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EL CONDE PERAL
Había una vez un hombre humilde que tenía un hijo solo, tonto y para colmo ignorante. Cuando el padre estaba a punto de morir le dijo al joven, que se llamaba Giuseppe:
—Hijo, estoy muriéndome, y no puedo dejarte más que esta cabaña y el peral.
El padre murió. Giuseppe se quedó solo en la cabaña y se alimentaba con las peras del árbol. Pero cuando terminó la estación de las peras parecía estar destinado a morirse de hambre, pues era incapaz de ganarse el pan de otro modo. Sin embargo la estación de las peras terminó pero las peras no se terminaron. Cuando se arrancaban todos los frutos crecían otros, aun en pleno invierno, porque era un peral encantado que daba peras todo el año, y así el joven sobrevivía.
Una mañana Giuseppe había salido como de costumbre a recoger las peras maduras y vio que alguien ya las había recogido. «¿Y ahora qué hago? —se preguntó—. Si me roban las peras, estoy listo. Esta noche me quedo de guardia». Y por la noche se quedó bajo el peral con la escopeta, pero al cabo de un rato se adormiló y cuando despertó ya habían recogido las peras maduras. A la noche siguiente también se quedó de guardia, pero volvió a dormirse y volvieron a robarle las peras. La tercera noche, además de la escopeta se llevó una flauta para tocarla debajo del peral. Luego dejó de tocar, y entonces la zorra Giovannuzza, que era la ladrona de las peras, creyendo que Giuseppe se había dormido se encaramó al peral de un brinco.
Giuseppe la encañonó con la escopeta, y la zorra:
—No dispares, Giuseppe: si me das un canasto de peras, te hago rico.
—Giovannuzza, si te doy un canasto de peras, ¿yo qué cómo?
—No te preocupes y haz lo que te digo —repuso la zorra—, verás que tengo razón.
Entonces el joven le dio a la zorra un canasto de las mejores peras, y la zorra Giovannuzza se las llevó al Rey.
—Sacra Majestad, mi amo os manda este canasto de peras y os suplica que le hagáis el favor de aceptarlas —le dijo al Rey.
—¡Peras en esta estación! —exclamó el Rey—. Nunca tuve oportunidad de probarlas. ¿Quién es tu amo?
—El Conde Peral —respondió Giovannuzza.
—¿Pero cómo consigue peras en esta estación? —preguntó el Rey.
—Oh, él tiene todo lo que quiere —replicó la zorra—. Es el hombre más rico que existe.
—¿Más rico que yo? —preguntó el Rey.
—Sí, más rico que vos, Sacra Majestad.
El Rey estaba un poco preocupado.
—¿Qué podría regalarle a cambio? —preguntó.
—No os molestéis, Sacra Majestad —dijo Giovannuzza—, ni lo penséis siquiera. Es tan rico que cualquier regalo que le hagáis quedará deslucido.
—En fin —dijo el Rey, incómodo por la situación—, dile al Conde Peral que le agradezco sus maravillosas peras.
Cuando vio regresar a la zorra, Giuseppe exclamó:
—¡Pero Giovannuzza, no me has traído nada a cambio de las peras, y yo me estoy muriendo de hambre!
A los pocos días, Giovannuzza le dijo:
—Debes darme otro canasto de peras.
—Comadre, ¿y si te llevas las peras yo qué como?
—No te preocupes y déjalo de mi cuenta.
Le llevó el canasto al Rey, y le dijo:
—Sacra Majestad, ya que me concedisteis la gracia de recibir el primer canasto de peras, el Conde Peral, mi amo, se permite ofreceros otro.
—¡Pero es posible! —exclamó el Rey—. ¡Peras recién cosechadas, en esta estación!
—Esto no es nada —dijo la zorra—. El Conde a las peras ni les presta atención, tiene otros muchos tesoros más importantes.
—¿Y cómo puedo saldar esta deuda?
—A eso iba —dijo Giovannuzza—. Mi amo me encargó que os suplicara que le concedáis una cosa.
—¿Pero qué? Si el Conde Peral es tan rico, no sé qué puede ser digno de él.
—La mano de vuestra hija —dijo la zorra.
El Rey abrió los ojos.
—Pero yo —respondió— no puedo aceptar semejante honor, pues él es mucho más rico que yo.
—Sacra Majestad, si no se preocupa él, ¿por qué os ibais a preocupar vos? El Conde Peral realmente quiere a vuestra hija y no le importa si la dote es mayor o menor. Además, por muy grande que sea, frente a las riquezas de él no será nada.
—De acuerdo, entonces pídele que venga a comer aquí.
La zorra Giovannuzza fue a casa de Giuseppe y le dijo:
—Le he dicho al Rey que eres el Conde Peral y que quieres la mano de su hija.
—¡Amiga mía, pero qué has hecho! ¡Cuando el Rey me vea me cortará la cabeza!
—¡Déjalo de mi cuenta y no te preocupes! —dijo la zorra. Fue a ver a un sastre y le dijo—: Mi amo, el Conde Peral, desea el traje más suntuoso que tengas en la tienda; el dinero te lo pago después contante y sonante.
El sastre le dio un traje de gran señor y la zorra fue a ver a un mercader de caballos.
—¿Me venderías, para el Conde Peral, el mejor caballo que haya en la plaza? No nos fijemos en tonterías: pago anticipado al día siguiente. Vestido de gran señor, montado en un magnífico caballo, Giuseppe fue a Palacio, y la zorra corría delante de él.
—Amiga Giovannuzza, cuando me hable el Rey, ¿qué le respondo? —le gritaba él—. Soy incapaz de pronunciar una palabra delante de las personas de jerarquía.
—Deja que hable yo y no te preocupes. Basta con que digas «Buenos días» y «Sacra Majestad», el resto lo digo yo.
Llegaron a Palacio. El Rey salió al encuentro del Conde Peral y lo recibió con todos los honores.
—Sacra Majestad —dijo Giuseppe.
El Rey lo condujo a la mesa. Y en la mesa ya estaba sentada la bella hija del Rey.
—Buenos días —dijo el Conde Peral.
Se sentaron y entablaron conversación. Pero el Conde Peral, mudo como un pez.
—Amiga Giovannuzza —dijo el Rey a la zorra, en voz baja—, ¿a tu amo se le han comido la lengua?
—Vos sabéis, Majestad —dijo la zorra—, que cuando uno tiene que pensar en tantas tierras y tantos tesoros, se pasa el día preocupado.
Y mientras duró la visita, el Rey se cuidó de distraer al Conde Peral de sus pensamientos.
A la mañana siguiente Giovannuzza le dijo a Giuseppe:
—Dame otro canasto de peras que se lo llevo al Rey.
—Haz lo que quieras, amiga —respondió el joven—, pero ya verás cómo me cuesta el pescuezo.
—No te preocupes —exclamó la zorra—, que te digo que será tu fortuna.
Así que él recogió las peras y la zorra se las llevó al Rey, diciéndole:
—El Conde Peral, mi amo, os manda este canasto de peras y quisiera recibir una respuesta a su solicitud.
—Dile al Conde que el matrimonio podrá celebrarse cuando le plazca —respondió el Rey. La zorra, muy contenta, le llevó la respuesta a Giuseppe.
—Pero amiga Giovannuzza, ¿adónde llevaré a mi novia? ¡No voy a traerla a esta pocilga!
—Déjalo de mi cuenta. ¿De qué te preocupas? ¿Acaso las cosas no van saliendo bien? —dijo la zorra.
Así pues se celebró un gran matrimonio, y el Conde Peral se casó con la hermosa hija del Rey.
Al cabo de unos días, la zorra Giovannuzza dijo:
—Mi amo quiere llevar a su esposa a su palacio.
—Bien —dijo el Rey—, quiero acompañarlos, así veré finalmente todas las posesiones del Conde Peral.
Subieron todos a caballo, y el Rey llevó consigo un gran séquito de caballeros. Mientras cabalgaban rumbo a la llanura Giovannuzza dijo:
—Yo voy a avisar para los preparativos. —Y corriendo, se adelantó. Encontró un rebaño de miles y miles de ovejas y preguntó a los pastores—: ¿De quién son estas ovejas?
—Del Papá-Dragón —le respondieron.
—Hablad bajito —susurró la zorra—. ¿Veis esa caballería que viene allá lejos? Es el Rey, que le declaró la guerra al Papá-Dragón. Si le decís que son del Papá-Dragón, sois hombres muertos.
—¿Entonces qué debemos decir?
—Pues bueno… decidle que son del Conde Peral.
Cuando el Rey se acercó al rebaño, preguntó:
—¿De quién es este hermoso rebaño de ovejas?
—¡Del Conde Peral! —gritaron los pastores.
—¡Caramba, debe de ser rico en serio! —exclamó muy contento el Rey.
Un poco más adelante, la zorra encontró una piara de miles y miles de cerdos.
—¿De quién son estos cerdos? —preguntó a los porqueros.
—Del Papá-Dragón.
—Bajito, bajito, mirad todos esos soldados a caballo. Si les decís que los cerdos son del Papá-Dragón os matan. Debéis decirles que son del Conde Peral.
Cuando el Rey se acercó a los porqueros y les preguntó a quien pertenecían los cerdos, aquéllos le respondieron: «¡Al Conde Peral!», y el Rey se alegró de tener un yerno tan rico.
Y después, cuando encontraron un gran número de caballos:
—¿De quién son estos caballos?
—¡Del Conde Peral! —dijeron los cuidadores.
Y a los boyeros:
—¿De quién son todos estos bueyes?
—¡Del Conde Peral!
Y el Rey estaba cada vez más contento del buen matrimonio que había celebrado su hija.
Finalmente Giovannuzza llegó al palacio del Papá-Dragón, que vivía solo con su mujer la Mamá-Dragona. Subió apresuradamente y exclamó:
—¡Ay, pobrecitos, si supierais el destino que os aguarda!
—¿Qué ha pasado? —preguntó espantado el Papá-Dragón.
—¿Veis esa polvareda que se acerca? Es un regimiento de caballería que el Rey envió para mataros.
—¡Querida zorra, querida zorra, ayúdanos! —lloriquearon los dos.
—Haced una cosa —dijo Giovannuzza—: escondeos en el horno. Cuando se hayan ido os aviso.
El Papá-Dragón y la Mamá-Dragona obedecieron: se metieron en el horno, y cuando estuvieron dentro le rogaron:
—Querida Giovannuzza, cierra la boca del horno con ramas, para que no nos vean. —Era precisamente lo que quería hacer la zorra, y tapó el agujero con ramas.
Luego se quedó en la puerta, y cuando llegó el Rey le hizo una reverencia y dijo:
—Sacra Majestad, dignaos descender del caballo: éste es el palacio del Conde Peral.
El Rey y los recién casados se apearon de la silla, subieron la escalinata y se encontraron frente a tales riquezas y magnificencias que el Rey se quedaba con la boca abierta y pensaba: «Ni mi palacio es la mitad de imponente que éste». Y el pobre de Giuseppe también se quedaba con la boca abierta.
—¿Por qué no se ve a la servidumbre? —preguntó el Rey.
Y la zorra, muy suelta de gestos:
—Fueron todos despedidos porque mi amo no quería disponer nada sin antes conocer los deseos de su bella esposa: ahora ella puede ordenar cuanto le plazca.
Después de fijarse en todos los detalles, el Rey volvió a su palacio, y el Conde Peral y la hija del Rey se quedaron en el palacio del Papá-Dragón.
Entre tanto, el Papá-Dragón y la Mamá-Dragona estaban encerrados en el horno. Por la noche la zorra se acercó al horno y preguntó en voz baja:
—Papá-Dragón, Mamá-Dragona, ¿estáis ahí?
—Sí —respondieron con un hilo de voz.
—Pues ahí os quedáis —dijo la zorra. Encendió las ramas, hizo un gran fuego y el Papá-Dragón y la Mamá-Dragona se quemaron en el horno.
—Ahora que sois ricos y estáis contentos —dijo Giovannuzza al Conde Peral y a su mujer— debéis prometerme una cosa: cuando muera yo, debéis ponerme en un hermoso féretro y enterrarme con todos los honores.
—Oh, amiga Giovannuzza, ¿por qué hablar de la muerte? —dijo la hija del Rey, que le había tomado cariño a la zorra.
Al cabo de un tiempo Giovannuzza quiso ponerlos a prueba. Se fingió muerta. Cuando la hija del Rey la vio tendida y tiesa, exclamó:
—¡Oh, ha muerto Giovannuzza! ¡Pobre nuestra querida amiga! Ahora tenemos que apresurarnos a fabricarle un hermosísimo féretro.
—¿Un féretro para una bestia? —dijo el Conde Peral—. ¡La tiramos por la ventana! —Y la agarró por la cola.
No bien sintió que le tocaban la cola, la zorra se incorporó de un brinco y gritó:
—¡Muerto de hambre, traidor, ingrato! ¡Te olvidaste de todo, olvidaste que tu fortuna me la debes a mí! ¡Si no hubiese sido por mí todavía estarías pidiendo limosna! ¡Tacaño, ingrato, traidor!
—Zorra, perdóname, amiga, te lo ruego —se puso a suplicar el Conde Peral, muy confundido—. No quise ofenderte. Se me escaparon las palabras, hablé sin pensar…
—A partir de ahora, a mí no me verás más el pelo… —y caminó hacia la puerta.
—Perdóname, Giovannuzza, te lo suplico, quédate con nosotros…
Pero la zorra ya corría por el camino, doblaba por el recodo, desaparecía, y no la vieron nunca más.
(Catania)