir airoso de la prueba en medio de tantos animales. Subía por la montaña cuando notó que lo rodeaba un viento, y en el viento oyó una voz que decía:

—Viento soy y hombre me vuelvo.

Y de pronto se vio delante de su hijo.

—Padre —dijo el joven—, escúchame con atención: el Maestro te llevará a un cuarto lleno de palomos. Oirás el arrullo de un palomo: ese palomo seré yo. —Luego dijo—: Hombre soy y viento me vuelvo. —Volvió a convertirse en viento y se alejó volando.

El padre reanudó la marcha de buen humor. Al llegar a la cima de la montaña dio un golpe en el suelo con la varita y ¡paf! se le apareció el Maestro.

—He venido en busca de mi hijo —dijo el padre—, y ojalá Dios me conceda la gracia de no confundirme y me permita reconocerlo.

—¡Muy bien, muy bien! —repuso el Maestro—. Pero ten la seguridad de que no sacarás nada en limpio. Acompáñame.

Lo condujo de un lado a otro, subiendo y bajando, todo para confundirlo, y una vez que llegaron al cuarto de los palomos:

—Ahora es tu turno: dime si aquí dentro se encuentra tu hijo, porque de lo contrario seguiremos adelante.

En medio de esos palomos, uno blanco y negro que era una belleza empezó a dar vueltas y a arrullar: «Cururú, cururú», y el padre exclamó sin perder tiempo:

—Mi hijo es éste, siento que es éste, me lo dice la sangre…

El Maestro puso cara larga. ¿Pero qué hacer? Tenía que atenerse a las condiciones y restituirle a su hijo, y junto con el hijo los cien ducados, cosa que le disgustaba aún más.

Padre e hijo se volvieron felices y contentos a su aldea, y no bien llegaron invitaron a sus parientes y amigos a un banquete y comieron y bebieron alegremente. Después de un mes de jolgorio, el hijo le habló al padre de este modo:

—Padre, los cien ducados siguen siempre ahí, aún no los hemos duplicado, y si tuviéramos que hacernos una casita no alcanzarían ni para los ladrillos. ¿Entonces para qué he ido a la escuela? ¿No he ido para aprender a ganar el dinero a paladas? Escúchame: mañana es la feria de San Vito en Spongano, yo me convertiré en un caballo con una estrella en la frente, y tú me llevarás a vender. Ten presente que el Maestro sin duda irá a la feria y me reconocerá, pero tú no me vendas por menos de cien ducados y libre de cabestro. No lo olvides, porque en el cabestro residen todas mis esperanzas.

Llegó el día siguiente y el hijo, ante la mirada del padre, se convirtió en un hermoso caballo con una estrella en la frente; y se fueron a la feria. Toda la gente contemplaba boquiabierta ese hermoso animal, todos lo querían, pero en cuanto se enteraban de que el dueño pedía cien ducados se echaban atrás. Faltaba poco para cerrar la feria cuando un viejo se acercó muy despacito, examinó el caballo y preguntó:

—¿Cuánto pides por él?

—Cien ducados, sin cabestro.

Al oír ese precio el viejo refunfuñó, empezó a regatear, a decir que era demasiado, pero al ver que no se lo vendían por menos se puso a contar el dinero. El padre estaba guardando el dinero en el bolsillo y todavía no le había quitado el cabestro al caballo cuando aquel viejo maldito, rápido como un jilguero, montó el animal y se alejó de la feria con la velocidad del viento.

—¡Detente, detente! ¡Devuélveme el cabestro! ¡Sin el cabestro! —gritaba el padre desesperado, pero ya no se veía ni el polvo.

Con el Maestro a cuestas, el caballo corría a fuerza de azotes, una granizada de azotes tan brutal que el animal tenía todo el cuerpo ensangrentado y no habría tardado en caer al suelo si por fortuna no hubiesen llegado a una taberna. El Maestro se apeó de la silla, guió al extenuado animal a la cuadra, lo sujetó al comedero vacío, y lo dejó allí sin cebada ni agua y con el cabestro puesto.

En esta taberna servía una muchacha tan hermosa que era digna de verse, y mientras el Maestro estaba comiendo pasó casualmente por la cuadra.

—¡Ah, pobre caballo! —exclamó—. ¡Tu amo debe de ser un perro! ¡Dejarte así, sin comer ni beber, y cubierto de sangre! Yo te cuidaré.

En primer lugar lo llevó a beber a la fuente, y para que bebiera más cómodo le quitó el cabestro.

—¡Caballo soy y anguila me vuelvo! —dijo el caballo no bien se vio libre del cabestro, y transformado en anguila se zambulló en la fuente. El Maestro lo oyó, dejó el plato de macarrones que estaba comiendo y salió a la carrera, amarillo de furia.

—¡Hombre soy y mújol me vuelvo! —gritó arrojándose al agua, y transformado en mújol persiguió a la anguila.

El discípulo no se desanimó.

—¡Anguila soy y paloma me vuelvo! —dijo, y ¡chas! salió volando del agua convertido en una hermosa paloma.

Y el mago:

—¡Mújol soy y halcón me vuelvo!

Y lo persiguió transformado en halcón. Volando sin cesar y separados por muy poca distancia, llegaron a Nápoles. En el jardín del Rey, sentada a la sombra de un árbol, se encontraba la Princesa. Estaba mirando el cielo cuando de pronto vio a la pobre paloma perseguida por el halcón y sintió lástima por ella.

—Paloma soy y anillo me vuelvo —dijo el discípulo apenas la vio. Se convirtió en anillo de oro y cayó del cielo sobre el pecho de la Princesa. El halcón trazó un amplio círculo y fue a posarse en las tejas de la casa de enfrente.

Por la noche, cuando la Princesa se desvistió, al quitarse el corsé se encontró con el anillo. Se acercó al candelera para verlo mejor y oyó estas palabras:

—Princesa mía, discúlpame si entré en tu cuarto sin tu permiso, pero mi vida está en juego. Permíteme mostrarme con mi verdadero aspecto y te contaré mi historia.

Al oír esa voz la Princesa casi se muere del susto, pero la curiosidad fue más fuerte y le dio permiso para mostrarse.

—¡Anillo soy y hombre me vuelvo!

El anillo resplandeció con más fuerza y apareció un joven bello como el sol. La Princesa quedó deslumbrada y no le quitaba los ojos de encima; cuando luego se enteró de sus virtudes y de los infortunios que padecía se enamoró y quiso que se quedara con ella. De día el joven volvía a ser anillo y ella se lo ponía en el dedo; de noche, cuando estaban solos, recobraba su aspecto humano.

Pero el Maestro no permanecía ocioso. Una mañana el Rey se despertó temblando de dolor. Llamaron a todos los médicos, le suministraron todo tipo de drogas y medicamentos, pero los dolores no se aplacaban. La Princesa estaba afligida y el joven más que ella, pues sabía que todo eso era obra del Maestro. De hecho, he aquí que se presentó un médico procedente de un país muy remoto y declaró que si lo dejaban entrar en la cámara del Rey él podría curarlo. Lo hicieron pasar sin demora, pero la Princesa vio que el anillo resplandecía con más intensidad y comprendió que el joven quería decirle algo. Se encerró en su cuarto, y el joven le dijo:

—¡Qué han hecho! ¡Ese médico es el Maestro! ¡Curará a tu padre pero querrá el anillo como pago! Di que no quieres entregarlo, pero si el Rey te obliga arrójalo al suelo con fuerza.

Y así ocurrió, en efecto: el Rey se curó, y le dijo al médico:

—Pídeme lo que desees y yo te lo daré.

Al principio el médico fingió no querer nada, pero ya que el Rey insistía tanto pidió el anillo que la Princesa llevaba en el dedo. Ella se puso a llorar y gritar; estuvo a punto de desvanecerse, pero cuando notó que el Rey le cogía la mano por la fuerza para quitarle el anillo, se levantó bruscamente, se lo quitó del dedo y lo arrojó al suelo. En cuanto lo arrojó, se oyó una voz:

—¡Anillo soy y granada me vuelvo!

La granada se partió al caer y los granos se esparcieron por toda la sala.

—¡Médico soy y gallo me vuelvo! —dijo el Maestro. Se convirtió en gallo y se puso a picotear los granos uno por uno. Pero un grano había ido a parar bajo las faldas de la Princesa, que lo mantuvo oculto.

—¡Granada soy y zorra me vuelvo! —dijo el grano, y de las faldas de la Princesa brincó una zorra que se engulló al gallo de un bocado.

¡El discípulo había superado al Maestro! La zorra volvió a convertirse en joven, explicó su historia al Rey y al día siguiente los cañones festejaron con salvas las bodas de la Princesa.

(Tierra de Otranto)

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